HACIENDO EL AMOR EN EL 2020
Se pone la mascarilla y la chaqueta frente al espejo de la entrada. Le avisa a su mamá que irá a comprar tampones.
―Saqué un salvoconducto para ir a la farmacia ―le grita mientras permanece parada junto a la puerta del departamento. Se arregla la chaqueta al mismo tiempo que revisa la hora en su celular. Está apresurada por irse lo más rápido posible.
―¿Tampones? ―escucha a su mamá gritar desde el interior de la pieza, su voz un poco sofocada por la distancia y el ruido de la televisión andando―. Hay en el cajón del baño. Compré hace poco.
Agustina siente una calurosa oleada de nerviosismo.
―No ―responde, luego de pensarlo por un par de segundos, al mismo tiempo que va apurada al baño―. Ya busqué y no hay.
Abre el cajón y encuentra los tampones que su mamá compró. Los saca y los esconde en su cartera.
Así, cuando vuelva, ella no la encontrará con las manos vacías. No le hará preguntas.
Así no perderá tiempo yendo realmente a la farmacia.
―No ―vuelve a decirle a su mamá en un grito, en un tono exagerado de derrotismo, como quien ya lo ha intentando pero fallado―. Estoy buscando y no hay.
Toma las llaves y en la entrada grita un fugaz chao mamá y se apura en irse antes de que ella alcance a encargarle comprar alguna otra cosa en la farmacia.
En el ascensor mueve las piernas de manera ansiosa, mirando fijamente el número que indica el piso por el que pasa. Tiene la impresión de que se está demorando más de lo normal en bajar. Siente todavía el miedo de que su mamá la detendrá, que aún tiene tiempo de plantarse ahí para tomarla del brazo y decirle tú no vas a ninguna parte.
Como hace años ella se siente.
Una suerte de elástico que le rodea la cintura y que siempre la detiene cuando intenta avanzar demasiado lejos.
Solo ya en la calle, después de salir del edificio, respira aliviada.
Se convence de que su plan se podrá llevar a cabo, finalmente. Se convence de que no es algo del otro mundo, toda la gente lo hace. O por lo menos eso ha escuchado.
La avenida, ubicada en un sector comercial y cercano al metro, está prácticamente desierta por la cuarentena. El cielo nublado y los árboles sin hojas. Se escucha débilmente a las lejanías algún que otro auto avanzar, asemejándose más al ruido de un lento oleaje que al de un automóvil.
Es una postal triste. No parece un lugar, sino más bien un interludio.
Como hace años ella se siente.
En un no lugar.
Su vida en un entre paréntesis que parece nunca terminar.
Saca su celular para volver a revisar la dirección y entonces emprende el camino en un paso acelerado. Tiene la frente sudada.
Ahora le comienza a invadir otro tipo de miedo. Uno con sabor a culpa.
Nota como de pronto su boca se puso seca. Las manos se le duermen.
Se siente tan incorrecto.
Tan sucio.
Se siente como una infidelidad.
*
Nunca les diría a sus amigas que utilizó Tinder para conocer a alguien. A ninguna de sus dos amigas. Clara y Florencia. Sus únicas amigas desde los años de colegio. Ninguna de las dos lo entendería. Ellas son diferentes. Para ellas las cosas son fáciles.
Clara lleva casi diez años con Miguel, su pololo, y Florencia siempre está comenzando y terminando relaciones con muchos hombres distintos sin que nunca su eterna lista de pretendientes se termine.
Ambas tienen sus vidas. Vidas perfectas y herméticas de las que Agustina sólo puede tocar una minúscula parte. Antes de la pandemia solían quedar una vez al mes en un restaurante de sushi. No era lo más conveniente para su bolsillo ―llevaba años trabajando en el mismo local de artículos tecnológicos―, pero Clara y Florencia no parecían reparar en ello. Las dos habían escalado y estudiado carreras difíciles y conseguido trabajos con sueldos que a Agustina le resultaban exorbitantes.
