Traducción: Sebastián Novajas
Érase una vez un tonelero y demagogo, llamado Bernardino, el cual en cosmografía profesaba la opinión de que este mundo es un inmenso tonel de mermelada, y en política pedía el trono para la multitud. Con el fin de subirse allí, tomo un palo, concitó los ánimos y derribó al rey; pero, entrando en el palacio, vencedor y aclamado, vio que el trono solo era para una persona, y cortó la dificultad sentándose.
―Sobre mí, clamó él, podéis ver la multitud coronada. Yo soy ustedes, ustedes son yo.
El primer acto del nuevo rey fue abolir la tonelería, indemnizando a los toneleros, prestos a derrocarlo, con el título de Magníficos. El segundo fue declarar que, para mayor lustre de la persona y del cargo, pasaba a llamarse, en vez de Bernardino, a Bernardo. Particularmente encomendó una genealogía a un gran doctor de esas materias, que en poco más de una hora lo entroncó a un tal o cual general romano del siglo IV, Bernardus Tanoarius ―nombre que dio lugar a la controversia que todavía dura―, queriendo unos que el rey Bernardo hubiese sido tonelero, y otros que esto no pase de una confusión deplorable con el nombre del fundador de la familia. Ya vimos que esta segunda opinión es la única verdadera.
Como era calvo desde la juventud, decretó Bernardo que todos sus súbditos fuesen igualmente calvos, o por naturaleza o por navaja, y fundó ese acto en una razón de orden político, a saber, que la unidad moral del Estado pedía el cumplimiento exterior de las cabezas. Otro acto en que reveló igual sabiduría, fue que ordenó que todos los zapatos del pie izquierdo tuviesen un pequeño tajo en el lugar correspondiente al dedo chico, dando así a los súbditos la oportunidad que se parecieran a él, que padecía de un callo. El uso de los lentes en todo el reino no se explica de otro modo, sino por una oftalmia que afligió a Bernardo, en el segundo año de reinado. La enfermedad se llevó un ojo, y fue aquí que se reveló la vocación poética de Bernardo, porque, habiéndole dicho uno de sus dos ministros, llamado Alfa, que la pérdida de un ojo lo hacía igual a Aníbal ―comparación que lo alabó mucho―, el segundo ministro, Omega, dio un paso al frente, y lo encontró superior a Homero, que perdió ambos ojos. Esta cortesía fue una revelación; y como esto se relaciona con el casamiento, vamos al casamiento.
Se trataba, en verdad, de asegurar la dinastía de los Tanoarius. No faltaban novias para el novio rey, pero ninguna le gustó tanto como la joven Estrella, bella, rica e ilustre. Esta señora, que cultivaba la música y la poesía, era pretendida por algunos caballeros, y se mostraba fiel a la dinastía caída. Bernardo le ofreció las cosas más suntuosas y raras, y, por otro lado, la familia vociferaba que una corona en la cabeza valía más que una nostalgia del corazón; que no hiciese la desgracia de los suyos, cuando el ilustre Bernardo les tentase con el principado; que los tronos no giraban, o esto o aquello. Estrella, sin embargo, resistía a la seducción.
No resistió mucho tiempo, pero tampoco cedió en todo. Entre sus candidatos prefería secretamente a un poeta, declaró que estaba pronta a casarse, pero sería con quién le hiciese el mejor madrigal, en concurso. Bernardo aceptó la cláusula, loco de amor y confiado en sí: tenía un ojo más que Homero.
Concurrieron al certamen, que fue anónimo y secreto, veinte personas. Uno de los madrigales fue juzgando superior a todos los otros; era justamente el del poeta amado. Bernardo anuló por un decreto el concurso, y mandó abrir otro, pero entonces, por una inspiración de insigne maquiavelismo, ordenó que no se empleasen palabras que tuviesen menos de trecientos años de edad. Ninguno de los concursantes estudió los clásicos: era el medio seguro para vencerlos.
Aun así, no ganó porque el poeta amado leyó a toda prisa lo que pudo, y su madrigal fue otra vez el mejor. Bernardo anuló ese segundo concurso; y, viendo que en el madrigal vencedor las locuciones antiguas daban singular gracia a los versos, decretó que solo se empleasen las modernas y particularmente las de moda. Tercer concurso, y tercera victoria del poeta amado.
Bernardo, furioso, hizo llamar a sus dos ministros, pidiéndoles un remedio rápido y enérgico, porque, si no ganaba la mano de Estrella, mandaría a cortar trecientas cabezas. Ambos, habiendo consultado algún tiempo, volvieron con esta sugerencia:
―Nosotros, Alfa y Omega, estamos designados por nuestros nombres para las cosas que respectan al lenguaje. Nuestra idea es que Vuestra Alteza mande a recoger todos los diccionarios y nos encargue componer un vocabulario nuevo que le dará la victoria.
Bernardo así hizo, y ambos se metieron en casa durante tres meses, finalizados los cuales depositaron en las augustas manos la obra acabada, un libro al que llamaron Diccionario de Babel, porque era realmente la confusión de las letras. Ninguna locución se parecía al idioma hablado; las consonantes trepaban en las consonantes, las vocales se diluían en las vocales, palabras de dos sílabas tenían ahora siete y ocho, y viceversa, todo cambiado, mezclado, ninguna energía, ninguna gracia, una lengua de trozos y harapos.
―Obligue Vuestra Alteza esta lengua por un decreto, y estará hecho.
Bernardo concedió un abrazo y una pensión a ambos, decretó el vocabulario, y declaró que iba a hacerse el concurso definitivo para obtener la mano de la bella Estrella. La confusión pasó del diccionario a los espíritus; toda la gente atónita. Los locos se felicitaban en la calle por las nuevas locuciones: decían, por ejemplo, en vez de: Buenos días, ¿cómo está? ―¿Pflerrgpxx rouph, aa?―. La propia dama, temiendo que el poeta amado perdiese al final la campaña, le propuso que huyeran; él, sin embargo, respondió que iba a ver primero si podía hacer alguna cosa. Dieron noventa días para el nuevo concurso y se recibieron veinte madrigales. El mejor de ellos, a pesar de la lengua bárbara, fue el del poeta amado. Bernardo, alucinado, mandó a cortar las manos a los dos ministros y fue la única venganza. Estrella era tan admirablemente bella, que él no se atrevió a lastimarla, y cedió.
Disgustado, se encerró ocho días en la biblioteca, leyendo, paseando o meditando. Parece que la última cosa que leyó fue una sátira del poeta Garção, y especialmente estos versos, que parecían hechos por encargo:
El raro Apeles
Rubén y Rafael, inimitables.
No se hicieron por el color de las tintas;
La mezcla elegante los hizo eternos.