LA CARTA
Por Horacio Martín Rodio
Hoy a llegado al pueblo gente que no es de aquí nombrándote. Pero no era a ti a quien buscaban sino a mí. El silencio y las miradas desconfiadas de los nuestros los fue guiando. Venía entre ellos una mujer que decía ser asistente social, pero no creo; era muy dura y precavida para eso. La acompañaban seis soldados de piel y botas relumbrantes: es increíble lo bien que luce nuestra raza cuando está bien alimentada y con atuendo.
“¿Usted es el padre de María Concepción Reyes Agüero?”. Me preguntó la mujer y yo dudé. Es que ese es sólo el nombre castellano que figura en tu documento, pero tú y yo sabemos, hija, que sin tu nombre quechua nadie daría, con certeza, razón de ti en este pueblo.
Entonces, impaciente, me mostró una foto tuya con media cara cubierta por un pañuelo. Fue extraño verte cargando un arma, pero me alegró tanto, mi niña, que tus ojos sigan siendo como yo los recuerdo: que asentí.
Ella me explicó lo que habían hecho tus compañeros y tú; me dijo que han tomado a más de cien inocentes como prisioneros, en un lugar que deja muy mal parados a la nación y al gobierno.
Fue al escucharla que comprendí, que no te fuiste de acá aburrida tan sólo de la milpa y los quesillos, siempre escasos y repetidos. Me imagine que también te habrá cansado mi larga mansedumbre y mi silencio.
“¿Es o no es, esta su hija?”. Volvió a preguntar ella y entonces supe que no estaban seguros de nada. Pero volví a asentir, eres mi hija, y estoy orgulloso de ello.
“¿Cuánto hace que no la ve?”. Dos años hace ya que te has marchado a la capital a trabajar sirviendo, catorce tenías entonces, y ya hacía cuatro que trabajabas en el pueblo; pero sin sueldo.
“No lo recuerdo”, le respondí.
“¿Qué edad tiene?, ¿quién la adoctrinó?”, volvió a la carga ella. “Dieciséis”, le contesté, luego hice silencio. No sé lo que es adoctrinar, eso no lo entiendo.
“¡Es tan sólo una niña!”, exclamó. “¿Cómo puede haberse hecho terrorista?”
“Ella sólo se fue hace dos años buscando trabajar”, traté de hacer tiempo.
“Ella es terrorista. ¿Sabe usted lo que es un terrorista?”
“¿Cómo no voy a saber lo que es el terror viviendo como vivo y en el lugar que vivo?”, pensé. Intentaba explicárselo cuando volvió a interrumpirme. Lo hizo con otro tono de voz, pero igual de tensa.
“Su hija es sólo una niña, usted la puede aconsejar, ella seguramente aún lo escucharía. Si usted quisiera hablarle para hacerla desistir, nosotros podríamos llevarlo hasta allá. O de lo contrario, también podemos entregarle una carta suya. Cuéntenos algo de ella, algo que a ella le permita reconocerlo a usted en el mensaje. ¿Me entiende lo que le pido?”
Recién entonces la miré a los ojos, hija, a ella y a los soldados; y supe, sin que me quedaran dudas, que tenían tu muerte dibujada en sus miradas. Sólo estaban tratando de ver si yo era tan tonto de venderte, y si luego, tú, eras capaz de traicionar a tus compañeros.
“Ella es solo una mujer, no puede hacer lo que está haciendo”, agregó ante mi silencio. Como siempre hija, hice silencio, silencio y más silencio, ¿qué más podía hacer? Ella también era una mujer.
“Nosotros sólo queremos salvarla y usted puede ayudarnos mucho a llegar hasta ella. ¿Entiende lo que le digo?”
Entendí, y entendí que, equivocada o no, eras incapaz de traicionar. Hice silencio.
“Vámonos de aquí. Esto es inútil. Estos indios son unos ignorantes y unos estúpidos. No me explico cómo logran tener hijos extremistas.”
Me quedé pensando si ella sabría que los soldados que la guardaban de nosotros también eran indios y. ¿qué pensarían ellos de esa opinión?
“La única solución sería matarlos a todos. A todos.”