A veces sentía que sus amigas solo mantenían aquella costumbre por pena. Lo que era la máxima actividad social en su mes, para ellas parecía simplemente un trámite que cumplían con rapidez. Una obligación aburrida. A veces sentía que lo hacían para sentirse mejor con ellas mismas, pavoneándose de sus trabajos, parejas y viajes. La última vez que se vieron, en febrero antes de la cuarentena de marzo, Clara y Florencia comenzaron a hablar de métodos anticonceptivos. Al escuchar la mención de esa palabra, el cuerpo de Agustina se tensó de golpe. Se quedó rígida por el resto de la conversación.
Mientras las escuchaba hablar, sintió el latido de su corazón acelerarse.
Bajó la mirada y se concentró en su comida.
Como si no estuviera ahí.
De pronto ya no quería estar más ahí.
Pero sus dos amigas no se dieron cuenta. A veces estaban tan absortas en sí mismas que no se daban cuenta de nada sobre Agustina. Continuaron con su conversación, como si nada.
El tema, esta vez, había surgido a partir del nuevo pololo de Florencia. A él no le gustaba usar condón y a ella no le gustaba tomar pastillas.
―Y entonces, ¿cómo lo hacen? ―preguntó Clara.
Florencia, mirándola de reojo, le dedicó una media sonrisa al mismo tiempo que tomaba con los palillos un roll envuelto en salmón y se lo echaba a la boca.
―Como el panadero nomás ―masculló con la boca llena, queso crema escabulléndose por las comisuras de sus labios. Aquella imagen le dio a Agustina repulsión.
―¿El panadero? ―preguntó Clara― ¿qué es eso?
―Sacarlo cuando esté listo.
Al escucharla, Clara cerró los ojos al mismo tiempo que se cubría el rostro con las manos y soltaba una risa. Una risa compartida. La risa de alguien que entiende. Se volvió hacia Agustina con expresión confidente y divertida, como diciendo mira que es cochina la Florencia, pero, al verle su cara seria y apagada, la expresión se le cayó. Fue como si recién ahí se hubiera dado cuenta.
Aquella verdad que se movía al frente suyo pero que por distracción ―o simplemente desinterés― no pudo ver.
Todos los últimos años. Todos los silencios y todas las omisiones. Todas las miradas ansiosas y nerviosas y siempre esa prisa por terminar las conversaciones demasiado personales y largarse rápido. Agustina, sentada en la luz tenue de las velas de las mesas y los colores rojizos del restaurante, sentía que podía leer exactamente lo que la mirada fija en ella de Clara le estaba diciendo. Esa expresión congelada, con la boca abierta y el ceño fruncido como si estuviera haciendo un cálculo. Clara, humillándola en silencio. Aquí está Clara, pensó Agustina. Aquí está Clara, traicionándome una vez más. Una vez más, dejándome atrás.
Clara abrió la boca como con el impulso de querer decir algo, nada salió de ella.
Aunque Agustina creía saber perfectamente lo que iba a decir:
Ósea, ¿Todavía tú nunca…?
*
Ahora, caminando por la calle, cierra con fuerza los ojos al recordar la vergüenza de ese día. La manera en que su amiga la miró con tanta distancia. Con cierta inquietud. Con cierta aversión, como si fuera un bicho raro. Esa vergüenza la había estado acompañando todas las noches últimamente, dejándola en vela.
Todas las mañanas, tardes y noches de su cuarentena. Encerrada junto a su mamá y el ruido del televisor dando el matinal y la tos de fumadora de ella.
Todo el tiempo. Pensando en eso.
Sentía que su cuerpo cada día se volvía más pesado.
A veces le pesa tanto el hecho de que nadie nunca le haya lamido los pezones que siente que no lo podrá aguantar. Veintiocho años sin saber cómo se siente que alguien meta tus pezones en su boca.
No le había tomado realmente el peso a ser virgen a esta edad hasta ese momento.
Nunca lo había sentido como algo definitivo.
El tiempo se movía. Cualquier cosa podía pasar. O por lo menos ella quería creer eso.
Pero de pronto la pandemia llegó y tuvieron que encerrarse por dos, tres, cuatro meses y el futuro y sus posibilidades parecían canceladas.
