Siempre la recuerdo. Ese buzo azul, ese polerón con capucha negra. Sí, similar al de todos los encapuchados que salían del Peda. Pero yo que salía con ella, podía reconocerla como y donde sea; pero mis prendas favoritas eran esas dos. Esas curvas la delataban, se revelaban para mí, por más holgada y gruesa que sea la ropa que tuviera. Yo podía imaginarla desnuda, ahí, corriendo, tirando esa molotov o amarrando la reja con una manguera para que no entraran los pacos a los pastos de nuestra gloriosa universidad.
Cuando nos encapuchábamos, no importaban los sostenes, los hoyos en los calcetines, el olor de los cuerpos, y mucho menos los rostros. Cerrábamos el baño, la sala, lo que fuera, nadie podía entrar ni salir hasta que todos estuvieran listos. Algunos se cubrían las zapatillas y mochilas con bolsas porque no querían comprar otras o simplemente no podían. Otros teníamos unas para la ocasión. Cuando estábamos listos, gritábamos una consigna, no importa cuál y salíamos a buscar las cosas previamente preparadas. Corriendo. Evitando mirar a los ojos, tratando de moverse distinto quizás. Pero yo siempre sabía dónde estaba ella.
Las piedras, la bencina, las botellas de vidrio, los paños con amoniaco, el bicarbonato, cuerdas, madera, carteles y ojalá, una llanta de auto. Todo listo. Lo recogíamos donde otros cuidaban. Y luego tirábamos todo, vaciábamos nuestras mochilas y tarros sobre la calle y la incendiábamos. Todos queríamos encenderla, con fósforos, encendedores o con improvisadas antorchas de papel. Y veíamos arder nuestra barricada. Nuestra forma de incendiar el mundo y el capital, nuestra forma de detenerlo.
Para ser capucha no se puede ser demasiado alto, o demasiado bajo, o demasiado gordo, o si se era, había que camuflarlo. Por eso es que solo la gente promedio podía llegar a ocupar este rol dentro de estos colectivos ‹‹anarquistas›› (era más bien que queríamos serlo, mucho se dejaba desear en esos grupos llenos de borrachos violentos que repiten consignas panfletarias sin siquiera saber bien las razones porque ni siquiera habían leído a Malatesta). Pero ella, tenía algo que no podía disimular: sus enormes tetas. Así que siempre debía usar ese grueso polerón negro.
Muchos éramos criticados en esos tiempos cercanos al 2011. Muchos éramos apuntados como violentistas, como usurpadores del efecto social que tendrían que tener las marchas, las protestas. Yo nunca me encapuché en las protestas masivas, esas de la que partían en la Alameda; en la USACH, metro Los Héroes y pocas veces, cuando nos ‹‹dejaban››, en Plaza Italia. Si iba a hacer algo así, tenía que ser mi grupo y yo los únicos responsables y los únicos que encararan las consecuencias de tal situación. Alguna que otra vez por supuesto, los pacos culiaos: ‹‹las fuerzas especiales››, entraban a la universidad y se iba literalmente a la mierda porque todos tenían que comerse las lacrimógenas que eran dirigidas solo hacía a nosotros. Esa fue una de las tantas cosas que nos separó con Millaray.
Millaray era la mujer proletaria por excelencia. Su nombre exhibía su herencia mapuche con orgullo, así como su cabello negro, su piel morena y sus firmes piernas. Vivía en la Villa Francia y desde siempre tuvo actividad política. No era una ‹‹aparecida›› como yo. Lo único que desencajaba quizás, con esta mujer, eran sus tetas. Enormes. Parecía como si le pesaran ¿Les ha pasado alguna vez que despiertan con tortícolis y es el cuello el que comanda sus movimientos, tiene que estar cómodo sino el resto debe esperar? Algo así pasaba con sus tetas. Cuando se agachaba, como que las tendía a afirmar o a veces parecía que las estaba recogiendo. Cuando lanzaba algo, con la otra mano las agarraba, casi como un cinturón de seguridad para evitar que salieran lanzadas también. Cuando corría, iba con sus manos sobre su pecho.
En estos días, este octubre 2019, todos soñamos. Algunos comunistas soñaban con que se replicara ese glorioso octubre de 1917 que daría origen a la Unión Soviética. Otros ‹‹apolíticos›› soñarán con un Chile más justo, con mayor equidad y oportunidad para todos y todas, casi como una cita de cualquier discurso de político. Otros de izquierda más crítica soñarán con otra constitución que borre para siempre el legado de la dictadura. Yo sueño con encontrarte. Como en toda marcha desde que te perdí.
Miro a los encapuchados con una tenue esperanza. Se replica en mi memoria el rebote de tus tetas en cualquier acción de los ‹‹care e’ polera››, pero no calzan con tu silueta. Y es obvio. Porque luego de un lustro y algunos años, ya no somos los mismos. Ya no tenemos los mismos cuerpos, ya no somos estudiantes, ahora ambos somos profesores. Quizás si te llego a encontrar, estés embarazada, estés hecha una profesora de arte de esas hippies que usan lanas y aros largos y peinados estrambóticos, porque dudo que seas de esas que usan ropas caras como sinónimo de autoridad y bienestar ¿O no?
