LA CANI
Por Horacio Martín Rodio
A Mara le gustaba jugar al fútbol y cuando era más chica la ponían al arco, hasta que un día el Chano se dio cuenta de la velocidad de sus piernas de galgo. Entonces, le enseñó dos o tres cosas básicas: pasarla y acompañar, buscar siempre el claro, desborde, freno, y terminar con centro al medio del área. Luego todos descubrieron que Mara, además, tenía un equilibrio envidiable, y que sabía usar el cuerpo con una picardía de profesional. Mara recibía siempre en ventaja, se iba sola, frenaba de golpe y lanzaba unas bolas perfectas que el Chano, su tío, cabeceaba a la línea, junto a los palos, con una precisión de cirujano. A causa de eso la bautizaron la Cani, por el pájaro Claudio Caniggia.
Era su mayor orgullo que, en un juego de hombres, el Chano, cuando hacía pan y queso, la eligiera primero: “lo hago para cuidarte”, se justificó alguna vez. Pero cuando el que elegía era otro, el Chano después que lo nombraban a él, ordenaba: “La Cani, Bolú; la Cani, hacéme caso que ganamos”. A veces la Cani la retenía demasiado buscando la falta, sabía que, si le entraban algo fuerte, el Chano se enloquecía y quería pelearlos a todos: “es una mujer, animal”, les decía. Una mujer, no una nena, porque la Cani entonces tenía sólo trece años y ya estaba enamorada del Chano desde los diez.
“Es tu tío”, le dijo la Coqui, su madre, cuando se dio cuenta cómo lo miraba. Fue suficiente, en la casa de Mara todo se entendía con pocas palabras. Ellas eran las únicas mujeres de la familia: “la esperanza de mamá”, le repetía la Coqui, y era una esperanza demasiado pesada.
En realidad, el Chano era medio hermano materno del Toño, su padre, y este lo trajo un día, al regreso de una visita a su abuela en La Rioja, sin preguntar ni avisar, como todo lo que hacía. En aquel entonces el Chano contaba sólo dieciocho años y en el barrio lo apodaron el Tucu, porque peleaba a los cabezazos como los tucumanos, desde entonces los vagos debieron ir entendiendo, a pesar del perfil bajo y la timidez, que no era un chabón fácil de arriar o alguien del montón para hacer número.
Había sido un buen negocio la llegada del Chano, era más constante que Toño en el trabajo, siempre andaba con plata y ayudaba en la economía de la familia con más responsabilidad que el Toño, el hombre de la casa. Había hecho por su cuenta veredas y patios de cemento entre las dos casillas porque decía que andar chapaleando barro era cosa de negros. “Mirálo al menemista este, se mira en el espejo y se ve polaco”, decía el Toño, cuando la generosidad del Chano empezó a incomodarlo y la diferencia de voluntad adelgazó la sangre que los unía. No hacía falta mucho, a decir verdad la familia siempre se mantuvo de lo que la Coqui tenía depositado en el banco, es decir, la herramienta que Dios le puso entre las piernas. Pero la Coqui ya se estaba poniendo vieja y la hepatitis dos por tres la tenía de cama. Como el Toño nunca acusaba recibo de sus obligaciones, fue una bendición la llegada del Chano.
El Toño decía que algunos de los hijos de la Coqui no eran de él y estaba en lo cierto; sin embargo, se llevaba mejor con los que sentía ajenos que con los propios “con ellos no tengo obligaciones”, se justificaba. Pero Mara sí era su hija, la única mujer, y con ella nunca hizo un gran trabajo de padre, ni por acción ni por omisión. El Toño nunca supo qué mierda hacer con una hija.
Para los chicos el Chano era un hermano mayor desmesurado, con el que jugaban sin respeto y al que golpeaban a mansalva amparados en su edad, el Chano disfrutaba de esa exuberancia, los pibes en las provincias no suelen ser tan expansivos. Mara también lo buscaba; en esos revoleos, más de una vez se le subió encima y un día sintió claramente crecer algo entre sus piernas cuando estaba sentada sobre él, pretendiendo sostenerlo para que los chicos lo fajaran. El Chano se levantó incómodo y se fue a ver si podía hacer andar una moto vieja con la cual una vez lo estafaron al Toño.