Todos eternamente estancados en el ahora. Todos atrapados para siempre en quienes eran en el momento en que la pandemia los encontró.
Y eso sería ella para siempre. Una virgen de veintiocho años.
Su celular vibra. Él le acaba de mandar un mensaje: cuánto te falta.
Ni un saludo, ni un cómo estás. No le molesta.
Desde un principio acordaron tácitamente que de eso se trataría la cosa. Una transacción.
Un simple intercambio entre dos personas que necesitaban algo.
Agustina le escribe: llego en diez minutos.
Eligió encontrarse con él principalmente por eso, la cercanía. Poder ir caminando a su departamento y volver en el tiempo que uno se demora en ir a comprar tampones a la farmacia (con la excusa de que había mucha fila).
Aparte de eso, el resto de los atributos de su pareja de Tinder ni siquiera le llamaban un poco la atención. En su perfil, él aparecía andando en bicicleta en un cerro, en un bar con varios amigos y después con su liga de fútbol. Por sus fotos se deduce una estatura media, pelo castaño corto, ojos castaños, hasta la piel tiene un poco color a castañas. Entre sus intereses, él había seleccionado deporte, aire libre y cerveza artesanal.
Fue la primera persona con la que hizo match y Agustina no quiso esperar más.
Le habló inmediatamente.
Hola. ¿Te puedes juntar? Tiene que ser en tu casa. En mi casa no puede ser.
El perfil de Agustina era sobrio y hermético. Solo dos fotos, una que se le sacó Clara hace un par de años, de perfil mientras comía en la casa de su amiga. Otra que se sacó ella misma frente al espejo con su celular, para dejar evidencia de que era delgada.
Le costó elegir qué poner en sus gustos e intereses. ¿Qué le gustaba realmente?
Le gustaba el canal Discovery Home and Health. Le gustaban las voces dobladas al español en Caracas, Venezuela y el programa en que arreglaban los closets de las personas. Le gustaba el helado Cookies and Cream de la marca Great Value. Le gustaba ver tarde por la noche a mujeres caminando borrachas en mitad de la calle, apenas manteniéndose en pie, y sentirse un poco mejor con las decisiones que había tomado en su vida. Le gustaba verlas subiéndose a autos con hombres que acababan de conocer y sentirse más a salvo desde el otro lado de la calle. Le gustaba escuchar a mujeres lamentándose de que sus pololos las habían dejado. Les gustaba escucharlas decir que el hombre con que salieron les dejó de hablar después de acostarse con él, que los hombres con que salían siempre dejaban de llamar después de tener sexo, de que ningún hombre ahora estaba dispuesto a una relación seria, que las usaban, una y otra vez, que el romance estaba muerto.
Le gustaba escucharlas soltando todos esos lamentos y pensar;
eso te pasa por puta.
*
En la calle de vez en cuando pasa algún transeúnte, apurado y ocupado, evitando la mirada de Agustina. Ella también evita mirarlos. Es como si ambos pudieran percibir la vergüenza del otro.
También ve motos de aplicaciones de delivery que se detienen frente a edificios residenciales con cajas de pizza o bolsas de Mcdonalds.
Agustina escucha las hojas otoñales crujir con sus pisadas en la vereda mientras jadea levemente. Siente su respiración potenciada por la mascarilla, una sensación de ardor en el rostro.
Pasa frente a unas oficinas de venta de un edificio nuevo cerradas, tiendas de ropa o muebles con las luces apagadas y completamente deshabitadas. Vuelve a revisar Google Maps. Le quedan cuatro minutos para llegar a su destino.
En la esquina, junto donde las indicaciones le dicen que debe doblar, hay dos carabineros detenidos. Hablan, apoyados en sus motos. Agustina desacelera el ritmo de su caminata al verlos, mirándolos fijamente.
De pronto siente un escalofrío.
Van a saber, piensa. Lo van a saber.
Baja la mirada mientras pasa junto a ellos, evitando hacer contacto visual. Ellos parecen estar ocupados en lo suyo y no percatarse de ella.
Cuando ya los deja unos pasos más atrás, se siente aliviada. Piensa que fue una tontera asustarse así, qué le podría haber pasado.
