Mi padre me llamó por teléfono fijo con una voz más animada que de costumbre: tengo sentimientos encontrados cuando lo escucho animado. Apuntó que tiene algunas cosas para comer, pero que faltaba el postre. Le debería tener algo para la cena, él seguramente traería algunas cervezas y me contaría de qué tratan los toques de queda, salvoconductos y la represión militar. Ese sábado 19 de octubre se decretó toque de queda en algunas provincias de Santiago y luego en otras capitales regionales, donde el movimiento social más importante del último tiempo, dejaba al mal gobierno en el precipicio de la legitimidad.
Cuando mi papá llegó, él me abrazó más fuerte de lo normal. A su vez, mi pareja se despedía sobre saltada, con mucha preocupación, ya que iría a pasar el toque de queda en casa de sus padres.
El día avanzó rápido, quedando solo un par de horas para el toque. Salimos con el viejo a comprar y aprovechar de recorrer las calles del barrio y repasar recuerdos. Tras unos minutos de circulación y conversa, ahí, en una esquina de Las Torres, encontré a unos viejos amigos encendiendo un cigarro, el cual prendieron cuidadosamente en la llama leal de la barricada que ellos mismos alimentaron con cachureos y porquerías de alrededor.
Me trataron de hippie al no querer avivar el fuego, pero colaboré con pintar –a mi parecer- un desafiante lienzo que pedía la renuncia del presidente ataviado de un traje militar, a la misma usanza del tirano que antes se jodió a Allende y a Chile.
Mis amigos, que hacían soberanía insurgente con su solitaria barricada, me convocaron a cacerolear después del toque. Al escucharles, mi padre cambió su habitual rostro pálido a uno sombrío. Volvimos a casa en silencio. Al rato, clausuró su mudez para detener cualquier decisión post-toque: “no te regales”, dijo.
Acercándonos al umbral de casa, barricadas, el toque y los cacerolazos dejaron de ser tema. Antes de entrar, Simón, un cabro que vive en la calle, nos pidió unas monedas. Le pregunté dónde pasaría la noche. “En la sede yo creo”, dijo, “pero no sé qué tanto pase”, sentenció antes de seguir en su ruta de siempre.
Entramos. El viejo, de nuevo cortó el silencio, tomó asiento en el sillón rojo que solía usar el tata, y comenzó a soltar recuerdos poco gratos sobre los actos salvajes que le obligaban a hacer en el servicio militar, en plena dictadura: criar un perro pequeño y luego matarlo, abrir un cerdo con un circo y luego destriparlo con la boca, entre otros. “Esos hombres son sádicos, enfermos sin alma. Son vacíos de espíritu”, dijo con el tono de un católico adolorido y culposo. “¿Qué va a pasar ahora?”, preguntó. Desvío la mirada hacia el ventanal que da hacia la calle, decidiendo retornar al silencio.
Comimos. Nos abrazamos, me miró y cuando supo que saldría me recordó traer el postre, sonreímos.
Volví a la barricada, y ahí estaban ellos, mis amigos de tantas pichangas de cabro chico. “Buena, hippie”, me gritan. Les doy unas heladas, saco mi yembe pequeño y transformamos la barricada, en una barricada musical al ritmo de las cacerolas que cantan en cada antejardín del barrio. En eso vemos pasar una patrulla hacia San Pablo. Al parecer, algo había pasado. Decidimos acercarnos hasta allá. Era extraño. La patrulla llevaba a un contingente de pacos de los alrededores del metro San Pablo, eso era raro, ya que saquearon el Líder y el Mayorista 10 con cuadras de diferencia. Era claro que el metro San Pablo lo quemaron ellos, los milicos más fascistas que no dudan en obedecer. Nadie es tan valiente como para quemar con acelerante todo un metro de dos combinaciones y pasar por un cordón de perros verdes. Extraño.
Mi amigo Oli se hacía el mago para meterse al supermercado. Afuera apoyábamos con gritos, pero el vendaval de personas que llegaban con carros nos dejó atónitos. Algunos hablaban en voz alta, tal vez pidiendo que, los que mirábamos, entendiéramos que llevaban comida para sus hijos. Quedaban minutos para el toque de queda. Ahí, la cosa empeoró: “¡Ahí viene los pacos!”, gritaron con pavor y adrenalina. El Pablito me pidió que lo acompañará a un local de esos entretenidos a comer unas papas, y ver las noticias. Nos atendió una señora que dijo ser la dueña. Ella tenía la puerta entre abierta del local, pero accedió a atendernos, porque según ella “teníamos cara de niños buenos”. El Oli nos enviaba mensajes para que lo esperáramos, que ya saldría del súper.
