TERESITA
Se llamaba María Teresa Gallardo, pero con mi amiga Jenny le decíamos Teresita. Llegó un día a la clase de Historia y Geografía como reemplazo de otro profesor que estaba enfermo en casa. Dijo que tenía veintisiete años, era bajita, con el pelo largo, frondoso, de ondas caóticas, como si una selva se escondiera entre medio. Se vestía de negro y se delineaba los ojos con lápiz negro. Apenas se presentó, con su voz queda, tan seria, con Jenny comenzamos a criticarla de pies a cabeza, como suelen hacer las chicas de quince años que se sientan juntas en la última fila.
A las dos nos iba bastante mal en esa asignatura. Recuerdo que cuando llegué a ese liceo, en séptimo básico, no entendía en lo absoluto lo que explicaba el profesor, un hombre alto que se decía que era el amante de la de Matemáticas. Yo llegaba cada tantas semanas con una nota roja a la casa, y mi padre, un aficionado a las guerras mundiales, se hinchaba de la rabia y me pedía explicaciones sobre cómo no me daba la cabeza para eso. Cuando llegó Teresita empecé a poner más atención en clases, no tanto porque entendiera lo que estaba explicando, sino que quería que nuestras miradas se toparan, que pensara en que era muy buena alumna y con eso pudiera ganarme su cariño.
Cada vez que Teresita entraba a la sala yo miraba su pelo, esa aura de rulos esponjosos, despeinados, que se quedaban flotando un segundo en el aire cada vez que ella se movía o daba un giro con el cuerpo. Miraba sus ojos maquillados, que miraban de manera esquiva, quizás porque en definitiva no era fácil dictar clases a un curso de cuarenta y cinco adolescentes. De vez en cuando, alguien hacía algún comentario de lo que explicaba y eso la hacía sonreír. No ocurría con frecuencia, porque Teresita era tímida, como yo, pero me maravillaba que de todas maneras se veía muy segura de sí misma cuando enseñaba.
En los recreos, cuando salía al patio con Jenny, miraba hacia todas direcciones, buscándola. Cuando caminaba de vuelta a la sala era lo mismo. A veces la veía, entre la multitud, entrando a alguna sala. Yo sentía que el calor se me subía a la cara y que el estómago me revoloteaba. En su clase, me costaba cada vez más entender la materia. Mi capacidad de concentración era limitada y se enfocaba en ella. Yo, diminuta, callada en la última fila, no levantaba nunca la mano para opinar, porque quería que Teresita me viera poniendo atención, pero rogaba para mis adentros que jamás de los jamases tuviera que hablar frente a mis compañeras.
Una vez Teresita estaba explicando de la historia de Chile. Contaba que los mapuches se depilaban. El curso se preguntó que cómo, con expresiones de asombro. Teresita contó, con los ojos bien abiertos como si fuera tan obvio, que ellos confeccionaban pinzas, y con eso se aseguraban de sacarse el vello de raíz. Me imaginé la escena en mi mente volátil, una persona sacándose pelo a pelo de la cara. Recordé que depilarme el bigote a esa edad era de las cosas más dolorosas que existía y que menos mal las piernas y las axilas me las podía rasurar.
Un día, una compañera que se sentaba en la primera fila, Elisa, contó que a veces conversaba con Teresita en los minutos muertos de cuando recién llegaba a la sala y cuando tocaban el timbre que anunciaba el cambio de hora. La profesora le había contado que vivía en Maipú y que tomaba la micro en Parque Bustamante para llegar a casa. Cuando lo supe, la idea de esperarla a la salida del liceo y de seguirla comenzó a hacerse recurrente, casi parte de mi rutina. Me imaginaba caminando detrás de ella, a varios metros de distancia, con la cabeza gacha. Iríamos conejeando por las calles hasta llegar al paradero del parque, y apenas ella se subiera a la micro que le servía, yo me subiría tras de ella. Entonces me sentaría atrás, pero no tan cerca, para no incomodar ni despertar sospecha, hasta que llegáramos a Maipú. Me pregunté si sería casada o si tendría pololo. Elisa dijo que tenía pololo. Elisa sabía mucho. La odié de tanta envidia que sentí de repente.
