El bebé de Desiree. Kate Chopin

 

EL BEBÉ DE DESIREE

 

Traducción de Ignacio Contador Borquez

 

Ya que el día estaba agradable, doña Valmonde fue hasta L’Abri para ver a Desiree y a su bebé.

La hizo reír el pensar en Desiree con un bebé, porque parecía que fue ayer cuando Monsieur la encontró durmiendo a las sombras del gran pilar de piedra siendo solo una pequeña; mientras pasaba a caballo a través de las puertas de entrada de Valmonde.

La chiquilla despertó en sus brazos y comenzó a llorar llamando a “Dada” Eso era todo lo que podía decir o hacer.

Algunas personas creían que ella se desvió y llegó ahí, ya que se encontraba hacia el sector peatonal. Sin embargo, lo que más se decía era que la habían dejado ahí una pareja de tejanos, quienes cruzaron el ferry construido por Coton Maiis justo bajo la finca en su carruaje de techo forrado, muy temprano en la mañana.

Al instante, doña Valmonde dejó las especulaciones y llegó a la conclusión de que se la había enviado la piadosa Providencia para que ella la cuidase, ya que ella no podía tener bebés. De este modo, la nena creció hermosa, cariñosa, sincera y enérgica. La predilecta de Valmonde. Y esto no era para menos. Un día, se durmió a la sombra del pilar de piedra, donde dormía también hace 18 años, y Armando Aubigny la vio mientras pasaba cerca y se enamoró de ella, como un impacto directo al corazón. Así se enamoraban todos los Aubigny Lo extraño es que antes no le gustaba, a pesar de que la conocía hace tiempo, desde que su padre lo trajo a casa desde París, a los ocho años, después de la muerte de su madre.

La pasión que despertó en él ese día al verla en las puertas principales, arrasó como avalancha, o como pradera en llamas, o como cualquier cosa que te lleva a superar obstáculos sin pensarlo.

El señor Valmonde era práctico y sensato y entendía lo del origen oscuro de la chica, y debía ser aclarado. Armando la miró a los ojos y eso no le importó. Recordó que ella no tenía nombre. ¿Qué importaba cuando en realidad él podía darle uno de los nombres más antiguos y de mayor orgullo en Luisiana? Mandó a pedir la canastilla de boda desde Paris. Tuvo que llenarse de paciencia hasta su llegada, para luego terminar casados.