Tras unos minutos, las noticias de la tele anunciaban la salida del fantasma pinochetista en tanquetas, aunque precisamente no usaban esas palabras. Los pelados que cargaban los vehículos, pudieron ser nuestros vecinos. Al darnos las papas fritas, la dueña nos debió tomar por otra cosa y empezó a hablar mal del movimiento. Le respondí que me parecía justo el enojo ante la burla de la minoría de ricos que nos tienen en pésimas condiciones, que ni los militares ni los pacos nos detendrían. Mi compadre despotricó contra todos y avaló la lucha social, porque no estamos para subvencionar la vida de tres Luksic más, que si nos vamos a cresta, no habrá mayor diferencia, ya que estamos en la mierda y sabemos ser solidarios estando todos igualmente mal. Unos pocos viven bien a costillas de millones. Después de eso, la dueña pidió que le ayudáramos a cerrar. Le dibujé un cartel que decía “Newen pueblo, este negocio los apoya”. Nunca saquearon ese restaurante ni agarraron a peñascazos a las palmeras eléctricas que adornaban su entrada.
Fuimos corriendo a buscar al Oli, cuando lo vemos a penas con unos Nestum, batidos pañales y hamburguesas. A él como, a mucha gente, se le caían cosas al correr tras los continuos rumores de que venían los milicos. En eso pasa un tipo, que tenía pinta de concejal RN, con un carro lleno de vinos. Varios se agolpaban para sacarle un botellón. Él aceleraba cuando el Pablo intentó –cagado de la risa-, sacarle uno. El choro lo espantó de una sola puteada, diciéndole que se meta él al súper, antes de que lo quemen. Al momento en que balbuceaba con mierda en la sangre, hacía el gesto de sacar un arma de fuego de la cintura de su pantalón color caqui. En eso escuchamos las balizas y se quebró el botín al Oli. Sonreímos.
Ya cuando no necesitaba ayuda, recogí una conserva de 5 kilos de durazno y caminamos de lo más tranquilos hasta la Villa. La oscuridad parecía que vendría acompañado de miedo, pero veíamos a vecinos reunidos alrededor de una mesa bebiendo como un sábado cualquiera. Otros, incluso, hacían asados en las calles. Los anticuchos chorreaban en medio del ambiente de aparente “caos”. Algunos nos miraban raro, pero el Oli estaba feliz: su hija iba a tener un auspicioso 2020. Mientras, el Pablo le dio al Simón las papas que sobraron para que comiera bien. La noche iba a ser larga, pero todos decidimos partir a nuestras respectivas casas y Simón quizás sabe dónde.
Llegué a casa pasada la hora del toque de queda. Mi viejo estaba preocupado, pero con una botella de vino abierta se puso comprensivo. Le dije que me había encontrado esa conserva en el camino y que no me había atrevido a entrar al súper. Me tomó del brazo, exclamó algo inentendible y me sirvió un vino.
A la mañana siguiente, despertamos con la noticia de que al Simón lo habían reventado a lumazos por estar en la calle en toque de queda. Le dejaron un brazo inutilizable y la cara llena de moretones. “Los milicos y los pacos se la ganan con los chicos”, me decía el Simón, mientras el Oli se lo llevaba al consultorio. Yo repartía el tarro de durazno en conserva entre varios vecinos. Al final tuvimos el postre, varios lo tuvimos. Nos apalearon, nos metimos en varios peligros, pero ahí estamos dulces de lucha, resistiendo sin miedo ante los admiradores del terrorismo de estado. Amigos, familia y vecinos que, de ahí en más, no paramos de marchar hasta Plaza Dignidad. Sufrimos más de 30 muertes. Gringos de mierda disparándonos y milicos pirómanos disfrazados de policía, listos para descargar los traumas que les dejó la institución más nefasta que detesta a su pueblo, pero que se golpean el pecho con el discurso de la “formación prusiana”.
A pesar del horror, terminé comiéndome ese postre con el viejo y otros vecinos, hablando de la contingencia y comentando la declaración de guerra del tirano de turno. Ese momento del postre es único, todos somos livianitos, todos estamos satisfechos mirándonos a los ojos, con la gratitud de seguir con vida después de que una noche de toque de queda amenazara con quitarnos la juventud.
No, no pudieron conseguirlo. No lo consiguieron. La ternura de la unión de los pobres es más fuerte que la violencia de los ricos y del ejército que vela por sus intereses.
Esta vez, el postre estuvo más rico que antes.
Wiilly Bohemia