Desde aquel día empezaron a mirarse de soslayo y al Chano comenzó a molestarle demasiado que alguno le metiera las manos adonde no debía cuando la cuerpeaban en la cancha. Bajaba la vista, la llamaba enojado y se volvían a las casas sin mirarse. Ella una vez no pudo con las ganas y lo besó en la boca, escapándose luego entre risas para disimular el amor que la desbordaba. Pero el Chano no reaccionaba; entonces, un domingo, cuando todos estaban durmiendo la sarna después del asado, Mara repitió ingenuamente las formas del Toño y la Coqui cuando se amigaban, le metió la mano dentro del pantalón y el tío se quedó petrificado. Sólo atinó a preguntarle cuánto necesitaba y le extendió un billete de cincuenta pesos. Mara se fue llorando y esa noche se lo dio a la Coqui que lo agarró sin pedir explicaciones y tomó nota de que ya era tiempo.
La madre le depiló a conciencia las piernas y las cejas, le pintó los labios de rojo y los párpados de violeta, le alargó la línea de los ojos y la mandó a la avenida Monteverde a plantarse a cincuenta metros de una parada de colectivos. Sólo le dijo dos o tres cosas básicas: “Que no te acaben adentro. Tratá de usar las manos y la boca. Si te sorprenden, no la tragues”
Esa misma tarde, caminando hacia su destino, se lo cruzó al negro Paloma que era repartidor de un correo privado, y quien al verla en ese estado la llevó al baldío que quedaba enfrente de su casa y la atendió con entusiasmo. Demasiado entusiasmo y poca generosidad: le dio a cambio de los servicios un billete de diez pesos. Todo fue tan breve que Mara ni se dio cuenta de que la habían desvirgado. Cuando vio la sangre bajar por sus piernas, volvió a su casa y le dio los diez pesos a la madre. Entonces a la Coqui se le zafó la cadena y salió disparada a hacerle escupir cien pesos al Paloma, a golpes y patadas en la puerta de la casa, delante de la mujer y los hijos y luego de tirarle la cartera con los sobres de la correspondencia enterita adentro de la zanja de agua podrida de la calle. Volvió furiosa y le dijo a Mara lo más importante: “Nunca, tarada, escuchá bien, nunca vuelvas a abrir las piernas antes de que te paguen”.
En la cancha, cuando la ven pasar para el “trabajo”, los vagos le gritan: “Cani, vení a patear un rato”, ella les sonríe, con esa sonrisa limpia en el esplendor de sus quince años. Ellos la miran, tan hermosa y contundente como se ha puesto, y ahí termina todo; un dejo de pena los acobarda, la Cani, después de todo, era un amigo, claro, esto si alguien pudiera olvidarse de todo lo que tiene ahora para llenar las manos.
Su tío ya no va más por la cancha, a veces, cuando sale para el trabajo y ella regresa de madrugada, se cruzan y él, con la muerte en la voz, le pregunta: “¿Cómo te va Marita?”
Ella lo mira con esa cara de nada que ha aprendido a poner ahora, y le responde: “Si te contesto, cuánto pensás pagarme”
El Chano se va con el dolor de un puñal en el pecho, pensando en buscarse otro sitio donde vivir. Con la certeza de que en algún momento y en algún lugar del pasado se mandó una macana grande. Intuyendo que se ha perdido algo bueno que la vida le puso adelante. Sabiéndose culpable.
Horacio Martín Rodio (Buenos Aires Argentina, 1954), escritor. Ha publicado los siguientes libros de cuentos Palabras de piedra. Ediciones Baobab (1999), Media baja. Ediciones Dunken (2012), La insistencia de la desdicha. Editorial las Ruinas Circulares (2018) y El cinturón de Orión. Editorial del Municipio de Las Flores. Entre los varios reconocimientos que ha recibido se pueden mencionar los siguientes: Primer premio Concurso de cuentos J. L. Borges Ciberboock 1996, Primer premio Concurso de cuentos suburbanos 1997 Ediciones Baobab, Primer premio IV concurso de cuentos “Traspasando fronteras” Universidad de Almería (España) 2009, Primer Premio Concurso de cuentos El Zorza. Argentina.l 2012, Primer Premio Cuento Concurso Mario Nestoroff 2013 San Bernardo. Chaco. Argentina, Primer premio Cuento Floreal Gorini, Centro Cultural de la Cooperación, 2015, Mención Cuento Premio Julio Cortázar La Habana. Cuba. 2015, Única mención de Honor IV Premio Internacional de Novela Héctor Rojas Herazo. Colombia 2020, Primer premio de cuentos Ciudad de Pupiales Fundación Gabriel García Márquez, Nariño, Colombia. 2021, y Primer premio libro de poesía. XV Concurso Nacional Adolfo Bioy Casares. Las Flores. Provincia Bs. As. 2021.
Bien contado. Fluido, excelente.