NAVIDAD BRASILEÑA
En este quebranto de usos y tradiciones, pocas personas encuentran todavía encanto en seguir costumbres de abuelos que se fueron hace mucho tiempo, y de quien las calaveras, allá en el fondo de las tumbas, ya no guardan ni resquicios de piel.
Nuestra vida agitada necesita de un esfuerzo para rememorar las diversiones antiguas, y no es señal por condescendencia que mucha gente hizo horas para ir a la misa del gallo o que abandona el espectáculo por la cena en casa, obligada a ciertos platos que el desuso volvió para muchos paladares simplemente abominables.
Noches calurosas, maravillosas noches de verano, bañadas por la luna, impregnadas del aroma de magnolias y del maguito, invitando, por cierto, mucho más a los paseos por los alrededores de la ciudad, oyendo cigarras y violas de serenatas, de las que cerramos en una sala, en frente de un plato de sopa humeante, entre los globos de gas a toda luz y una tolla blanca donde la loza brille con su lucimiento de esmalte.
En estas fiestas las madres son dulces, porque llaman para su redil las ovejas sueltas por diversos puntos de la ciudad. En estos días, como que se oyen las campanadas de campanas de oro que a cada repique dicen así:
—¡Viene para casa! ¡Viene para casa! ¡Es aquí que te aman!
Y las ovejas paran, escuchan, tuercen el camino y vuelven para el rebaño de donde había partido.
La amante que espera, piensan las muchachas; que se retuercen de rabia viéndose como la preferida. Es necesario también contestar a la madre, que sonríe acudiendo a todo y a todos con la misma paciencia de hace treinta años, cuando los hijos eran pequeños y no sabían nada de la vida que igualase a su compañía.
¡Buena madre!, le dicen ellas ahora, perdona nuestros desvaríos de muchachas. Nosotras estamos acá en tu regazo, mirando hacia tu rostro, besando a nuestras hermanas.
¡Y la madre va y vienen, con los labios risueños y los ojos brillantes. Y si no del oro de la casa, cuyas campanadas se oyen a lo lejos, bien ella lo sabe, es su corazón angustiado, pisado de sufrimientos, de dudas, de nostalgias, pero que todo todavía florece de esperanzas, porque es de madre.
¡Fiestas familiares, son peregrinas bondadosas y dementes para los viejos!
Sí, es por condescendencia que mucha gente deja la velada a la intemperie por la cena casera, en que se comen cosas suculentas, se oyen vals a martillazos al piano, o se conservan asuntos anticuados.
En el campo es que estas fiestas de navidad y del año nuevo tienen un color más brasileño. Aquí en la ciudad la hacemos siguiendo las costumbres portuguesas. El frío de la navidad europea empuja a las familias para el interior de sus casas, para el calor de los fogones y de las cenas humeantes. ¡Nuestra navidad es tan diversa! En vez de nieve tenemos el sol; en vez de los ventarrones, que obliga a las pobres criaturas a ir para la iglesia envueltos en abrigos, salpicados de barro y de lluvia. Tenemos noches estrelladas. Olorosas, en que mujeres y muchachos van a la media noche a oír misa del gallo, con estrellas palpitantes y coloridas. En el campo es así. Los niños comen al aire libre piñones cocidos y hace alboroto que alegra. Las mujeres bailan en el terreno con las parejas, y los viejos, sentados bajo el pórtico, cuentan anécdotas, rememoran visitas a pesebres antiguos, hasta que la campanada los llame y partan todos a los pesebres, para la capilla suya tan conocida, tan amada.
Si fuese posible deberíamos inventar fiestas adecuadas a nuestro clima, establecerlas, fijarlas, hacerlas nuestras.
Las costumbres europeas no pueden, en absoluto, ser reproducidas aquí. Hay en Brasil climas más fríos que en algunos países de Europa, en el alto Paraná el hielo quiebra las ramas de los árboles y el aldeano tirita labrando la tierra. ¡Pero de que vale eso, si las estaciones están cambiadas y nuestra navidad se desarrolla en pleno verano! ¡Nuestra navidad! Bien que él necesita de otro emblema. El viejo de largas barbas blancas nariz color frutilla madura, abrigo grueso peludo y gorro de piel, es hijo de las tierras nevadas, cortadas por los aullidos del viento, tan cruel para los pobres. En nuestra navidad es joven, risueño, y caritativo; que alberga a los sin techo, y los niños pequeños desnudos no le temen, porque él las alcanza con su aliento oloroso y las cubre con su luz cálida y dorada.
Traducción: Sebastián Novajas