La niña madre

La esperaba en una plaza de tres árboles que más bien parecían arbustos. El poco pasto, impedía que me recostara a mirar las nubes con música en mis audífonos inestables, por lo que me vi obligado a quedarme de pie, subí todo el volumen para evadir las carreteras estridentes y los edificios de alrededor, lo que hacía algo más llevadera la espera. Me apoyé en un pilar del metro. Se me acercó una mano que mendigaba, hice un ademán de negativa, pero no logré distinguir de quién era, hasta que por una falla de mi auricular derecho escucho: “Niña, venga, deme un parche curita”. El hecho de que haya dicho niña me erizó la piel, me libre los oídos, la llamé para comprar un pañuelo que vendía a  doscientos pesos. Era una niña joven, cargaba un pañal en una bolsa junto con sus parches y pañuelos a la venta, convivían en su rostro unos cachetes ruborizados en medio de su tez blanca, ojos oscuros, mirada acuosa que la encontraba con su vista en alto, su nariz era redonda y una cabellera negra rizada tomada en cola como una corona. Alrededor de sus hombros una mochila que cargaba un pequeño bulto del que se veía una pequeña cabecita. Me estremecí. Les deseé que le fuera bien, se despidió y volví a mis audífonos escuchando algo de Redondos de ricota. 

Hasta que por fin llegó ella, mi estupenda novia del barrio alto, explicándome durante unos largos 15 minutos los motivos de su retraso que se debía al arreglo de su nuevo look más veraniego, y yo no podía más con lo que acaba de presenciar. Me detuve a sacar algunas fotografías del cielo raso que se extendía desde la pasarela de Teniente Cruz, junto a un monolito con dedicatoria inentendible enmohecido por el tiempo. Mientras era apurado por quién acababa de llegar tarde. No me importaba el tiempo. Todavía no me podía sacar de la cabeza a esa niña madre, se oscurecía el cielo y me quedé absorto mirando hacia la cordillera de la costa, pestañeaba rápido viendo los autos pasar a toda velocidad por la ruta 68, creía que sacaba mejores fotos así. Cuando me abrazó, me susurró cosas al oído y entremezclados nos quedamos mirando ese crepúsculo rosáceo, hasta que me comentó lo que rico sería tomar esa dirección para ver un atardecer en la costa de Reñaca. Quedé helado, la última vez que fuimos a ese balneario de ricos ella abortó en la clínica sin preguntarme mucho, pero no me arrepiento en haberla apoyado en esa decisión. En ese entonces estábamos empezando nuestra relación y estábamos entrando a nuestros primeros trabajos, aparte ella sostenía que no era como las pobres que necesitaban ser madres para sentirse realizadas.  No sé porque me llegó tan fuerte el recuerdo de esa frase, en particular esa sentencia que me hizo perder algo, al menos en ese entonces yo la veía convencida y no puse reparos porque me hacía sentido su opinión sobre nuestro futuro. Ahora no. Me soltó de improviso e interrumpió mi recuerdo con sus ganas de querer ir pronto a mi casa, le daba miedo el sector donde estábamos. Le comenté sobre la niña madre. Me parecía que en cualquier momento la volvería a ver. No me dijo nada. Ya no se veía.

Pololeabamos hace tres año y dos meses. Éste día no haríamos nada especial, solo pasar el tiempo juntos a solas. Caminando por la calle Milton Rossel le compartí un pañuelo luego de que estornudó, me agradeció acercándose a mí con sus labios en trompa, pero le corrí el rostro a su beso porque no se había limpiado bien, sonreímos. ¿sonreíamos?. La besé en la puerta de mi casa, mientras buscaba mis llaves me apuraba, le miré con firmeza y me vino una agitada emoción, sin saber porque me atacaron ganas de llorar, “te dejo” le dije secamente con un nudo en el cuello. “¡Qué!». Dijo espantada.  “Perdón, quise decir te quiero” Suspiramos e intenté decir algo más, pero nos interrumpieron mis padres, quienes se iban al campo. Saludándonos con entusiasmo nos pidieron que cuidáramos la casa, se iban con un tío que los esperaba hace unos largos minutos. Enfatizaron en lo peligroso que se había vuelto el barrio, que había pasado una niña por las casas vendiendo parches y pañuelos, les pregunté si les habían dado comida, pero nadie les quitaba la idea de que era de las que buscan casas vacías y avisar a los ladrones de verano. Se fijaron en sus hombros les comenté, sonrieron sin atender mi observación y prefirieron lanzar loas a la belleza de mi novia con un afecto efusivo como quién se va de vacaciones. Se marcharon, esperé alguna reacción de ella en relación a lo que acababa de escuchar, pero no hizo más que ir hacia el refrigerador, me pidió que le guardara algo en el congelador porque ella estaba resfriada, abrí de mala gana la puerta cuando me llegó un escalofrío repentino y ese frío fue una respuesta para mí. ¿Cómo se llamará el niño? o ¿era niña?

