Por Ricardo Salazar Saavedra
Ese día, cumplía exactamente 10 años. Los típicos cumpleaños de mi población, o mi barrio (como le gustaba a mi mamá decirle), comenzaban a las 18 horas. Yo ya estaba bañado, con ropa nueva de navidad, que había guardado para la ocasión, con gomina y pasado a colonia de guagua. Pero tremendamente feliz porque sería mi cumpleaños más bueno de todos.
Con una sonrisa tímida venían llegando mis amigos. Le entregaban el regalo a mi mamá o me lo pasaban a mí, que lo íbamos a guardar a mi pieza. Esperando a que llegaran más, jugábamos al paco-ladrón en el pasaje. Mientras yo jugaba y vigilaba a los presos, veía como mi mamá armaba los platos de cartón con dulces: negritas, sunnys, kilates, alfajores 303, un helado de sustancia o de invierno y muchos frugelés. Y entremedio de los platos, en la mesa, estaban las hallullas con paté, los suflés de papa y de queso, los chips pop, queques y muchas bebidas. Finalizando la mesa, mi madre puso los cascos.
—Oigan chiquillos —interrumpí el juego— ¿Vamos a ver la mesa? —dije con tono de mando porque era mi cumpleaños.
—¡Yaaa! —respondieron los 4 que jugábamos.
Entré primero para ver sus caras de sorpresa. Las guirnaldas, los globos y el mantel eran de los Power Rangers y cada plato a su lado, traía un casco hecho de cartón, con papel celofán de cada uno de colores. Pero solo había un casco verde.
—Este es mi casco —y me lo puse. Todos lo admiraron y me dijeron que estaba todo muy bacán— Y este es el casco del Nachito —le pasé el casco azul, ese del Power Rangers ñoño y gordo. Se rieron, pero el Nachito igual; entendió que era mi cumpleaños y se lo tomó con humor.
Poco a poco seguían llegando invitados. Mis tíos y mis tías. Mi abuela con mi papá, que la había ido a buscar. Mis primos y mis primas. Había también cascos amarillos y rosados. Sinceramente, nunca había ido a un cumpleaños tan lindo. Estábamos todos tan felices. Mientras llegaban y llegaban, bailábamos una y otra vez el ‹‹¡Congelados!›› de Cachureos.
‹‹No te quiero ni deciiir, lo que tengo preparao››. Todos saltando y moviendo la cabeza y los brazos para cualquier lado. ‹‹Es un juego divertidooo ¡Y se llama congalao!››. Quietos, inmóviles, callados.
—… —Y comenzaba otra vez. ‹‹Cuando diga esa palabraaa, tú te tienes que parar››. Y seguimos bailando. ‹‹Si te mueves solo un poco ¡Te tendrás que retirar!››
Y nos interrumpió la voz celestial de mi madre.
—¡Yaaa a sentarse, niños! ¡Está lista la leche! —y todos corrimos a la mesa, desesperados. Mis tres mejores amigos se sentaron alrededor mío.
Lo mejor era la leche de chocolate caliente. Siempre en los cumpleaños de la pobla se servían esos vasitos con monos, desde payasos hasta globos, y uno se quemaba la mano, así que tomaba servilletas. Pero no importaba. Consumir ese elixir era lo mejor de la vida.
De pronto al Nachito se le cayó la leche en la mesa y en sus piernas. Se puso a llorar, como siempre.
—¡Alegría, alegría! —gritó mi papá como es su tradición; tiempo después sabría valorar su sabiduría: cambiar de tema es mejor que hablar del mismo.
Vimos salir al Nachito de la mano de mi mamá en dirección al baño y en dos segundos, se escuchó el secador de pelo.
—Tan mamón que es el Nachito —me dijo el Mauri—. Se le cae un maní y se pone a llorar el maricón —el Pipe y yo reímos; tenía toda la razón.
Mientras hablábamos mis primos se engullían todo su plato y mi papá limpiaba con un estropajo todo el mantel de plástico, pegoteado a la mesa. A un primo chico se le salía el casco y mi papá lo ayudaba con el elástico. Luego entró el Nachito y el Mauri le hizo el gesto de llorar con los puños cerrados debajo de sus ojos. Reímos hacia adentro porque ya había llegado mi mamá. Y ella sí que reta.
En esa estábamos cuando entró la torta. Me la había hecho mi vecina. La había visto 100 veces en el día porque había abierto y cerrado 100 veces el refrigerador y ahora ahí estaba, en todo su esplendor. Era una torta de piña con crema, como las que me gustaba, y me la había hecho la mamá del Mauricio, mi vecino y mi mejor amigo. Era una torta con mostacilla verde, con líneas que marcaban el área penalti, la mitad de cancha, el punto del comienzo y tenía al medio a un jugador del Colo Colo, que claramente era yo cuando grande. La había visto 100 veces, pero quedé pasmado 100 veces más cuando la vi encendida de velas.
Nunca había estado tan feliz. El cumpleaños feliz resonaba en todo el living, los adultos, mis primos, mis amigos, todos me cantaban.
—¡Cumpleaaaañoos feeliz! —(Feliz, Feliz) agregaba el tío Guillermo, curado de vino como siempre—. ¡Te deseamos, a ti! (a ti, a ti) —¡Cumpleaaaañoos, Oscarciiiito! ¡Qué loos cuuumplas, feeeliz!
—Ya mi amor, pide los tres deseos —me dijo mi madre.
Todos se callaron, esperando que pidiera mis deseos, a excepción por uno u otro murmullo. Mi primo Javier dijo que quería ser elegido Power Ranger, que idiota. Así que pedí mis tres deseos en mi mente: quiero gustarle a la Carolina, quiero tener promedio siete y quiero que la piñata sea la mejor de todas. Y soplé con toda la fe.