Pero entonces escucha: señorita.
La voz del hombre le llega como un golpe.
Sigue caminando, pretendiendo no haberlo oído. Pero entonces la voz es más alta: señorita, deténgase.
Agustina se da la vuelta con aire de distraída levedad. Se hace la desentendida. ¿Ah? ¿a quién le hablan? ¿A mí?
El salvoconducto, masculla el carabinero. Con dedos temblorosos desbloquea la pantalla de su celular y se lo pasa al hombre quien lo mira sin expresión. Carnet, le pide ahora. Agustina se lo entrega. Observa fijamente al carabinero entrecerrar los ojos con concentración, alternando entre el carnet y el salvoconducto. Intenta descifrar lo que está pensando. Espera que le diga que lo sabe, que está mintiendo, que no irá a ninguna farmacia. Que sabe que es una virgen de veintiocho años desesperada por dejar de serlo. Siente que el tiempo se congela mientras espera alguna respuesta.
Entonces el hombre le entrega sus cosas. Y con lo que parece ser una sonrisa obstruida por la mascarilla le dice todo bien.
Todo bien, puede irse.
*
La primera vez que vio un pene tenía doce años. Caminaba junto a Clara después de clases.
Niñas, escucharon de pronto a una voz llamarlas. Miraron para los lados, buscando su punto de origen.
Niñas, aquí.
En un auto al otro lado de la vereda, un hombre les hablaba. Clara y Agustina se quedaron quietas mirándolo.
Niñas, les volvió a decir. ¿Saben dónde puedo encontrar un cajero automático por aquí?
Las dos niñas se dedicaron una mirada confundida. No sabían muy bien por qué, pero sentían algo extraño.
La futura amenaza del sexo, ya anunciándose.
Quizás en el Ekono de la esquina, musitó en voz apenas audible Clara.
El hombre con una sonrisa les preguntó si podían acercarse un poco para explicarle mejor cómo llegar. Dudaron nuevamente, pero terminaron por acercarse. Mientras Clara soltaba de manera mecánica indicaciones, doble aquí y entre acá, estuvieron lo suficientemente cerca para verlo. El hombre que con una mano sostenía el volante y con la otra su pene, erecto y rojo, masajeando a éste de arriba para abajo, sin dejar de mirar a las dos niñas con una sonrisa llena de cordialidad. Por un segundo, ninguna de las dos hizo nada, simplemente se quedaron prendadas mirando la escena.
Después, como dándose cuenta al mismo tiempo de lo que estaba ocurriendo, Clara y Agustina gritaron y salieron corriendo. Corrieron por una cuadra, sin parar, temerosas de que el hombre se hubiera bajado del auto para perseguirlas. Cuando ya estaban lo suficientemente lejos, se detuvieron, jadeantes. Agustina tenía los ojos llorosos. Sentía el pecho apretado y una sensación de asco que nunca antes había experimentado. Miraba las calles y se preguntaba cómo podría volver a caminar por éstas como si nada. Cómo se podría retomar la vida después de haber visto algo así. Cuando sabías que de un momento a otro podía volver a pasarte algo así.
Pero entonces miró a Clara y se dio cuenta que ella se estaba riendo. Se tapaba la boca y se le achicaban los ojos mientras soltaba una nerviosa carcajada. Qué asco, exclamó y Agustina dijo sí, qué asco, y empezó a reír también. Se miraban fijamente a los ojos mientras se reían. Es lo más asqueroso que he visto en mi vida. Clara abrió mucho los ojos y le dijo que su prima le había contado que habían mujeres que se metían eso a la boca. Con cara de asco soltaron grititos de disgusto y se atoraron de la risa.
Qué asco, repetían una y otra vez. Qué asco.
Y de pronto Agustina ya no se sentía tan mal, porque estaba con Clara.
Nunca voy a hacerlo con un hombre, dijo Clara, apretando el brazo de Agustina como si quisiera enfatizar su promesa. Agustina asintió, con efervescencia.
Yo tampoco.
Nunca.
*
Ya llegué, le escribe cuando está al frente del edificio. ¿Entro?
