LOS BESOS
Hablan los señores médicos contra los besos, condenándolos como transmisores de microbios asesinos. Miserias de la sangre o terribles enfermedades incubadas pasan invisibles y pérfidamente de una para otra criatura, en el más rápido o sutil de los ósculos.
—¡No se besen! es una de las formulas modernas de los higienistas; nos queda dudar que ellos, para ejemplo, se sometan a esas leyes de equivalencia que pregonan… Porque, en verdad, quien habrá por todo este mundo vasto, por más marchitos que tengan los labios o por más seca que tenga el alma, que no sienta florecer en el pecho, con mayor o menor vicio, el deseo imperioso de unir su boca a la otra boca amada o de refrescar el rostro de satén de un niño.
Chispas de las llamaradas en que nos consumimos, los besos crepitaron por todo el largo rostro de la tierra, aunque la ciencia contra ellos asesta la ducha helada de sus decretos prohibitivos.
No hay en la lengua humana palabra que, como el beso, exprima, por más silencioso que él sea, la ternura y el amor.
¡La boca de un mudo dice todo cuanto hay de más elevado y de más vehemente, cuando besa; en el beso está el único triunfo de su alma encarcelada!
Bien predica Frei Thomaz… ¡No se besen! dentro del beso, como dentro cáliz de una flor de aroma embriagador, está muchas veces escondido el veneno que nos lleva al último sueño. Cuidado… Cuando tales palabras escriben, esos señores que solo miran para la vida a través de los lentes de los microscopios, deberán sentir en sí mismo el rugido de la naturaleza ofendida a clamar contra esa impiadosa verdad de la ciencia.
¡La vista sin besos! La vida sin besos es como un jardín sin flores, un huerto sin frutos, o (que se resbale todavía más esta vieja comparación) un desierto sin oasis. No valdría la pena prolongar la existencia a costa del tamaño sacrificio. Por así entender es que la humanidad hace y hará siempre oídos sordos a la teoría de la supresión del beso. Para ella, él no es tal vehículo del veneno, la amenaza constante de los fantasmas terroríficos de enfermedades asquerosas y tristes, cosa desvirtuada y maléfica, pero sí, y por todos los siglos de los siglos, lo que de él dice un poeta, mi amigo:
‹‹… el cuidado de la amistad
¡Y del amor! Él solo nos da felicidad.
Dos corazones que el tedio o el cansancio importune,
Solo un beso de amor los levanta y reúne.
El beso es vista, el beso es luz, el beso es gloria
Observa bien: veréis que el beso es toda la historia
De la humanidad. Fue el beso primitivo
Que en la tierra el primer hombre volvió cautivo
De la primera mujer; después, ardiente o blando
Vio el beso de amor las perpetuando,
Uniendo generaciones a generaciones, y uniendo
El pasado al futuro insondable e infinito
Todo que pueda haber de divino en la tierra››.
No es solo el beso perpetuador de las razas que derrama en el alma el destello místico de la felicidad. ¡Cuando una madre besa a un hijo, como que siente o su corazón mayor que el mundo y más victorioso que todos los himnos del universo! ¿Sabrá alguien de cosas más dulce ni más pura, que el beso de la amistad?
Infelizmente, ni todos los besos son:
‹‹¡Todo lo que pueda haber de divino en la tierra!››
Como dice el poeta.
Es que Filinto de Almeida desconoce el horror de los besos convencionales, que solo los labios femeninos cambian entre sí.
Para esos el rigor de las leyes científicas debería bien aceptado… Que se besen dos amigas que se estiman, sí. Que, por un gesto de simpatía, una mujer bese a otra en un primer día de encuentro, como un pacto de futura amistad, sí. Pero, que, sin espontaneidad de afecto o sin vieja estima, solo por cortesía y obediencia al hábito, dos criaturas indiferentes, y que a veces incluso se desestiman, intercambian besitos cada vez que se encuentra… ¡por Dios, ni es decente ni agradable!
Por más que la gente quiera evitar, no puede, sin incurrir en falta grave, rehuirse al impulso con que ciertas demás atraen a las otras para el cumplimiento del placer. ¡Que desastre, a veces, en ese movimiento! Solapas de sombrero que se chocan, velos que se arrugan, cuerpos que se contradicen, y en fin: un sombrero torcido, una cara babosa, y en lo íntimo unos resabios de miel avinagrados.
La gracia extraña de esa insistencia está muchas veces en que la señora que muestra a la otra el estirón para el beso, le da un beso en la mejilla, rostro en que no es raro que revienten espinillas y casi siempre el maquillase se corre.
Y no hay resistencia capaz de librar una criatura de tales asaltos; quiera o no quiera, ella ha de besar y ha de ser besada en plena calle, en plena luz, por personas a quien no le une ningún lazo de afecto, o incluso de simpatía muy fuerte.
Sé que me tiró para dentro de una casa de avispas hablando así; poco importa.
Por lo demás, esta impresión no es solo mía. Ninguna mujer dejara de sentir revolverse en su corazón un sentimiento de desagrado, al unir su boca a otra boca de que haya salido por suerte epigramas que la hieran o indirectas que la molesten.
El beso es una cosa muy noble para ser malgastado así, sin significación, en encuentros azarosos, en cualquier esquina de calle…
Para que él sea suave y dulce, debe ser dado con la consciencia de la amistad; de lo contrario, cuando no es perverso, es ridículo.
No se diga que fue nuestra índole tierna y expansiva que inventó tal costumbre; él fue importado, pero creo que ya cayó en desuso en las tierras de que provengo. Por lo menos, las extranjeras no se besan entre sí con tamaña efusión.
Ellas desconfían, tal vez, de que pierdan el valor los besos de una criatura que los dispensa a toda la gente, y por eso los gastan en familia y en algunos más… Aquí, al contrario, el furor del beso ha aumentado; toda la gente se juzga con derecho a él y lo reclama en un gesto imperioso que no admite rechazo…
En resumen, mi opinión en este asunto melindroso y terrible es esta: no comprendo la vida sin el beso, como no comprendo el beso sin el afecto.
Como, mientras hubo mundo, ha de haber amor, el beso triunfara de todas las persecuciones que le hicieron los señores bacteriólogos.
Ellos mismos, después de horas y horas pasadas en el interior de sus oficinas y de sus laboratorios, al levantar los ojos, cansados de las páginas de los libros o de los lentes de los microscopios, sentirán para refrigerio de sus almas atontadas por el vértice de tantas miserias humanas, el deseo suavizado en un beso, en que sus labios impuros de hombre encuentren la fresca inocencia del rostro de un niño… Y estoy segura de que apresuraran los pasos, para ir a besar en casa a los hijos pequeños…
Traducción: Sebastián Novajas