Convocatoria: Pilar Villanueva. Narrativa

 

CIEMPIÉS 

 

Tirado en el piso de la cocina, con las tripas afuera y los oídos reventados, tenía de fondo la voz de su madre: «nunca te quedes dormido en el pasto Panchito o el diablo se va a aprovechar», y vaya que se había aprovechado.

Ayer había sido rechazado en otra entrevista de trabajo. Ahora le parecía una nimiedad, pero en ese momento la noticia le había robado la vida. Las deudas se acumulaban en el buzón de la puerta, ya no tenía luz ni agua caliente y era cosa de días que lo fueran a sacar de la casa. La razón del rechazo era la misma de siempre: no tenía el perfil que la empresa necesitaba. Todos le habían dejado claro que a un bueno para nada como él no se le daban segundas oportunidades.

Caminó por horas sin rumbo haciendo oídos sordos de los gruñidos de su estómago. Cuando por fin se dignó a alzar la cabeza se encontró en una plaza que estaba igual de desolada que él. Los juegos infantiles estaban rotos, devorados por el óxido, llenos de basura y botellas quebradas. Cansado de andar, fue a sentarse al único rincón que le quedaba algo de pasto quedándose dormido casi al instante. Si, ahora que lo pensaba, solo el diablo pudo haberlo poseído para que se quedara durmiendo en un lugar tan desamparado.

Una brisa helada le hizo abrir los ojos descubriendo que ya atardecía, por lo que se levantó de un salto y apuró el paso para llegar a su casa. Esos barrios no eran para andar tarde, aunque tampoco lo eran para dormir. Al llegar a su hogar, vio que el buzón volvía estar lleno de deudas, órdenes de desalojo, de embargo, lo típico del día. Agarró todos los papeles y los tiró al basurero sin siquiera darles una ojeada. No tenía sentido, todos siempre decían lo mismo.

Se dedicó a su rutina nocturna que consistía en comer fideos instantáneos que había robado del supermercado, leer los avisos de trabajo en internet con el wifi del vecino, para terminar en la cama sin soluciones ni esperanzas de arreglar algo. Acostado, mirando el techo lleno de hongos se le pasó por la cabeza rezar, hace mucho que no lo hacía, pero ya que estaba desesperado supuso que no perdería nada intentando.

–Dios padre, todopoderoso… —comenzó cerrando los ojos— mmm… que estás en la tierra y el cielo, no, espera… en el cielo y la tierra, no así tampoco…

Dio un grito exasperado que asfixió en la almohada y prefirió intentar dormir, total, hablar con ese tal Dios nunca lo había ayudado. Se dispuso a dormir anhelando que mañana fuera un día mejor y…

«nic, nic, nic…»

Abrió los ojos reencontrándose con su techo enmohecido. Su oreja derecha había comenzado a picarle. No le tomó mucha importancia, pues no se había bañado en una semana, el clima no estaba para duchas frías. Se rascó un rato con el meñique y el alivio fue instantáneo. Volvió a cerrar los ojos, esta vez ya sintiendo el peso del cuerpo (y de otro rechazo laboral).

«nic, nic, nic…»

No lo había imaginado. Aún con los ojos cerrados se concentró en el ruidito que escuchaba. No parecía que proviniera de su pieza, si no de mucho más cerca. Abrió los ojos y se puso a mover las almohadas, sacudir las sábanas y como no, casualmente rascarse otra vez la oreja. No encontró nada y se tiró a la cama como peso muerto. Volvió a rascarse la oreja y cerró los ojos para dormir.

«nic, nic, nic… mi casita haré aquí»

Saltó de la cama como si le hubieran prendido fuego. Eso no lo había imaginado, estaba seguro. Una voz, un ruidito y todo provenía de su interior. La picazón volvió, pero con mayor fuerza y lo que es peor, se movía. El malestar comenzó en su oreja derecha, luego lo sintió en sus ojos, en su nariz, hasta que llegó a la oreja izquierda.

«o quizás la haga por acá… nic, nic,nic»

Corrió al baño a mirarse en el espejo con la luz de su celular, pero no vio nada. Mañana tendría que ocupar la última plata que le quedaba para ir al médico, pero ahora tenía que dormir. Si no dormía… no, no podía pasar eso de nuevo. Se tomó su dosis de emergencia de clonazepam y se fue a la cama. Todo se iba a solucionar mañana.

 

Sentado en la consulta del médico parecía un perro sarnoso. Se rascaba sin parar una oreja y luego la otra, tanto que ya se podía ver la carne viva. Cuando el médico le puso el aparatito en la oreja tuvo que usar toda su fuerza de voluntad para no moverse.

—No veo nada —dictaminó el médico— Le dejaré unas gotitas para aliviar la picazón.

—¿Cómo que nada? —respondió temblando— Yo lo siento, lo escucho, ¡algo está viviendo ahí!

No hubo caso. El medico insistió que nada habitaba en sus orejas y que solo era una simple irritación. Le pasaron las gotitas en una bolsa arrugada y lo escoltaron dos guardias a la salida cuando comenzó a increpar al médico. Se fue corriendo a su casa rascándose sin parar, golpeándose las orejas descontrolado. Al llegar fue directo al baño a mirarse de nuevo y lo vio. Saliendo de su oreja derecha un ciempiés cruzó con rapidez por su cara para meterse en la oreja izquierda. El sonido de sus patas se escuchó fuerte y claro reemplazando el latido de su corazón.