Mi novia odiaba mi gusto por el rock. Me encontraba anticuado, por no decir fome, insistía que ese estilo muy marcado por los coros magnánimos y las guitarras en riff alguna vez me dejarían con cuello ortopédico. Yo chamullaba algo en la guitarra porque le quería cantar, pero no me dejó. Luego de bajar la amplificación de mi parlante, me pidió un lugar para dejar sus panes integrales y sus batidos que se tomaría durante la mañana. Volví a abrir el refrigerador y tapé uno de sus batidos con un pañuelo. Me pidió una pesa porque no había ido al gimnasio, no podía perder el ritmo, se le notaba emocionada por sus logros físicos gracias al entrenamiento diario, la vida sana y la dieta. Guardé la guitarra después de cantar, más bien tararear «El reencuentro» de Martin Seves. Me preguntó si se le notaba el medio kilo menos y dije, inexpresivo que se veía hermosa, que su figura imitaba cada día más unas dunas de arena. Hicimos el amor. Al cenar me preguntó porque estaba tan ensimismado, como con la cabeza en otro lado y volví a llorar, pensé decirle que era por que quería ser padre y no con ella, que quería adoptar un niño de la calle, pero le mentí inventando que se debe a una depresión estacional, bajo esa excusa me limpié los ojos diciendo que ya estaba bien. Ella fue por una ducha y un batido. A mi cada vez me quedaban menos pañuelos.

A la mañana siguiente insistió en saber que me sucedía porque no me veía tranquilo, me preguntó si había llorado de nuevo, le dije que si en la ducha. Me pidió honestidad porque se confundía, porque creía que había estado con otra y me había dado un arrepentimiento, cuando le negué con la cabeza me afirmó que no podía llorar sin sentido. “No lo sé” atiné a responder, que le era franco, no tenía la menor idea. Me tomó del brazo. Para zafar, le dije que se trataba de mis padres, debí acompañarlos al campo ahora que tengo tiempo, me sentía un ingrato con tíos y abuelos, pero que al final prefería quedarme con ella. Le provoqué una confusión emocional que no duró mucho, le bastó con tomar su celular y colgó una foto de ambos bajo el lema del amor y corazones de sobra. Me pregunté que si la niña madre tuviera Instagram, qué fotos subiría.

Jugué con mi perro que estaba particularmente fundido por cariño, mientras ella hacía yoga. Llamaron a la puerta y salí corriendo como si esperara a alguien, no era más que un camión de la basura. En eso suena el teléfono, me llaman desde el campo diciendo que mis padres llegaron bien, que no llamaron en la noche porque era demasiado tarde. Les dije que quería irme con ellos, hace años que no estábamos por esos lados que me recordaban la infancia. Al escucharme mi polola se espantó tanto que luego de una larga conversación concluímos que de verdad necesitábamos un tiempo. Le asentí, mientras se alistaba para irse recibía mensajes ininterrumpidos con panoramas en piscinas o casas mucho más divertidas que la mía, lloró y me pidió los pañuelos. No quise dárselos, le dije que quizás en las afueras del metro podría comprar uno. Era tan absurdo que casi forcejeamos por esa miserable pañuelo envuelto en un plástico. Pero para mi significaba una interacción que me había estremecido para siempre. La acompañé al metro. Al llegar no había nadie, busqué en los alrededores con mi precaria vista. Finalmente le pase los míos, los de esa niña madre y nos despedimos con un abrazo de minuto y medio. 

 

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