Sí, responde él. Entra.
En la recepción, el conserje la mira con aire sospechoso, como se mira a alguien que no vive ahí y llega en plena cuarentena.
Le pregunta a qué departamento va y cuál es su nombre. Llama por el citófono. Se escucha una peluda voz de hombre contestar. Aló, dice, de manera un poco hostil. Es la primera vez que escucha la voz de él. La primera vez que toma conciencia de él no como una fotografía, sino como alguien de carne y hueso.
La idea le da escalofríos.
La señorita Agustina está aquí, responde el conserje, al mismo tiempo que con los ojos la revisa de los pies a la cabeza.
Dígale que pase, responde la voz.
El conserje corta y le indica que es el quinto piso. Ascensor a la vuelta, por la izquierda.
Se sube y les tiemblan las piernas.
Al llegar a su piso siente que se le corta la respiración.
Toca el timbre y piensa que todavía está a tiempo de cambiar de opinión, si es que quiere. Puede irse todavía, si es que quiere. Abandonar el plan.
Pero entonces la puerta se abre.
Y ahí está él.
*
La primera vez que sintió el olor a sexo tenía quince años. Era el cumpleaños de Clara.
Habían cumplido su promesa de jamás hacerlo con un hombre, hasta el momento. La una refugiándose en la timidez de la otra. Siempre sentadas juntas, casi pegadas, mirando con recelo el exterior. Protegiéndose. Pero aquel año Florencia llegó al curso y su dúo se volvió un trío, aunque su nueva amiga siempre fuera la tercera en discordia y no lograra meterse completamente en el vínculo de Clara y Agustina. Florencia les dijo que un cumpleaños solo entre mujeres era muy aburrido, y, sin preguntarle a nadie, invitó a un par de amigos mayores que ellas.
Aparecieron tarde por la noche, como una manada salvaje. Siempre en manada.
Clara los vio entrar aterrorizada, esos hombres que invadían su lugar más puro, su casa de la infancia y se movían a sus anchas creyéndose dueños de cualquier espacio que pisaran.
Clara le tomó la mano a Agustina, como pidiendo que no la dejara sola. Agustina se la apretó con fuerza. Se miraron y se sonrieron. Como diciendo no pasa nada, esto no es nada grave.
Nada grave puede pasar. Si estamos juntas.
Se llamaba Emilio y todas las niñas se morían por él. Tenía un aire rudo y un trato un tanto violento. Apenas llegó puso sus ojos sobre Clara y no la dejó más sola. Orbitaba a su alrededor, todo el tiempo, siguiendo cada uno de sus pasos hasta cuando ella iba al baño. Clara, en un principio tímida, lentamente comenzó a ceder a los coqueteos de Emilio, un poco halagada.
Agustina veía como Emilio rellenaba una y otra vez el vaso de Clara, como cada vez le hablaba más cerca, como le acariciaba la rodilla, separándola del resto de las personas que estaban en el living de la casa.
Y de pronto los perdió de vista. Ya no estaban. Le preguntó a Florencia dónde se habían ido y ella simplemente se encogió de hombres, preocupada de sus propios coqueteos.
Se había ido. Agustina sintió un golpe en el estómago.
La había traicionado. Rompió la promesa.
Buscó en el baño, pero lo único que encontró eran los restos del vómito de alguien que no esperó para llegar al inodoro. Buscó en la cocina, el patio. Todo sin éxito.
Entonces subió al segundo piso. La música y los bullicios de la fiesta comenzaron a ser más tenues. Escuchaba sus pasos crujir en la madera al avanzar. Se asomó en una pieza y vio a los papás de Clara dormir profundamente en su cama. Salió procurando no hacer ruido, pero, cuando estaba en el pasillo, lo escuchó.