«nic, nic, nic… un nido haré aquí»

Agarrado del lavamanos como si lo fuera arrancar de cuajo, gritó con todo el aire que tenía en los pulmones hasta quemarle. Salió a la calle pidiendo ayuda, agarrando a quien pillara en el camino pidiéndole que le sacara el ciempiés de su cuerpo, pero todos lo esquivaban como si fuera la plaga misma. Fue la policía quien terminó por entrarlo a su casa, ya que los vecinos se habían quejado de su comportamiento. Si volvía a hacer ese tipo de escándalo, se iría preso.

—Solo quiero que me ayuden —gimoteó de rodillas— Sáquenmelo, por favor.

Un portazo en la cara fue todo lo que recibió. De rodillas frente a la puerta en la oscuridad de su mohosa casa el sonido del ciempiés volvió a arremeterlo. La picazón volvió con más ímpetu y acompañada de lo que parecían mordiscos.

—¡No, no, no! ¡Me pica! ¡Me pica! —gritó golpeando el suelo con los puños.

Se levantó a duras penas mientras tenía en ambas orejas los dedos metidos, pero la picazón no cesaba. Comenzó a azotar la cabeza en las paredes, en los muebles, pero no servía de nada. Se echó todo el frasco de gotas que le dio el medico en una de las orejas, pero solo le quemó por unos minutos. Lloraba a todo pulmón, ya no le importaba que los vecinos se quejaran, su sufrimiento era interminable y solo quería paz.

«nic, nic, nic… si quieres dormir, deshazte de mí»

Pasó cerca de un espejo y vio como el ciempiés entraba y salía a su antojo, primero por una oreja, luego por su nariz, por la boca, repitiendo su ciclo burlón sin que él lo pudiera pillar. Lo sentía mordisqueando su cerebro, rasguñándole la garganta. Se indujo el vómito, pero solo salió sangre. No podía más, tenía el cuerpo cansado y solo quería dormir ¿Por qué nadie venia en su ayuda? No tenía amigos a quien llamar, su madre no le hablaba y ni el médico y la policía le habían creído. Solo podía contar con él mismo para obtener la paz que necesitaba.

Acudió a la cocina decidido a terminar con todo. Sacó uno de los cuchillos pequeños, el más largo y fino que encontró. «Perfecto», pensó. Apretó el mango con fuerza y sin vacilación se lo enterró en la oreja derecha. Ahogó el grito mordiéndose la lengua, pero luego de unos segundos sonreía, la picazón de ese oído se había acabado. Sacó el cuchillo con algo de dificultad, pero antes de que pudiera meditar si era buena idea o no seguir, se lo enterró en la otra oreja. El alivio aumentó. La sangre de ambos oídos corría por sus hombros calentándole la piel como un abrazo fraterno. No escuchaba nada más que un zumbido que parecía venir del más allá.

«nic, nic, nic… mis hijos ya están aquí»

—¡Maldito bastardo! —gritó furioso, o eso pensó pues no lograba escuchar su propia voz.

Lo que si sintió fue la vibración de cientos de patitas caminando por su cuerpo. Todas se dirigían a su abdomen hinchado, el único lugar donde había carne de sobra para alimentarlos. A medida que avanzaban sentía los pellizcos y de nuevo la picazón incesante que había logrado aliviar hace tan solo unos minutos. «Si lo hice una vez, lo puedo hacer otra», se dijo a sí mismo.

—¡Salgan bastardos! ¡Salgan!

Tomó el cuchillo con el que cortaba la carne y una y otra vez apuñaló su abdomen, matando a los malditos bichos que se querían apoderar de su cuerpo. Siguió y siguió, aunque ya no veía ni donde lo enterraba por tanta sangre acumulada. Dio un paso y se resbaló con el charco que él mismo había creado. Tirado en el piso de la cocina, ahogándose por los ciempiés que salían a borbotones de su boca, recordó a su madre.

«Cuánta razón tenías mami».

 

Todos los vecinos de la cuadra estaban agolpados al frente de una casucha que parecía a punto de desintegrarse. La policía había cercado todo el lugar dándoselas de importantes. Los forenses habían salido manchados de sangre y entre todos llevaban la bolsa del cadáver.

—¿Qué paso, entraron a robar? —dijo una vecina que recién llegaba.

—No, se suicidó el vecino —le dijo la otra— Ayer andaba como verraco diciendo que tenía un bicho viviendo en la oreja y dicen que en la noche se mató.

—¿Y encontraron algún bicho?

—Qué van a encontrar, si el bicho raro era él.

Y ambas comenzaron a reír.

«nic, nic, nic»

 

 

Pilar Villanueva, (seudónimo P.J Fenriz). Matrona titulada de la Universidad de Valparaíso y diplomado en sexualidad por el Instituto ETSex, Santiago. Desde que puede recordar ha amado la lectura y escribir. Sus inicios en la escritura, son poemas de amor al son de Leonardo Favio y de ahí se han acumulado cuentos e historias de variados géneros. Un poco nerd, otaku, amante de los animales y piscis. Siempre en las nubes pensando cuál será su próximo escrito.

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