UNA PARRA, UNA HIGUERA, HUMO Y UNA MADRE MUERTA por Sofía Troncoso

Créditos: Sofía Troncoso

 

Dudar si estás muerta o no mirándote con el uniforme del colegio puesto en el marco de la puerta. No estaba segura de que me escuchabas: muerta, casi muerta, o viva como nunca. De todas formas, estoy convencida que el mal nunca muere, y solamente muta en distintas formas. Se ramifica en plagas que arman hojas. Aparece en papeleos, disculpas que te tengo que ayudar a formular. Llegan nueve meses tarde.

 

Nadie entendía la desesperación inicialmente. Ambas ramas de nuestro árbol genealógico putrefactas, y sin ser mesías, en una pasaba hambre y en la otra me derivaban a doctores porque mi cuerpo tenía algo arruinado. Me tomaban la mano cuando agarraba la tijera de podar que pretendía usar para sacar la plaga del árbol. Las raíces me entrampaban. Me avergonzaban, me culpaban, incluso pretendían que me odiaban con ese vicio que solo las mujeres pueden tener, porque son capaces de hacerte una casa y de destruir la tuya. Intenté decirte, vez tras vez, que más que madre eras un fuego destructivo en el Amazonas. Todo lo que era vida aniquilada por la poca vida en ti. Te lo dije, en clave de ruego, y aunque cada vez era más difícil, la apatía era la misma. Podías estar muerta mientras te lo decía – es lo único plausible. Ver la muerte, ver la destrucción, ver el fuego y el control que querías tener con la falda tableada, el chaleco gris, en la prisión de una habitación sin aire, me alejó de la tribu. Cuando volví solamente había cenizas. De las cenizas me alzaba siempre, para mi desgracia, porque no quería seguir quemándome para mantenerte tibia.

 

He sido la madre de cada hijo de puta que me he encontrado, menos de mí, y ni siquiera tengo hijos. He ayudado a dar el medicamento del enfermo, a buscar a la niña que se siente mal a su casa, a cumplir la cuota de bondad que te haría ser considerada para entrar al cielo – o al infierno – de lo que una es más allá de la maternidad. He sido la madre de cada hijo de puta que me he encontrado, y nadie toma contabiliza esas cosas, menos yo, porque no me importa sacrificar todo si puedo crear un mejor futuro más allá de mí. Supongo que es por eso por lo que cuido tanto de quién era yo: una niña, en uniforme, que también quería morir. Cuando te dije eso, de que quería morir, siempre quise, debes haber estado muerta porque no hubo reacción. Esos recuerdos en mí no existen: solo tú, luces apagadas, y nadie más. El segundo plano entre el pasillo iluminado y la habitación oscura. El mundo en que vives no es el mismo que los otros, pero es suficientemente grande para ambas. Me dijiste que nunca me habías peleado. Tuve que respirar. Te dije: solamente tú puedes darte cuenta de eso.

 

No estoy aquí para explotarlo todo, yo no quemo selvas, ni bosques, ni personas. Estoy tratando de arreglar las cosas lo más rápido que pueda, incluso aquellas que estaban antes que nací. No estoy aquí para conformarme, estoy aquí posiblemente para ser el hoyo de la tormenta. Mover la posición de ti, de tu hija, de tus familiares intactos desde hace décadas, desde antes que nací. Purgar el veneno. Callarlas cuando puedo mostrarles como su comportamiento es idéntico al de la pareja tóxica que dejaron. Purgar mi veneno, también. Decidir que moría en la batalla de esta poda, o en la gloria. Nunca en una cama hecha y manchada de dudas.

 

Nunca te estabas muriendo, creo. A mí me intentaste dejar media muerta. No podía dormir y alucinaba. No podía caminar y lloraba. Me agarrabas de la garganta como ave rapaz cuando me escribías, porque algo en ti, conmigo, no iba a tu manera. A nadie le dijiste que tengo una carpeta más gruesa que cualquier diccionario versión extendida llena de boletas médicas, todas por estrés. Dejé de caminar, aluciné por insomnio, en las pesadillas vivías tú, me enfermé de cuanta manera mi cuerpo pudo decirme que una persona no puede hacer tanto en mí. No quise dejar mi cuerpo como recuerdo de sacrificio innecesario. Alguien me dijo que nunca más me vuelva a callar y eso hice. Me dejaste casi muerta. Debería estar jodidamente loca a estas alturas.  Sacrifiqué todo para tener una vida a la que llamar mía. Rearmar toda la seguridad de un árbol que no da sombra. Lo hice a mi manera.

 

No voy a descansar hasta seguir haciendo las cosas a mi manera porque esa niña, en uniforme, tratando de abrir una puerta, está en muchos lados. Ella no debe entrar a cuidar. Ella debe ir a disfrutar los frutos de un árbol sin mosquitas muertas que escuchan lo que quieren. Quizá tú, madre, no pienses en las cosas que yo pienso. Para mí fueron una memoria formativa, y para ti un martes. Toda mi vida fueron martes tras martes para ti. Cambio la narrativa familiar, sea cual sea el costo. Dejar de ser madre de cada hijo de puta que conozco, incluso de ti. Ese ambiente hostil que llevas no me pasa ni me toca, porque nadie más va a estar sin higuera o parra en la cual poder yacer debajo, sin el miedo que me consumía, porque la ternura la aprendí por primera vez lejos de ti, y no encuentro mejor fortaleza que ella. Voy a cortar el mal que mute entre cada hoja llena de insectos que devoran sin devolver. Está en mi poder ser el enlace generacional de tener un rol en aquellos que lograsen escuchar los gritos de dolor: muertos, casi muertos, o vivos sin duda.

 

Ya no tengo el uniforme del colegio. Sé que el umbral de la puerta me deja decidir entre temer o estar a salvo. Sentarme bajo mi propio árbol, con su sombra y su luz, y algún día empezar a disfrutar el gran objeto que guarda mi corazón: vivir en las maneras más alejadas de las tuyas, y que me escuches o no, yo sea más fuerte que una campana, y ante esa ignorancia y resistencia, recoger mi lápiz, escribir mi manera desde el infierno al aire puro. Ahogar con honestidad como me ahogaba con el humo. Hay tantas cenizas madre, tantas cenizas. Mi voz las atraviesa, sigas muerta o no.

 

Sofía Troncoso. 24 años, sujeta en tránsito. Fue ponente de la Universidad Católica y de la Universidad de Chile dos veces, publicada en la revista de escritura creativa de la NYU, entre otras, de escrituras confesionales y aprendizajes constantes. Escribe como si se le acabara el tiempo.

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