Proyeto Julia Lópes de Almeida 8

 

ARTE CULINARIO

 

Para saber comer, es necesario no tener hambre. Quien tiene hambre no saborearía, sino tragaría. Ahora, desde que el mugriento oficio de temperar sartenes se adornó con el nombre de arte culinario, tenemos una cierta obligación de cortesía para con él. Y concordemos que es un arte prodigo y fértil. Cada día surge un platito nuevo con mil composiciones extravagantes, que espantan los paladares pobres y deleitan a los cocineros de raza. Se dan nombres literarios, designaciones delicadas, buscando con esfuerzo para combinar con peculiaridad de la exquisitez. Las sazones banales, de las viejas cocinas burguesas, se van perdiendo en la sombra de los tiempos. Hablar de ajos, salsa, vinagre, cebolla verde, hortalizas o cilantro, eriza la peluda epidermis de los maestros de las cocinas actuales. Ahora en todas las despensas deben brillar rótulos extranjeros de conservas asesinas, y alcaparras, truchas, manteca danesa (el tocino paso a ser infame), vino Madeira para la sazón del filete, en fin, todo lo que haya comprobado, es oloroso… ¡es caro!

Las exigencias crecen, nos amenazan y, sin paradoja, somos comidos por lo que comemos. Esto viene a propósito de una exposición de arte culinario que se hizo, hace poco tiempo, en París. ¡Imaginen aquello como debe ser: encantador y apetitoso!

Quien ya vino a las vitrinas de los embutidos, de las queserías, de las confiterías, etc., y que sabe con cuanto mimo y elegancia son expuestos los quesos, las tripas y los patees, entre ramilletes de linaza y adorables cajones de papeles de sea bien combinados, crespos y suaves como plumas, imagina que novedades graciosas si se juntaran en el Palacio Industrial.

Naturalmente, cada expositor es un arquitecto y un artista en la combinación de los colores. Se hacen castillos de bizcochos, torres ingeniosas de chocolate, de crema, de frutillas, donde tiemblan, en cristalizaciones policromadas, las gelatinas de frutas o de aves, reflejando luces entre lacitos de pita y flores frescas, porque el francés tiene la preocupación gentilísima de deleitar siempre los ojos ajenos.

¡Manía avergonzada!

Lo que yo invento no son truchas, ni los champiñones, ni su foie-gras, porque todo eso lo tenemos aquí y muchas cosas más que ellos allá desconocen. Lo que yo invento es aquella facilidad, aquella gracia de las exposiciones que se suceden y se multiplican y que no pueden dejar de ser útiles, porque abren la curiosidad y enseñan mucho.

La cocina francesa se tiende a entrometer en todas partes.

Inglaterra le opone mucha resistencia con sus papas cocidas y jamón crudo; pero la nuestra, por ejemplo, está muy modificado por ella. Mientras, tenemos platos característicos, solo nuestros y que yo temo en encontrar deliciosos. Infelizmente les falta lo elegante, el lado de donde se pueda atar la tal pitita o collar el ramillete de violetas del invierno o del molde de la primavera. El poroto negro con el respectivo y funesto acompañamiento no se presta por cierto para la coquetería de un adorno mimoso, pero ni por eso deja de ser de primera línea. Después tenemos los platos bahianos, el famoso vatapá y otros, calientes y lujuriosos, y el churrasco del Río Grande, y el cuscús de S. Paulo, y tantos que yo ignoro y que aparecen, demuestran, por así decir, las tendencias, el temperamento del pueblo.

¿Un país como Brasil tan vasto y variado no tendría proporciones más curiosas para realizar una exposición en este género?

Solo de frutas, que, tratándose de la mesa, tiene todo el lugar, y de docenas… Imaginen: ¡haríamos una figuración! Generalmente se calumnian las frutas brasileñas y me parece tiempo de irnos dando cuenta la merecida importancia. No hay ningún brasileño que conozca todas las frutas de su país. El europeo nos desdeña en ese sentido; se olvida de que, en muchos lugares del Paraná, Minas y Río Grande, se desarrollan peras magnificas, damascos, cerezas, nueces, etc. ¿Y las frutas y las hortalizas indígenas? ¡Innumerables! Lo que falta a nuestra glotonería es poder agruparlas, poder escoger, en la misma tierra, estas o aquellas, y eso solo se podría hacer si hubo aquí, algún día, como ahora en París, quien dé importancia a la mesa, y busque, por medio de exposiciones, facilitar ese ramo del comercio, educar al pueblo, y darle un elemento nuevo de placer y de salud.

La exposición parisense tiene todavía hilo, y es su principal recomendación y la más elevada —es de enseñar, por medio del ejemplo, a cocinar bien. Uno de sus rincones es ocupado por M. Charles Driessens, que, según leo, lucha hace diez años con desesperada energía para a hacer entrar el aprendizaje de la cocina en el programa del Estado. Este tal M. Driessens tiene varias escuelas de cocina, y allí trabajan unas cincuentas discípulas, mostrando a toda la gente como se debe hacer una crema, extender una masa, sazonar una ensalada, asar un bife o decorar unas patas de cordero con pepas y rosetas.

Las señoras no nacerán para hablar de camarones, carne o palmito, en público; pero, señores románticos, recuerden que no siempre nos bastan los brillos de las estrellas ni el murmullo de las olas para conversar con las amigas.

 

Traducción: Sebastián Novajas 

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