Hacía cuatro semanas que la señora Valmonde no veía a Desiree y a su hijo. Al llegar a L’Abri, como siempre le sucedía, se estremeció ante la primera impresión. Era un lugar triste, que durante muchos años no había conocido la dulce presencia de una mujer, de una dama. El viejo Monsieur Aubigny se había casado y había enterrado a su esposa en Francia; y Madame Aubigny había amado demasiado su tierra como para alejarse de ella.
El techo caía en pendiente inclinada, negro como capucha de monje, y bajaba más allá de las amplias galerías que rodeaban la casa de estuco amarillo. A su lado se erguían robles altos y austeros, cuyas largas y frondosas ramas daban sombra a la casa como un paño mortuorio. El joven Aubigny era estricto, además: bajo su mando, los negros llegaron a olvidar la alegría que habían disfrutado en los tiempos plácidos e indulgentes del viejo amo.
La joven madre se recuperaba lentamente y yacía recostada, entre muselinas y encajes, en un sofá. El bebé reposaba a su lado, todavía en sus brazos, donde se había dormido. La nodriza de piel cetrina estaba sentada frente a la ventana, abanicándose.
La señora Valmonde inclinó su corpulenta figura sobre Desiree y la besó, mientras la abrazaba con ternura un instante. Enseguida miró al niño.
—¡Éste no es el niño! , exclamó en tono sobresaltado. El francés era el idioma que se hablaba en esos días en Valmonde.
—Sabía que te ibas a sorprender —rio Desiree—, por la manera en que ha crecido. ¡El pequeño cochon de lait! Mira sus piernitas, mamá, y sus manos y uñas, uñas de verdad. Zandrine tuvo que cortárselas esta mañana. ¿No es cierto, Zandrine?
La mujer inclinó majestuosamente la cabeza cubierta por un turbante:
Así es, señora.
—Y su manera de llorar, continuó Desiree, aturde a todos. El otro día, nomás, Armand lo oyó desde la cabaña de La Blanche, que está bien lejos de aquí.
La señora Valmonde no le había quitado los ojos de encima al pequeño en ningún momento. Lo alzó en brazos y caminó con él hacia la ventana mejor iluminada. Lo examinó con cuidado y miró desafiante a Zandrine, que había desviado la cara para contemplar la campiña.
—Sí, el niño ha crecido, ha cambiado, dijo la señora Valmonde, despacio, mientras lo colocaba de nuevo al lado de su madre—. ¿Qué dice Armand?
El rostro de Desiree resplandeció de felicidad.
—¡Ah! Armand es el padre más orgulloso del condado, estoy segura. Sobre todo porque es un varón, que llevará su nombre, aunque dice que no…, que hubiera querido igualmente a una niña. Pero sé que no es cierto. Sé que lo dice para complacerme. Y, mamá, agregó, atrayéndola hacia ella y hablando en voz baja, no ha castigado a ninguno de ellos, a ninguno de ellos, desde que el bebe nació. Ni siquiera a Negrillon, que fingía haberse quemado la pierna para no trabajar. Armand solo se rio y dijo que Negrillon era un gran pillo. ¡Ay, mamá, me asusta ser tan feliz!
Lo que decía Desiree era verdad. El matrimonio y luego el nacimiento de su hijo habían ablandado la naturaleza arrogante y exigente de Armand en forma notoria. Esto era lo que hacía tan feliz a la dulce Desiree, pues ella lo amaba con pasión. Cuando él arrugaba la frente, ella temblaba, pero lo seguía amando. Cuando él sonreía, no había para ella mayor bendición del cielo. Pero ningún enojo había desfigurado el semblante moreno y atractivo de Armand desde el día en que se había enamorado de Desiree.
Cuando el bebé tuvo alrededor de tres meses, Desiree se despertó una mañana con la sensación de que había algo imperceptible en el ambiente que amenazaba su tranquilidad. Al principio, el sentimiento era demasiado sutil para captar su sentido. Se trataba solo de una insinuación inquietante, un aire de misterio entre los negros; apariciones inesperadas de vecinos lejanos que apenas podían justificar sus visitas. Luego, un cambio extraño y terrible en el comportamiento de su marido, que ella no se atrevía a pedir que explicara. Al dirigirse a ella, él desviaba la mirada, despojada del destello amoroso de antaño. Se ausentaba del hogar; y cuando estaba en casa, eludía su presencia y la del bebé, sin ninguna excusa. Y, de pronto, el mismo Satanás parecía poseerlo en su trato con los esclavos. Desiree se sentía tan desgraciada que deseaba morir.
Una tarde calurosa estaba sentada en su habitación, en salto de cama, retorciendo indiferente entre los dedos el largo y sedoso cabello que le caía sobre los hombros. El bebé, semidesnudo, dormía en la cama de caoba de Desiree, un gran lecho semejante a un gran trono, con el dosel revestido en satén. Uno de los pequeños mestizos de La Blanche, también semidesnudo, estaba de pie refrescando despacio al niño con un gran abanico de plumas de pavo real. Los ojos de Desiree se habían posado con tristeza, distraídamente, en el niño, mientras se esforzaba por penetrar en la niebla amenazadora que sentía cernirse sobre ella. Miró primero a su hijo y luego al niño que estaba de pie a su lado, y de este a su hijo, una y otra vez. “¡Ah!” No pudo sofocar el grito. Es más, ni siquiera se dio cuenta de que lo había pronunciado en voz alta. La sangre se le heló en las venas y un sudor húmedo le empapó el rostro.
Intentó hablarle al pequeño mestizo, pero ningún sonido salió al principio de sus labios. Al oír su nombre, él miró a su ama, que le señalaba la puerta. Dejó a un lado el abanico, grande y suave, y obedientemente se deslizó, descalzo, por el piso lustroso, de puntillas.