Un gruñido, una cama rechinar. La puerta semi abierta. Se asomó y lo vio perfectamente. El cuerpo inerte de Clara ya desmayada, sus extremidades abiertas contra su voluntad como una muñeca de trapo, sus ojos cerrados y la boca abierta, la misma expresión que siempre tenía cuando dormía. Y él encima, contrayéndose en ella, jadeando. Golpeando su cuerpo. Una y otra vez. Tenía la cara roja, la mandíbula apretada en señal del esfuerzo, unas gotas de sudor cayendo por su frente. Al verlo, Agustina pensó en la imagen de alguien haciendo deporte o acarreando algo de mucho peso. La dio vuelta y el cuerpo de Clara se dejó como un peso muerto. Se subió encima suyo, apoyando su cuerpo en la espalda de ella y entonces él
entonces él, cuando terminó, se levantó y la dejó tirada ahí, como una ropa sucia.
Al salir se encontró con Agustina parada en el umbral de la puerta, congelada. Sus ojos llorosos muy abiertos y la cara pálida como el papel. Emilio ni se inmutó al verla. Le preguntó si olía, si reconocía ese olor. Agustina no dijo nada. Entonces él le sonrió y, apuntando el interior de la pieza, le dijo:
este es
el
olor
al
triunfo.
No se lo puedes contar a nadie, le pidió llorando Clara. No se lo puedes contar a nadie.
No se lo voy a contar a nadie, respondió Agustina llorando también. Le preguntó cómo se sentía y ella dijo no siento nada. Eso es lo peor, no siento nada. Y durmieron abrazadas en la cama de Clara y lloraron y se prometieron una vez más que nunca más iban a volver
porque los hombres eran peligrosos.
Porque los hombres solamente sabían hacer daño.
Y decidieron encerrarse en la pieza de Clara y esconderse ahí.
Meses y meses
en que no necesitaban a nadie más.
No salieron por un verano entero. Y después, cuando llegó marzo, apenas terminaban las clases corrían a esconderse nuevamente. Era como un país, solo para ellas dos.
Tomaban helados Cookies and Cream de la marca Great Value, veían todo el día Discovery Home and Health. Se quedaba a dormir todos los viernes en casa de Clara.
A veces se despertaba en mitad de la noche y veía a Clara dormir a su lado y pensaba en lo bien que estaba ahí.
Y pensaba en sus otras amigas en fiestas y discoteques y todos los hombres y como posiblemente las mirarían de manera lasciva y las tocarían y las llevarían a un rincón oscuro y les arruinarían la vida.
Y se reconfortaba por lo a salvo que estaba ahí. Con Clara.
Sus compañeros de curso decían que se habían vuelto raras.
Decían que estaban deprimidas
o con problemas alimenticios
porque no dejaban de bajar de peso. A pesar de todo el helado.
Decían que se habían vuelto lesbianas.
Ellas se reían. No les importaba nada más.
*
Y ahí está él.
Él se parece a sus fotos, pero a la vez no tanto. En persona aparecen los defectos amplificados, esos que las luces y los ángulos de las fotos se empeñan en esconder. Mala postura, cara ancha, lunares, la mandíbula un poco torcida. Le abre la puerta y él se demora un segundo en reaccionar. Parece también estar examinando a Agustina con la mirada, como un escáner. De los pies a la cabeza. La inexpresividad de su rostro no la deja saber si está satisfecho con lo que tiene al frente.
―Agustina ―le dice él, con una mezcla de sorpresa y calma extrañamente perfecta. Como si se hubiera demorado un poco en reconocerla. Después le sonríe por primera vez, una sonrisa sobria, y se corre a un lado para abrirle camino―. Pasa.
El departamento tiene muy pocos muebles y nada de decoración. Un televisor pantalla plana, una alfombra peluda blanca un tanto sucia y un sillón de cuero. Hay un olor raro, como a humedad. Como a calor humano. Como si mucha gente hubiera estado acumulado aquí hace poco.
Él la invita a sentarse. Le ofrece una piscola ―obviamente― y va a la cocina para después de unos minutos aparecer con una bandeja que trae dos vasos y un pote con papas fritas.
Se miran nerviosos y no dicen nada. Agustina aprieta la tela de su pantalón y clava la vista en sus pies. Solo tengo dos horas, masculla con la voz temblorosa, sin mirarlo. Por el salvoconducto.
No me puedo quedar más de dos horas.
