SIN MÁS
Por Horacio Martín Rodio
De pronto un día se fue mi padre. Simplemente, no volvió; dejándonos, además del asombro: la casa, su ropa, las herramientas y los pájaros. Alguna vez, contrariado, había dicho: “Me voy a ir de acá, ya van a ver”. Estamos viendo.
Mi madre lo aceptó con el fatalismo de siempre, acaso fortalecida en su habitual desapego de la alegría. Lo mismo hubiera sido que muriera en la fábrica o que lo matara un ómnibus al cruzar la avenida en bicicleta. Para ella, ésta era sólo otra más de las desgracias que habrían de ocurrirle sin remedio a lo largo de la vida.
─ Déjame ir a preguntarle a sus compañeros qué saben de él ─le pedí.
─ Si vas a ir a humillarnos, es mejor que no vuelvas más a esta casa.
Al parecer ella no necesitaba una explicación o ya la conocía, pero se cuidó bien de compartirla. Yo sentía un cariño contenido por mi padre, acaso por eso no cesaba de buscar en nuestras pasadas conductas una culpa que justificara su actitud. En un principio, me esmeré por conservar todo como si él no faltara, respetando su orden y su impronta e imitando sus modos para siempre. Acaso soñaba que un día se habría de agotar su sed de ausencia y decidiría volver para comprobar si era capaz de sostenerme solo.
─No sé para qué te preocupas tanto. Para él estamos muertos. Es mejor que lo entiendas pronto para tu bien.
Pero mi padre no estaba muerto, y la ausencia de los vivos nos lastima, nos acusa, nos ofende. Es un lazo invisible que entorpece nuestros pasos, que nos obliga a detenernos y nos retrasa. Un estorbo del que nunca nos podemos librar del todo porque siempre vuelve, tantas veces como momentos de infelicidad debamos afrontar: cada hora, cada día, cada año.
Yo entonces ya trabajaba, pero era sólo un aprendiz, y con lo poco que ganaba, aunque mal, nos manteníamos. Mi madre se encerró en la casa con un único objetivo en la vida, ir borrando sin prisa y sin pausa las huellas de mi padre. Ella tiró, entre otras cosas, la tranca de asegurar la puerta que era, desde que recuerdo, la ceremonia ineludible de cada noche. Uno termina pareciéndose a sus hábitos y la interrupción de cada rutina me hizo sentir una progresiva sensación de desnudez. Hasta acabar abochornado como si estuviera haciendo mis necesidades delante de la gente en plena calle.
Un día, al volver más temprano del trabajo, la descubrí espantando a todos los pájaros con el pretexto de que eran un gasto inútil. Como algunos canarios confundidos se negaban a marcharse la emprendió con ellos a escobazos. Daba pena y vergüenza verla gastar tanta furia en tan leves enemigos. Incluso el patriarca del jaulón regresó a morir en sus manos de un ataque, los pobres ya estaban viejos y desacostumbrados a semejantes vuelos. Ni siquiera este triste detalle la detuvo.
Lo único que le interesó del mundo fue el grito de los botelleros, a los que gratis, fue entregando las cosas que acumuló mi padre en el inmenso galpón a lo largo de una vida de sueños incumplidos. A duras penas y tras necios alegatos, logré rescatar las herramientas de su anterior oficio de albañil y debí guardarlas bajo llave. Todo eso tenía valor y, en medio de nuestra desdicha, le recriminé su desinterés. Ella tuvo la mala idea de responderme, y lo hizo trayendo al presente la memoria idealizada de mi hermano muerto a los diez años. Nos miramos, y en nuestras miradas había fundamentos que excedían los motivos del enojo; porque en cada uno de ellos estaba latente la ausencia de mi padre.
Desde ese día nunca más volvió a mentar al angelito, pero sirvió para desnudar la raíz de su encono: la ausencia de mi padre no cumplía esa condición tan amable de los muertos de concedernos la última palabra, de acomodarse a nuestra conciencia y liberarnos de culpas, de dar por descontado su perdón, y de dejarse querer en nuestros términos.
Hasta que no la vi arremeter contra la ropa de él para quemarla, aun la que yo podía aprovechar, no caí en la cuenta de que, del galpón, sólo quedaba un cascarón de paredes desoladas. El fuego era su pasatiempo excluyente. Acaso buscara en él un exorcismo con su alucinada pretensión de reducir todo a cenizas, hasta las cosas que no eran combustibles.
A veces la naturaleza jugó a su favor, como cuando cedió la bóveda del pozo ciego tragándose el horno de barro que mi padre había construido, y que ahora ella se negaba a usar, argumentando que ya nada le salía bien en ese engendro. El colmo fue descubrir una noche, al regresar del trabajo, que no estaban más la cocina a gas, la heladera y el televisor; sólo porque fueron comprados por iniciativa de mi padre, pero sin el acuerdo de ella.