Por suerte no alcancé a concretar el plan de seguirla, porque de seguro me habría perdido en el camino de vuelta. Yo ni sabía cómo volver de Maipú a mi casa en La Florida. Quizás debería haberme arriesgado, porque para cuando Teresita llevaba un mes haciéndonos clase, anunció que el reemplazo estaba llegando a su fin. El profesor titular debía volver a trabajar y ella vendría por última vez el viernes. Con Jenny planeamos qué hacerle de despedida, porque era la profesora favorita de las dos y estábamos desconsoladas de no volver a verla. Yo dije que llevaría mi cámara de fotos, para retratarla ese último día y poder recordarla siempre. No dije en voz alta eso último, pero era lo que pensaba. Además, llevaría un libro de historia de Chile muy viejo que había en casa, de hojas roneo, para que me lo autografiara en la primera página. Jenny dijo que por qué haría eso, si los que autografían los libros son los autores. Me encogí de hombros.
Cuando llegó el día, mis compañeras le dijeron muchas palabras bonitas y una le regaló un ramito de flores. Teresita sonría como nunca la había visto, con los ojos llorosos de la emoción. Mis cuarenta y cuatro compañeras la miraban, algunas sentadas, otras de pie, otras paradas sobre sus sillas, gritando ‹‹QUÉ HABLE, QUÉ HABLE››. Ella dijo que le había gustado mucho hacernos clases, que éramos un muy buen curso y que nos iba a echar de menos. Sus mejillas estaban rojas como nunca las había visto, sonreía avergonzada y de seguro en ella competían las ganas de darnos las gracias y de salir corriendo. Se notaba que le costaba expresarse para dar discursos íntimos y que no fueran de la asignatura que daba. Yo la miraba con un nudo en el estómago. Tenía tantas ganas de abrazarla, de decirle que todo estaría bien, de hundir mi cara en su pelo, de sentir su cuerpo contra el mío. Ya no volvería a verla ni sabría dónde vivía. Eso me pesaría para siempre.
Yo tenía el libro de historia sobre la mesa y lo tocaba a cada rato, lista para agarrarlo y salir detrás de Teresita. Cuando sonó el timbre, nuestra profesora de Historia reemplazante tomó el libro de clases, se despidió de la multitud con un gesto y se fue por el pasillo repleto de chicas de otros cursos que salían a recreo. Con Jenny supimos que ese era el momento y fuimos tras ella. La divisamos varias salas más allá, la llamamos, ella se dio vuelta y a mí se me fue la voz. Tenerla frente a frente, mirándonos fijo como lo estaba haciendo, con esos ojos tan grandes y maquillados, fue demasiado impactante para mí. La mujer en la que yo pensaba todo el tiempo, sobre quien imaginaba escenarios antes de quedarme dormida en la noche, con quien nunca había hablado cara a cara a tan corta distancia, me miraba a mí y a mi amiga, esperando que dijéramos algo. Solo atiné a mostrarle la cámara y que ella entendiera que quería sacarle una foto, un retrato, para recordarla, para mirarla cuando estuviera sola, en mi pieza. En mi otra mano alcé el libro que quería que firmara. Esperaba sus palabras, su aprobación hacia mí, la alumna de la última fila que la miraba fijo desde que empezaba cada clase hasta que terminaba, de la que la espiaba en los pasillos del liceo. Mi boca temblaba con una sonrisa absurda. Teresita vio la cámara, vio el libro. Entendió lo que le pedía. Vi que puso los ojos en blanco, fastidiada. Resopló, se dio media vuelta y se perdió a lo lejos, hacia la escalera que la llevaba a la sala de profesores. Lo último que vi fue su mata de pelo selvático flotando tras de ella.
Camila Brito (Santiago, 1987), hija de una dueña de casa y un trabajador de una fábrica metalúrgica, creció con gran interés en la lectura. Comenzó a escribir narrativa a los 24 años gracias a los talleres literarios de su ciudad, a los que asiste hasta el día de hoy, mientras ejerce la profesión de enfermera. Es autora del cuento Los aromos de la antología Seis Sangres (Bathory Ediciones, Quilpué, 2019).