Júlia Lopes de Almeida. Nacida en Río de Janeiro (1862-1934). Fue una escritora, periodista, feminista, ambientalista, abolicionista entre muchas otras labores. Mujer ampliamente reconocida por su obra de carácter social que denunciaba las injusticias de los más desposeídos y de la vida y rol que tenía la mujer a finales del siglo XIX y principios del XX. Autora prácticamente desconocida en el mundo de habla hispana. Como revista consideramos que es necesario darla a conocer, con una selección de textos ensayísticos y crónicas de su libro Las Doñas y las doncellas. Traducción de Sebastián Novajas. Denominando a esta entrega de textos: Proyecto Júlia Lopes de Almeida. Esperamos como revista que esta selección sea del agrado de quienes decidan a animarse a leerlos.
EL ARTE DE ENVEJECER
No somos solo nosotras, mis amigas, que vemos con terror brillar por entre nuestras mechas castañas, rubias o negras, el primer hilo de cabello blanco. Las dolorosas aprensiones de ese momento nos eran solo atribuidas a nosotras, como si no naciéramos más que para la juventud y el amor.
El hombre avergonzado, y con recelo de confesarse vanidoso, sin percibir tal vez que la primera denuncia de la vejez tiene para nosotras amargura más sutil que la del simple miedo de volvernos más feas, tuve siempre para nuestra decepción una sonrisa de inclemente ironía.
Poetas y cuentistas, nos valen ellos, ¡y que Dios les prolongue la estirpe! Adornaran de rimas y periodos suaves el dolor de ese momento sagrado, en que nuestras esperanzas cierran las alas, repentinamente marchitas, y la luz de nuestros sueños se desvanece…
Pero ellos adivinaran la delicadeza de nuestro sentimiento, no nos contaron la especie del suyo, al ver la luz pálida y fina de un hilo plateado vivo por entre las olas negras de la cabellera, o las puntas castañas del bigote.
Pensábamos que las primeras señales de que estamos en el otoño de la vida, que son para las mujeres los más terribles, no los alarmasen a ellos, siempre borrachos en tan grandes ideales, que no tuviesen que vagar para percibir la ruina del propio cuerpo. Nos equivocamos; el hombre es también sensible como nosotras, las aprensiones que a primera vista el cabello blanco sugiere.
¡Un hilo de cabello, nada hay más frágil, no más quebradizo ni más leve, y mientras se ve que el mundo de sensaciones él sostiene y arrastra! ¡Hasta aquí, eran solo las nuestras, supongamos, pero ahora sabemos que son las de toda la gente!
Tengo ante los ojos una página del arte de envejecer que me parece haber sido escrita delante de un espejo pérfido. Esa página suave y bien hecha analiza esa hora delicada y de difícil interpretación, en que hay en todos el mismo estremecimiento de miedo, y el mismo entender que no volverá jamás la juventud.
¡La juventud! A los cuarenta años todavía lo sentimos cerca, aspiramos el aroma, como que sentimos el halito caliente; ya ella nos dejó, ya ella se fue, y todavía recrudece en nosotras, mujeres, toda la intensidad viva de su exuberancia; hay más calor en nuestro pecho, más ardor en nuestra pasión, más firmeza en nuestra voluntad. Y en ese instante de supremo regocijo que un insignificante hilo de cabello blanco nos viene a recordar que el bien que gozamos, tan conscientemente como lo gozado hasta entonces con indiferencia… ¡ha de acabar!
Supuse, no sé porque, a la fuerza de oír decir, tal vez, que esa hora para los hombres llegase más tarde. Veo que no. Siempre es consolador tener buenos compañeros en la desgracia.
En el arte de envejecer, tema delicioso y que el autor podría desarrollar en un volumen grueso, hay una pincelada preciosa y leve en la referencia a la manera porque sabemos disfrazar los estragos impiadosos del tiempo… Lo que las palabras no dicen, pero la insinuación apunta, es que ese medio es el maquillaje, el artificio, el auxilio de los colores sabiamente combinados, la discreción de los velos y el efecto artístico del peinado.
Saber arreglar la fisionomía, darle apariencia agradable, volverla bonita cuanto sea posible, es la más común de las preocupaciones femeninas, para que no la confesemos.
Todavía, hay una revelación que hacer: es que raramente se pone aquí al servicio de ese cuidado o uso de las tintas, de las pomadas y de los barnices.
A no ser la inglesa, protegida por un clima que le aterciopela la piel, no conozco a mejor mujer que recurra a los engaños del tocador que la brasileña.
El polvo de arroz, contra el cual antiguamente algunos padres de familia se rebelaban, es el único auxilio del que podemos sacar provecho, pero todavía como un complemento del tocador, que el uso se vuelva indispensable, que incluso como un elemento de coquetería.
El polvo de arroz no solo atenúa el brillo de la piel, ahogada por una temperatura casi siempre alta, como también suaviza, refresca y aromatiza.
Positivamente, fue adoptado por esto: no solo embellece como se sabe.
De tal modo esto es verdad, que nadie lo oculta, como a un factor misterioso de hermosura, que se quisiese guardar de incognito; al contrario, le damos cajas llamativas de cristal tallado donde la luz incide en refracciones irisadas.
La vejez material, grosera, todavía no merece de la mayor y mejor parte de las mujeres brasileñas el sacrificio inútil de la máscara confeccionada en secciones largas, con pincelitos, gamuza, oleos, tintas y esmaltes.
Pero el arte de envejecer no tuvo por objetivo el arte de no parecer viejo; pero sí de padecer con resignada calma los matices del cambio. Eso depende, además de la voluntad, de las circunstancias de cada uno.
La felicidad está en envejecer sin arte, con otras preocupaciones más elevadas y menos egoístas.
Desde los primeros años de escuela que los maestros se esfuerzan por hacer comprender a los niños que la belleza, siendo transitoria, vale menos que la bondad, y que…
No sabemos en qué convertirnos.
Cuando solo supimos ser hermosas.
El esfuerzo para la perfección material es siempre inútil, y para el perfeccionamiento moral siempre bien coronado.
El arte de envejecer es la de ejercitar el alma en las dulces practicas del beneficio y saber derramar en torno a si, incluso a la última hora de conciencia, la sombra que alivia o el calor que reanima.