Milla: ¿Dónde estás? Busco en las caras de los millones de chilenos que se acompañan en este improvisado, pero profundo Despertar de Chile. Tomo mi bicicleta, voy a Plaza Italia, a La Moneda, a la USACH, a nuestros ex barrios entre Las Rejas y 5 de abril. Buscándote. En serio te buscaba. Los días de toques de queda con más fuerza. Te imaginaba diciéndole a tus estudiantes que saltaran más torniquetes, que acompañaran a los trabajadores que ahora tenían días libres; te sentía cerca de mí, manifestando tu tatuaje carpe diem con tu ejemplo y palabras, casi te podía ver marchando con el puño izquierdo en alto, te imaginaba zumbando la revolución en alma y carne.
Un día me encontré con una amiga tuya, la Inti, la que hacía toallitas higiénicas reciclables con género, la que usaba el polerón negro con la frase: ‹‹Feminismo es antisexismo››. Me dijo que ahora andabas toda burguesa, que trabajabas en un colegio privado, con nombre de algún santo, que ya no te interesaban estas cosas políticas.
—No, me estás leseando ¿Cómo la Milla iba a trabajar en un colegio privado? — pregunté preparado para argumentar sin esperar a su respuesta—. Ella siempre estuvo orgullosa haber estudiado en un Liceo municipal y no de esos ‹‹emblemáticos››. Siempre me criticó por no haber ni participado en la Revolución Pingüina, por más que explicaba que mi colegio subvencionado de Rancagua nunca se movilizó.
—Ah sí, eso lo sabemos todos, tú eras un aparecido. Pero ahora vi en tu Facebook que sigues haciendo cosas, incluso más que yo. Yo ahora solo trabajo y crío mis hijos, no tengo tiempo para nada —suspiró— bueno, tu entiendes, eres profe también ¿No?
—Sí, de historia y tú de lenguaje.
—Sí, lo recuerdas… bueno, ahí viene mi hombre —movió las cejas en su dirección— y mi hija. Nos vemos y cuídate, en especial de los pacos que andan jalados.
—Espera Inti —la tomé del brazo porque no pareció escuchar— ¿Sabes si la Milla está casada, convive con alguien o tiene hijos?
—¿No me digas que sigues interesada en ella? —dijo abriendo los ojos, sorprendida—. Guau, qué idiota eres. La última vez que la vi, estaba viviendo con el Matías ¿Lo recuerdas? ¿El Gigante?, pero sin hijos. Parece que sigue con eso de no querer ser madre.
No podía ser ¿El Gigante? Ese nunca se pudo encapuchar por ser precisamente muy alto, pero era el que preparaba toda la logística. Supongo que subiste de escalafón revolucionario en tanto a pareja, Milla.
Día tras día acudía al centro de Santiago para intentar encontrarte a ti o al Gigante, quizás más reconocible. Pero no aparecías. Un día fuimos con mis colegas del liceo al centro, a marchar juntos. Rayamos lienzos con consignas, creamos carteles coloridos y hasta la profe de arte se disfrazó de Piñera. Era una de esas marchas nacionales, planetarias, universales, que se planificaban cada viernes.
Y así te encontré, gracias a esa profesora de arte. Ahí estabas tú, con una cámara análoga, sacando fotos, registrando momentos quién sabe para qué, quizás seguías con la idea de hacer un ‹‹Libro para Manuel›› para las futuras generaciones o para tus sobrinos.
Estabas vestida como nunca te vi, bluejean y una blusa. Al menos reconocí tus chapulinas, tus Converse sucias por manchas grises y negras. Me acerqué por el costado, esperando no sorprenderte y esperé que terminaras. Quitaste el ojo de la cámara y me miraste con las cejas levantadas y tu hermosa sonrisa.
—Te encontré ¡Al fin!
—Te encontraste a ti mismo ¡Al fin! No pareces obligado ni aburrido… ¿Cómo has estado? Tanto tiempo, Raimundo —y me abrazó, con toda su espontaneidad de mujer libre, con todas sus enormes y aún firmes tetas, aún en frente de Gigante que vislumbré bajo el cobijo de tu abrazo.
—Bien, Milla. Te juro que esperaba encontrarte en estas marchas ¿Cómo has estado tú?
—Bien acá, luchando junto a mi compañero, gracias —miró a Gigante— mira con quién me encontré —extendió sus brazos y manos hacia mí, como para presentarme.
Gigante, se acercó, me miró serio, me saludó de un apretón de manos y se devolvió con sus amigos. Milla puso los ojos blancos, y se dispuso a ir también.
—Espera, Milla ¿Tienes WhatsApp o aún te crees John Connor? —se río y me conmovió completamente su timbre, su tono, el rebote de sus tetas, su espasmo, su calidez, su delicia de persona.
—Sí, tengo, anota.
