LA DUEÑA
Por Horacio Martín Rodio
A lo lejos el sol hizo estallar en mil aristas una piedra milenaria gastada por la erosión de eternos vientos y el rodar en las aguas de un río ya cancelado. Al hombre el paisaje yermo que lo rodeaba se le derramó mirada adentro hasta secarle el ánimo, entonces, cerró lentamente los ojos, acaso para humedecerlo un poco con lo que le quedaba de aliento.
Lo despertó el jadeo en la cara de la última cabra, un jadeo caliente y amargo como las hierbas que subsistían entre las piedras y de las cuales el animal se alimentaba pobremente. Venía a implorarle agua con su balido lastimero y la espantó tantas veces como pudo. Pensó en matarla en ese momento en que aún podía salar su carne, entonces, como si el pensamiento se le hiciera filo en su garganta, el animal se alejó ofendido. Sin embargo, el hombre, recordó que no era comida lo que faltaba sino agua, que ya no tenía energía y que, además, tal vez fuera mejor esperar la muerte acompañado.
Hacía tres meses que los últimos vecinos se habían ido del valle reseco, entonces aún había agua y fuerzas para una travesía. Él se había quedado para cuidar y luego enterrar a la mujer que lo crio. Todavía conservaba pegado al cuerpo, con su último sudor, el polvo de la tumba. Luego ya no tuvo ganas ni motivo para irse, o especuló, sin mucha fe, que la sequía terminaría. Lo cierto es que quedó atrapado sin apenarse demasiado.
Una tenue brisa le trajo el vago olor de una osamenta y le taladró la voluntad hasta los huesos como un presagio. A lo lejos, la tierra reverberaba calcinada por el sol. Ya a punto de desfallecer le pareció ver la silueta de la muerte que venía a buscarlo envuelta en unos trapos descoloridos y sucios de tierra que flameaban a su paso. Entonces recogió sus pensamientos dispersos y se entregó a la espera definitiva. En el momento del final quiso recordar alguna imagen feliz y concluyó por aceptar que la vida se las adeudaba. Por último, deliró que el agua imposible apagaba el infierno de su garganta.
La mujer avanzaba zamarreando al andar las pobres ropas que la cubrían del sol asesino. Venía de lejos huyendo de la seca y le pareció un espejismo la choza de piedras y paja con su promesa de sombra. Atravesado sobre su espalda cargaba un odre lleno de agua y sólo su voluntad de penitente la sujetaba de consumirla hasta agotarla.
Sin embargo, fue generosa con la cabra, el animal comenzó a seguirla como si fuera un hada. Luego encontró al hombre casi agonizante, lo fue hidratando lentamente hasta que pudo sentarlo. El balido vengativo del animal le censuraba el derroche inmerecido. “Va a alcanzar para los tres”, le dijo con calma. La cabra se sosegó mientras se dejaba acariciar.
El hombre la miró incrédulo, como si estuviera oscilando entre dos mundos. Ella, aún a sabiendas que cometía un sacrilegio, llenó el cuenco de su mano para arrojarlo en su propio cuello. Tan sólo para lograr que la mirada de él siguiera el camino del agua buscando el cauce de sus senos hasta perderse en el misterio. A puro instinto logró arrebatarlo de la duda. En un descuido de la suerte esta tierra mezquina le había dado mucho más de lo que salió a buscar en su huida, y ella no iba a dejar que nada se perdiera.
El hombre, con la incredulidad de sus ojos comprendió que era su turno y le señaló el estante de la carne salada. Al darle la espalda se sintió observada, esto le agradó y se demoró cuanto pudo. Vería lo mismo que ella en él, ni hermosura ni fealdad: eran lo único que los dos tenían a mano. Sólo una posibilidad, y, como siempre ocurre en este sitio, con eso debe bastar para cualquier epopeya.
Transcurrieron el día en silencio, reponiendo fuerzas. Luego la vida, pendenciera y obstinada como es, con las primeras sombras les sembró en el ánimo la ansiedad de una víspera. La noche implacable les dictó el exorcismo de la desesperanza y él le dejó el semen ávido en el vientre fértil a pesar de las calamidades. Después él hombre, obedeciendo a una obligación ancestral, acató el mandato de alentarla.
─Ya han soplado algunas brisas, si esta noche vuelve el viento aguantaremos con tu agua hasta las lluvias, sino habrá que irse sin remedio.
Luego se durmió entre sus brazos. Ella no. Ella esperó anhelante hora tras hora, acariciando su cabeza de tanto en tanto. Hasta que al fin escuchó silbar entre las piedras las primeras ráfagas de viento húmedo.
El hombre, con su instinto renacido, amenazó despertarse, pero la mujer lo evitó arrullándolo como a una criatura, sentenció que el desvelo no era cosa de él. Luego cumplió con su deber rezando un padrenuestro resentido y autoritario. Es que hubo momentos en que estuvo a punto de sentirse defraudada.
Al amanecer, para bien o para mal, sería la dueña del mundo que acababa de construir desde la nada.
Horacio Martín Rodio (Buenos Aires Argentina, 1954), escritor. Ha publicado los siguientes libros de cuentos Palabras de piedra. Ediciones Baobab (1999), Media baja. Ediciones Dunken (2012), La insistencia de la desdicha. Editorial las Ruinas Circulares (2018) y El cinturón de Orión. Editorial del Municipio de Las Flores. Entre los varios reconocimientos que ha recibido se pueden mencionar los siguientes: Primer premio Concurso de cuentos J. L. Borges Ciberboock 1996, Primer premio Concurso de cuentos suburbanos 1997 Ediciones Baobab, Primer premio IV concurso de cuentos “Traspasando fronteras” Universidad de Almería (España) 2009, Primer Premio Concurso de cuentos El Zorza. Argentina.l 2012, Primer Premio Cuento Concurso Mario Nestoroff 2013 San Bernardo. Chaco. Argentina, Primer premio Cuento Floreal Gorini, Centro Cultural de la Cooperación, 2015, Mención Cuento Premio Julio Cortázar La Habana. Cuba. 2015, Única mención de Honor IV Premio Internacional de Novela Héctor Rojas Herazo. Colombia 2020, Primer premio de cuentos Ciudad de Pupiales Fundación Gabriel García Márquez, Nariño, Colombia. 2021, y Primer premio libro de poesía. XV Concurso Nacional Adolfo Bioy Casares. Las Flores. Provincia Bs. As. 2021.