Me quedé con las ganas, hija, como siempre. Me atraganté con las ganas de gritarle, que si es por matarnos: los terremotos nos matan, y los aludes de barro de la cordillera también. Que cuando no hay frío suficiente y se apestan las cosechas, o no llueve y se malogran las papas, nos mata el hambre, y que, cuando hay hambre también nos mata el frío o cualquier enfermedad. Pero que si el agua es mucha igual fracasa todo, y que si el frío es demasiado mueren los animales y hambre igual nos acorrala. Que nuestra pobre vida depende de un delicado equilibrio. Que además nos matan los soldados, cuando enloquecidos, andan buscando guerrilleros; y que también nos matan los guerrilleros cuando los soldados se han ido.
Pero como siempre, hija, me he quedado callado. Por eso entiendo que te hayas cansado de mi silencio, y que no te hayas ido sólo a trabajar cuando decidiste marcharte.
Ignoro si la gente que tienes prisionera es consciente de que ellos también merecen la muerte que te quieren dar a ti: por su indiferencia criminal, por su egoísmo, por las mentiras que pretenden que les creamos; por el desprecio en que nos tienen después de habernos sacado todo, y porque, sólo nos soportan cerca suyo como siervos.
Porque nadie es inocente como ellos reclaman, o por lo menos, si la culpa es algo que se reparte sin retaceos, la inocencia también debería serlo. Pero igual, sabes muy bien, hija mía, lo que pienso de la muerte.
Desconozco, también, si tus compañeros merecen tu lealtad, y además el honor de que alguien como tú muera junto a ellos. Sabes muy bien que soy un poco viejo para ser tan ingenuo. Pero sé también, que aun equivocados, no merecen tu traición. Como nadie, tampoco ellos.
Si yo pudiera salvarte, hija, lo haría. También me hubiera gustado vestirte y calzarte como soñabas, o darte de comer algo distinto al maíz con leche, las tortillas y los quesos; y comprarte un televisor también; si pudiera, si hubiera podido.
Pero sé también que, si lograra salvarte, sería todo tan inútil. Que asombrada y desconociéndome me dirías, tan amarga y directa como te sé desde el día en que por fin hablaste, el día aquel en que murieron tus hermanos, ¿para qué, padre, cuál es la diferencia?
Por eso, si pudiera, querría decirte que cuando vayan por ti, no dudes. Si intentan ablandarte no les creas. Hazles pagar cara tu muerte. Es lo único que les interesa. Más allá de tu conducta con esa gente que tienes prisionera, que sé que será buena. O al menos mucho mejor que la de ellos con el Inca, ¿lo recuerdas? Entiende que tu vida para ellos, después de esto, sería un insulto. Quieren que pagues por tu osadía, ni siquiera tolerarán que te rindas. No te engañes. Quieren que pagues, entonces, ponles bien alto tu precio. Pues tú vales mucho, hija mía.
Todo esto habría querido contarte en esa carta que la señora me pedía que te mandara, y que te hubiera enviado, en verdad. Si tan solo supiera escribir y si pensara, que durante tu ausencia, has tenido tiempo de aprender a leer.
Horacio Martín Rodio (Buenos Aires Argentina, 1954), escritor. Ha publicado los siguientes libros de cuentos Palabras de piedra. Ediciones Baobab (1999), Media baja. Ediciones Dunken (2012), La insistencia de la desdicha. Editorial las Ruinas Circulares (2018) y El cinturón de Orión. Editorial del Municipio de Las Flores. Entre los varios reconocimientos que ha recibido se pueden mencionar los siguientes: Primer premio Concurso de cuentos J. L. Borges Ciberboock 1996, Primer premio Concurso de cuentos suburbanos 1997 Ediciones Baobab, Primer premio IV concurso de cuentos “Traspasando fronteras” Universidad de Almería (España) 2009, Primer Premio Concurso de cuentos El Zorza. Argentina.l 2012, Primer Premio Cuento Concurso Mario Nestoroff 2013 San Bernardo. Chaco. Argentina, Primer premio Cuento Floreal Gorini, Centro Cultural de la Cooperación, 2015, Mención Cuento Premio Julio Cortázar La Habana. Cuba. 2015, Única mención de Honor IV Premio Internacional de Novela Héctor Rojas Herazo. Colombia 2020, Primer premio de cuentos Ciudad de Pupiales Fundación Gabriel García Márquez, Nariño, Colombia. 2021, y Primer premio libro de poesía. XV Concurso Nacional Adolfo Bioy Casares. Las Flores. Provincia Bs. As. 2021.
Como siempre, un golpe en el estómago. Así es tu gran literatura, Horacio Rodio. Pero muchos como tus personajes ya no saben leer ni siquiera literalmente. Seguí escribiendo así y que tu talento nos dé a todos vergüenza. Para eso naciste.