El grito informe y constante de la muchedumbre me daba fuerza. Las consignas del movimiento dirigidas contra todo político que pactó con el capital y el legado de la dictadura, se sentían como himnos a mi futura gesta, a mi reencuentro con mi destino, a la unión de dos fuerzas imparables dentro de mí que ya no se sentían como polos opuestos, sino dirigidos al mismo punto. La Milla y mi pasado, mi pasado ausente de revolución serían perdonados por mi constancia. Ella tenía que apreciar eso, lo presentía.
Me fui por calles laterales cercanas al cerro Santa Lucía, caminaba rápido pero tranquilo, me escondí en unos arbustos, me desnudé y me puse el overol y pasamontaña de lana. Salí dispuesto a todo. Cada piedrazo, cada grito, cada paso en dirección a la resistencia de la opresión del pueblo, era un paso hacia ti, y demostrarte que no soy un aparecido, que soy más que el Gigante; quiero demostrarte esa certeza, que puedes descansar en mi hombro y yo en el tuyo porque sabemos que al otro día seguiremos avanzando.
Cuando llegué a la primera línea, los jóvenes encapuchados eran repelidos con bombas lacrimógenas, con piquetes policiales, con descargas de zorrillos, con chorros potentes y asesinos de agua desde los guanacos. La policía está dispuesta a hacer correr la sangre del pueblo otra vez.
Pero no me importaba. Su cámara, ella anda ahí, registrando. Ella me fotografiará, estoy seguro. Recibiré un mensaje de ella, diciéndome: ‹‹¿Así que aun prefieres el pasamontaña y el jockey en vez de una polera? Te tomé unas fotos excelentes, obviamente, solo para nosotros››. Sentiré su lente en mis movimientos, su mirada atenta sobre nuestra revolución.
El piquete se refugiaba de los proyectiles detrás de su camión. Los encapuchados avanzábamos lentos e intermitentes. Varios miraban hacia atrás por si se venía una encerrona. Celebrábamos los proyectiles que daban en el blanco como si fueran goles del pueblo. Recogíamos a los caídos por el chorro de agua del guanaco. El Flaco, la flaca, el compadre, la comadre, la compañera y el compañero, se escuchaban a viva voz. Nunca nombres. Parecían expertos, curtidos por este mes de movilizaciones.
Era mi primera vez volviendo. Empecé tirando piedras a mi alcance. Casi como un deporte, tranquilo, seguro a la distancia, una rutina. Así la Milla no me fotografiaría. Decidí ir al paradero cercano al guanaco. Recogí algunas piedras, de gran tamaño. Subí la mochila al paradero. Le pedí a uno que me ayudara a subir haciéndome una escala con sus manos. Accedió de inmediato. Le señalé el lugar, por donde subiría, por donde estaba la mochila, detrás del cartel explicativo con las rutas del Transantiago.
Medité un poco antes de dar el salto sobre el paradero. Sé que puedes hacerlo. Sé que ella te reconocerá cómo tú la reconocerías a ella si estuvieran en lugares cambiados.
—Ya, ahora, que vienen más capuchas ¡Súbeme! —le grité a mi improvisado compañero.
El flaco me subió como si nada, tenía más fuerza de la que esperaba. Y me vi ahí, agazapado. Un salto de dos metros y podría estar arriba del guanaco. Me puse la mochila a un acostado. Y cuando vi que el chorro apuntaba hacia otro lado me levanté y corrí lo más fuerte que pude.
La Milla me tiene que estar viendo. Ella tiene que estar grabando esto. Es quizás la primera vez en la historia que un capucha… no, que un profe de historia, que un aparecido, hace esto. La adrenalina me impulsó, mis rodillas sonaron como dos zanahorias quebrándose cuando salté. Iba a romper a como dé lugar ese disparador.
<<… información de último minuto:
— Cuando el encapuchado saltó de un paradero al carro lanza aguas, de nuestra institución, el carro se movía y con el impulso de sí mismo más el movimiento del carro, se dio en el costado del vehículo cayendo con su hombro derecho y golpeándose el cráneo. Esa caída de Raimundo Arriagada fue la que le ocasionó la pérdida de visión
- ¿Y entonces a qué se deben las operaciones que encontraron marcas de perdigones en ambas cuencas de los ojos del señor Raimundo?
- Se deben a que justo estaban en el suelo cuando él cayó…››
—Apaga esa weá, Matías. Ese medio es facho —dijo Millaray.
—Bueno, pensé que te interesaba. Mal que mal fue tu ex —dijo él excusándose.
—Obvio que lo lamento, y por lo mismo, me da rabia. No sé porque andaba haciendo esas cosas, si nunca fue atlético. Ahora es otra víctima de los pacos.
—Y bueno, hay que seguir por él y por otros y por nosotros ¿o no?
—Sí, eso ni me lo preguntes. Tenemos que seguir dando cara.
El teléfono de Raimundo vibró. Lo sintió con su mano izquierda, la única que podía mover. Mientras yacía en el hospital, la oscuridad rodeaba su ser y la rodearía para siempre. Cuando se dio cuenta de esto otra vez gracias al celular, Raimundo lloró sintiendo el escozor de sus lágrimas. Quizás era un famoso etiquetándolo en una publicación de apoyo o un mensaje de texto de alguien que aún no sabía que ya nunca más volvería a ver.