Él asiente con la cabeza. Agustina nota cierta vergüenza en sus gestos y ademanes.
Le dice en una voz muy baja que dos horas son suficientes.
*
Después Clara la volvió a traicionar. La traición más fuerte. La traición que cambió todo para siempre.
Miguel.
Miguel, que era tan diferente al resto de los hombres.
Miguel, que tenía la voz más suave que el resto de los hombres que conocían y que siempre hablaba como pidiendo perdón.
Miguel, que descargaba películas de cine arte y se las mandaba a Clara y también hacía listas a mano de canciones de bandas poco conocidas para ella.
Miguel, que no quería presionar a Clara a hacer nada de lo que ella no estuviera segura.
Miguel, el final feliz de Clara.
Miguel, que descongeló su corazón de aquella larga hibernación y devolvió a Clara a la vida.
La sacó de su habitación ―en un principio con ciertos reparos de parte de ella―
y la convirtió
de nuevo en persona.
Estaban en su último año de colegio cuando Clara parecía estar lentamente volviendo a la vida.
Ella y Miguel se irían un fin de semana a Valparaíso. Le pidió a Agustina que si es que su mamá la llamaba por favor le dijera que estaba con ella, durmiendo en su casa. Viendo películas. Lo de siempre.
Agustina, sentada en su banco, asintió levemente con la cabeza, sin decir nada más.
Fue el anuncio. La estaba perdiendo. Clara avanzaba en su propio camino
y no había espacio para ella ahí.
Y Clara volvió el lunes siguiente a clases, entrando a la sala con aire triunfante, bronceada y sonriente. Y se veía más alta, más adulta.
La tomó del brazo y con una confianza que nunca le había visto le susurró:
tengo algo que contarte.
El cuerpo de Agustina se tensó. Con la boca tan cerca de su oreja que podía escuchar su saliva y sentir el tibio caerle en el cuello, Clara soltó palabras tras palabras casi sin respirar.
Lo hice con Miguel fue increíble en un hostal en Valparaíso estábamos los dos solos en la cama de arriba de un camarote estábamos los dos muy nerviosos él jamás lo había hecho con nadie, pero fue todo muy tierno y lindo y me hacía cariño y me preguntaba todo el tiempo si yo estaba bien me decía que me quería mucho me gustó mucho estuvo muy bueno.
Hizo una pausa. Se alejó de Agustina y la miró con una sonrisa de oreja a oreja.
Parecía que el pecho de Clara no podía soportar más aire. Parecía que apenas podía contener toda la emoción que sentía.
Estoy tan feliz de que mi primera vez haya sido tan linda, dijo. Estoy tan feliz que mi primera vez haya sido con Miguel.
Clara lo había superado. Actuaba como si no hubiera pasado.
Pero Agustina sentía que no lo podría superar nunca
y por años no lo hizo.
Cada vez que un hombre la rozaba
o la miraba siquiera, recordaba el cuerpo inerte de Clara bajo el de Emilio. Y se le ponía la piel de gallina y sentía escalofríos
y creía que se iba a desmayar.
No lo podía superar.
Pero Clara ya lo había superado.
Y ahora la había dejado sola
para siempre
con eso.
*
Se recuesta de espaldas en el sillón y siente el frío cuero rozar la parte de sus caderas que quedaron al descubierto. Él, con movimientos muy delicados y tímidos, la ayuda a sacarse el pantalón y los calzones. Los dos están en completo silencio. Él la mira un segundo. Después busca la manera de ubicarse sobre ella, torpemente y susurrando disculpas mientras que Agustina le dice que no importa, hasta finalmente lograrlo. Apoya los codos alrededor de la cabeza de ella mientras se acomoda. Se toca su miembro, como para cerciorarse de que sigue ahí, y después lo mete. Su mirada sube al techo mientras lo hace, como si estuviera tanteando terreno.
Agustina cierra los ojos con fuerza al sentirlo entrar en ella. Un pinchazo de dolor que la hace soltar un respingo ahogado. Él se detiene y le pregunta si se encuentra bien. Ella asiente con la cabeza. Se tapa la boca al mismo tiempo que le dice, sigue, sigue. Así se superan las cosas, piensa. De una.