Y los aplausos y gritos y chifleos resonaban por la casa y la población. Cuando mis primos grandes comenzaron a gritar que la muerda, mi madre me salvó y se llevó la torta. Así que todos hicieron la fila para saludarme de un abrazo, chasconearme o darme sus palmadas en la espalda.
—Oye de verdad muy bueno tu cumpleaños, Óscar, se pasaron —dijo el Pipe.
—Sí ¿Cómo la hicieron? —preguntó el Nachito.
—Tú mamá debe ser traficante ¿Cómo más? —dijo el Mauri.
—Cállate, mentira. Si mi mamá trabaja en Meiggs, en Estación Central, allá sale todo barato.
—Síí, claro —dijo el Mauri. Fingió sacar de debajo de la silla un pito (una servilleta enrollada) y se lo fumó. Todos se rieron.
—¡Ahora la piñata, niños! —interrumpió mi mamá. Me puse un poco nervioso.
Al tiempo que nos preparábamos para la piñata, salían los pedazos de torta de la cocina, pasándose desde el principio hasta el final de la mesa, donde estaba yo. No había visto la piñata hasta que entró mi papá con ella. Tenía la forma de nada, redonda y café, con vuelitos de papel celofán.
—Bien fea tu piñata, oye —me dijo el Mauri.
—Sí, parece caca, pero con rayado de coco —y se rieron los tres.
Pero recordé mi deseo ¿Tengo que creer en mis sueños? Y recordé mi deseo y visualicé los mejores dulces de mi vida, los mejores dulces del planeta. Así que agarré una polera, dije que me vendaran y me pasaron el palo de escoba.
—¡Aléjense porque tendrán la oportunidad de saborear los mejores dulces del planeta! —les dije a todos, pero en especial a la fuerza supra terrenal de los cumpleaños si es que existía. Deseé, deseé, con todas mis fuerzas, porque era lo único que podía dejar callado al Mauri y al Pipe.
Hice trampa y miré por debajo la ubicación de la piñata que colgaba mi papá en el techo, bien arriba. Cuando estaban ya todos listos, con sus bolsas para agarrar los dulces y a la distancia necesaria para esquivar mis palos si es que me equivocaba, me hice el que no sabía y fui para un lado nada que ver. Luego para el otro. Todos me gritaban la dirección. Así que me dirigí donde sabía que estaba, y le pegué a la piñata tan fuerte, que todos comenzaron a gritar.
Eran gritos de alegría, caían dulces que nunca habían visto. Alfajores argentinos, barras de maní brasileños, dulces con formas raras y letras chinas, queques con adornos tan hermosos que daba pena comérselos. Caían y caían. Las bolsas se llenaron en menos de 10 segundos. Ningún niño lloraba, porque a pesar de que a los más chicos les quitaron sus dulces, seguían cayendo. Las poleras que se usaron como bolsas improvisadas, le siguieron en coparse. Mis papás miraban extrañados. Mi tío Guillermo se acercó a la piñata, puso su cabeza debajo de la misma, e intentó mirar hacia dentro.
—¡Está… poseída! ¡Hay algo adentro! ¡Un demonio! —comenzó a tirar los dulces que se engullían todos mis amigos y primos —¡No coman, niños! ¡Escúpanlo!
Llegaron otros tíos y comenzaron a sacarlo a la fuerza. Mi papá se enojó.
—Puta hermano, siempre me haces pasar vergüenzas ¡Llévense a ese weón, a alcohólicos anónimos, por la chucha! —le gritó a mis tíos y sus cuñados.
Yo me había ido para la cocina a ver todo ese espectáculo. Los niños seguían comiendo y de pronto, desde la misma piñata que soltaba esos dulces hace ya dos minutos. Comienza a caer vino. Mi tío abrió la boca y comenzó a beber como de un grifo que le abrieron los mismos ángeles sobre su cabeza. Todos mis amigos y primos huyeron al jardín, limpiándose el vino o llorando porque fue una escena bien extraña. Por fin pudieron sacar a mi tío. En la cocina, mis tías sacaban la toalla nova y limpiaban a los niños.
El living vacío quedó y yo ahí. Salí y esquivé a todos que aún se limpiaban el vino. El Mauri y los otros jugaban a la escondida pelota en la esquina y las niñas, incluida la Carolina, al tombo. Ya nadie me miraba. Ya a nadie le importaba mi cumpleaños, todo por esa maldita piñata.
Agarré el palo de escoba. Me puse debajo de ella. Quería mirarla antes de destrozarla. Miré hacia arriba, fijamente, y dentro había unos ojos brillantes mirándome. Escuché voces, de mujeres, hombres y niños. No pude moverme. Cerré los ojos para concentrarme en moverme y de pronto, cuando los abrí, estaba colgando del techo.
Vi como yo mismo me descolgaba. Y me guardaban en el clóset. Desde ese momento vivo acá. A veces escucho que mi madre lo felicita por sacarse un 7 y por tener una amiga tan linda como la Carolina. Mi cuerpo de vez en cuando me saca y me habla y me muestra cosas. Hoy me dijo que de nuevo estábamos de cumpleaños. Dijo que le daba pena que yo no pudiera disfrutar de la marihuana, de la nueva música como el reggaetón y de tener sexo con la Carolina, en algunos años más, por supuesto. Pero que me quería, por darle su nuevo cuerpo. Me dijo que seríamos investigadores y que seguramente recibiríamos el nobel porque él ya sabía, de su propio mundo, cosas sobre cómo curar el cáncer y dejar de envejecer. Son tan pocas las veces que me saca, que a veces creo que son sueños y no sé si creerles. Yo solo me pregunto, todo el tiempo y todos los días ¿Cuánto tiempo se demora el cartón, en biodegradarse?