─Todo eso era innecesario. Nos arreglaremos igual. Siempre he vivido mejor sin lujos.
Esa fue toda su explicación a mi contrariedad. También me tiró el espejo y los enseres de afeitarme por ser del “ausente”. Así lo llamaba ahora cuando no tenía más remedio que referirse a él.
─ Te quedará bien la barba, al menos ocultará esa cara de susto.
Así nos fuimos quedando cada vez más solos. Ya no me saludaban los compañeros de trabajo de mi padre o los vecinos que lo habían tratado. Los pocos parientes que nos visitaban, muy de cuando en cuando, dejaron de hacerlo por completo, aun los de mi madre.
Los pájaros, vaya y pase, exigen dedicación; pero lo que me dolió fue que corriera al perro con su dieta de hambre y palos hasta hacerlo desistir de su fidelidad enfermiza. Nunca fui muy tenaz para el enojo, o tal vez el abandono haya consumido el poco carácter que me quedaba. Lo cierto es, que terminé por aceptar sus desmedidas decisiones sin resistencia. Pero a solas me pregunto, por qué un hombre puede llegar a renegar así de su pasado. Ese pasado donde yo había estado. Cómo sería su vida ahora o cuán lejos de nosotros se habría ido. Por qué el azar nunca volvió a enfrentarnos, o qué sentiría al recordarnos, si es que lo hacía.
Llegó inevitable el día en que ya nada quedó por tirar, la casa se transformó en una celda franciscana: solo dos sillas, una mesa, dos camas, dos platos, dos vasos, un calentador a kerosén y estas sombras que somos, transitando silenciosas entre paredes mal blanqueadas. Fue entonces que mi madre descubrió que se ahogaba allí dentro; en esa cárcel rodeada de malas gentes.
─Mejor sería irnos de este sitio para no darles el gusto de vernos sucumbir ante sus ojos.
Hasta que al fin nos vinimos a este lugar alejado, en los confines del suburbio, más pobre y hostil que aquel que antes habitábamos, donde ya nadie nos conoce ni podrá dar razón de nosotros a quién nos busque y adonde ya nada queda de mi padre, ni siquiera una fotografía. Sólo yo, que de tanto en tanto, persisto en recordarlo; incluso repitiendo en forma involuntaria alguno de sus gestos tan remotos.
Mi madre lo ha notado. También advierte que, con los años, aumenta mi parecido con él y se lo recuerdo cada vez más.
Yo también me he dado cuenta de que ella lo ha notado.
Horacio Martín Rodio (Buenos Aires Argentina, 1954), escritor. Ha publicado los siguientes libros de cuentos Palabras de piedra. Ediciones Baobab (1999), Media baja. Ediciones Dunken (2012), La insistencia de la desdicha. Editorial las Ruinas Circulares (2018) y El cinturón de Orión. Editorial del Municipio de Las Flores. Entre los varios reconocimientos que ha recibido se pueden mencionar los siguientes: Primer premio Concurso de cuentos J. L. Borges Ciberboock 1996, Primer premio Concurso de cuentos suburbanos 1997 Ediciones Baobab, Primer premio IV concurso de cuentos “Traspasando fronteras” Universidad de Almería (España) 2009, Primer Premio Concurso de cuentos El Zorza. Argentina.l 2012, Primer Premio Cuento Concurso Mario Nestoroff 2013 San Bernardo. Chaco. Argentina, Primer premio Cuento Floreal Gorini, Centro Cultural de la Cooperación, 2015, Mención Cuento Premio Julio Cortázar La Habana. Cuba. 2015, Única mención de Honor IV Premio Internacional de Novela Héctor Rojas Herazo. Colombia 2020, Primer premio de cuentos Ciudad de Pupiales Fundación Gabriel García Márquez, Nariño, Colombia. 2021, y Primer premio libro de poesía. XV Concurso Nacional Adolfo Bioy Casares. Las Flores. Provincia Bs. As. 2021.
Me gusta el comienzo resignado del narrador y como va permitiéndonos entrar en su conflicto. Esa «falta de carácter» que reconoce el personaje nos permite saberr del temperamento de la madre y su obsesión por sacar todo lo referente al esposo ausente y a pesar de sus esfuerzos no lo logra ya que el narrador nos remata con su p arecido al padre. Me gustó mucho. Es un cuento que no se olvida. Por la espontaneidad de su relato.
Bravo, como siempre!
Vivo retrato de lo que pasa con los ausentes.