Vuelve a sentir aquella intensa presión que la hace gritar. Él empieza a moverse, entrando y saliendo de ella una y otra vez. Pasados unos segundos el dolor se vuelve más tenue. Casi llevadero. En un principio él mantiene los ojos cerrados y el ceño fruncido mientras respira pesadamente y la penetra con el vaivén de sus movimientos pélvicos. Como si estuviera solo. Agustina lo mira fijamente, estudiando sus gestos, estudiando la situación. Y entonces, cuando él empieza a moverse más rápido y su respiración a acelerarse, la besa. O más bien abre la boca y la deja apoyada en la de Agustina, sus lenguas en contacto mientras uno respira sobre el otro y él entra y sale de ella. Le gusta sentir una respiración ajena así. Tan cerca.
Agustina le toma la mano, delicadamente, y él entrelaza sus dedos con los de ellas mientras ambas palmas se acarician. Le da un nuevo tipo de calor, el tacto de su mano. Un nuevo tipo de intimidad.
Él empieza a gemir y le aprieta la mano con más fuerza. Y Agustina siente que estaría dispuesta a cualquier cosa por esto, el contacto con su mano, sentir las yemas de sus dedos acariciando los de ella.
Y piensa en Clara, acostándose con Miguel en el camarote de un hostal en Valparaíso, y se los imagina ahí, mirándose a los ojos y susurrándome, todo importante y significativo. Cierra los ojos y se imagina que está ella ahí también. Que esta es su primera vez, también. La liberación de Clara.
Quizás está podría ser su liberación, también.
Un nuevo comienzo para ella
como lo fue para Clara.
Con la mano que tiene libre le rodea el cuello, acercándolo aún más a ella. Le rodea la espalda con sus piernas, aferrándose. Colgándose.
Se pregunta si él también lo está haciendo. Mientras jadea y la golpea con su cuerpo rítmicamente, se pregunta si él también está buscando otra historia en ella. La historia de alguien más.
Buscando a otra persona
en ella.
No es hacer el amor. Se le puede decir de muchas maneras, pero amor, amor no hay. Quizás una suerte de compasión. Una triste empatía.
Dos cuerpos que se rozan y reconocen en su soledad en una pequeña circunferencia para después separarse y nunca más volver a verse.
Y para ella eso está bien. Quería algo y aquí hay algo.
Esto es algo.
*
Cuando termina ella permanece acostada un rato.
Mira al suelo. No sabe dónde cayó su ropa y no quiere pasearse desnuda frente a él.
Él va al baño y vuelve después de un rato. Se sienta en la cama.
Estuvo bien, dice.
Si, responde ella y sonríe. Estuvo bien.
Él se le acerca y le acaricia el pelo suavemente, mirándola con ternura.
Pero de pronto se queda mirando un punto fijo con el ceño fruncido.
Agustina se da cuenta y se vuelve hacia donde su mirada apunta.
Una pequeña mancha de sangre. Como una moneda, ahí. Al centro de la cama.
Él se pone tieso y se aleja. Se vuelve hacia ella serio.
Agustina reconoce un poco esa mirada.
―Creo… ―empieza a decir él y se interrumpe. Se para de la cama―. creo que ya estás justa con la hora. Deberías irte.
*
Apenas entra al departamento su mamá le grita desde la pieza preguntando qué hizo que se demorara tanto.
Mucha fila, responde Agustina.
Deja los tampones en la mesa de entrada como evidencia.
Va su pieza y se deja caer en la cama.
Siento un olor nuevo exudar de ella, de su entrepierna
Un olor que insiste en ser olido, como un invitado insistente.
Le gustaría por lo menos sentir asco.
Pero lo peor es que no siente nada.
Amanda Teillery. (Santiago, Chile, 1995) Licenciada de la carrera de literatura creativa en la UDP y actualmente cursando el Magíster de literatura en la PUC. Autora de Cuánto tiempo viven los perros y La buena educación, ambos publicados por la editorial Planeta. Co-creadora y editora de la micro editorial de fanzines homologaediciones.