Ella permaneció inmóvil, con los ojos clavados en su hijo, mientras su rostro se convertía en la imagen misma del terror.
Poco después, su marido entró en el aposento. Se acercó a la mesa y, sin prestarle atención, empezó a buscar entre varios papeles que la cubrían.
—Armand, lo llamó, en un tono de voz que hubiera desgarrado a un ser humano. Pero él no se dio cuenta. Armand, repitió. Entonces fue hacia él, tambaleándose. Armand, dijo una vez más, con sonidos entrecortados, mira a nuestro hijo. ¿Qué significa? Dime.
Fríamente, pero con suavidad, él desprendió uno a uno los dedos que tomaban su brazo y le apartó la mano.
—¡Dime qué significa! gritó desesperada.
—Significa, le respondió gentilmente,  que el niño no es blanco; significa que tú no eres blanca.
La comprensión inmediata del sentido de aquella acusación le dio inusitadas fuerzas para defenderse.
—Es mentira, no es verdad, ¡soy blanca! Mira mi cabello, es castaño. Mis ojos son grises, Armand. Tú sabes que son grises. Y mi piel es clara, dijo, tomándolo de la muñeca. Mira mis manos, más blancas que las tuyas, Armand, ríe histéricamente.
—Tan blancas como las de La Blanche, replicó con crueldad, y se fue, dejándola sola con el niño.
Cuando ella pudo sostener un lápiz en sus manos, le escribió una carta desesperada a la señora Valmonde.
“Madre, me dicen que no soy blanca. Armand me ha dicho que no soy blanca. Por amor de Dios, diles que no es cierto. Tú sabes, sin duda, que no es cierto. Me moriré. Debo morir. No puedo ser tan infeliz y seguir viviendo.”
La respuesta fue breve:
“Querida Desiree: regresa a Valmonde, regresa a tu madre que te quiere. Ven con tu hijo.”
En cuanto llegó la carta, Desiree la llevó al estudio de su marido y la puso sobre el escritorio delante de él. Ella parecía una estatua de piedra: callada, pálida, inmóvil.
En silencio y fríamente, él recorrió con la vista las palabras escritas. No dijo nada.
—¿Debo ir, Armand? —preguntó. El suspense en la voz delataba su angustia.
—Sí, vete.
—¿Quieres que me vaya?
—Sí, quiero que te vayas.
Armand pensaba que Dios había sido injusto y cruel con él; y sentía, de algún modo, que le pagaba al Señor con la misma moneda cuando desgarraba así el corazón de su mujer. Además, ya no la amaba; grande había sido la injuria, por inconsciente que fuera, con la que ella había manchado su casa y su nombre.
Ella le dio la espalda como si la hubiesen aturdido de un golpe y caminó despacio hacia la puerta, con la esperanza de que la volviese a llamar.
—Adiós, Armand, gimió.
Él no le respondió. Fue su última venganza contra el destino.
Désiree salió a buscar a su hijo. Zandrine estaba paseando al niño por la lúgubre galería. Lo tomó de los brazos de la nodriza sin ninguna explicación, bajó las escaleras y se alejó bajo las frondosas ramas de los robles eternamente verdes.
Era una tarde de octubre; el sol empezaba a hundirse en el horizonte. Afuera, en el campo, los negros recogían algodón.
Désiree no se había cambiado el salto de cama, blanco y fino, ni las pantuflas que llevaba puestas. Nada cubría sus cabellos, y los rayos de sol arrancaban destellos dorados de sus mechones castaños. No se dirigió hacia el camino ancho y transitado que conducía a la distante finca de Valmondé. Caminó a través de un campo desierto, donde el rastrojo lastimó sus exquisitos pies, calzados tan delicadamente, e hizo trizas su camisón vaporoso.
Desapareció entre los juncos y los sauces que crecían enredados a orillas del profundo e indolente pantano; y nunca más regresó.
Semanas después, en L’Abri, tuvo lugar una curiosa escena. En el centro de un patio posterior, barrido con pulcritud, había una gran hoguera. Armand Aubigny se encontraba sentado en el amplio zaguán desde donde dominaba el espectáculo; era él quien repartía, entre una media docena de negros, el material que mantenía vivo el fuego.
Una elegante cuna de madera de sauce, con todos sus primorosos adornos, fue puesta en la pira, que ya había sido alimentada con la suntuosidad de un magnífico ajuar de bebé recién nacido. Había vestidos de seda, y junto a éstos, otros de raso y de terciopelo; encajes, también, y bordados; sombreros y guantes, pues la canastilla de bodas había sido de excepcional calidad.
Lo último en desaparecer entre las llamas fue un pequeño manojo de cartas; inocentes garabatos diminutos que Désiree le había mandado durante los días de su vida en común. Quedaba una hoja suelta en la parte de atrás del cajón de donde había tomado el manojo. Pero no era de Désiree. Pertenecía a una vieja carta de su madre dirigida a su padre. La leyó. En ella, su madre le agradecía a Dios por haberla bendecido con el amor de su esposo.
“Pero, sobre todo”, había escrito, “agradezco noche y día al buen Dios por haber cruzado de tal manera nuestras vidas, que nuestro querido Armand nunca sabrá que su madre, quien lo adora, pertenece a la raza que ha sido marcada a fuego con el estigma de la esclavitud”.

 

 

Kate Chopin (1851 – 1904) Nacida en Saint Louis, Missouri, E. U., el 8 de febrero de 1850. Considerada en su tiempo una escritora polémica y desafiante, Chopin expuso, con humor y sin ambages, el conflicto entre la supuesta inocencia femenina y la sensualidad, entre el ímpetu físico y las convenciones sociales y religiosas de la era victoriana. Las tensiones sociales y raciales en la Nueva Orleans de mitad del siglo xix también fueron escenario de su obra. Entre sus publicaciones se encuentra la novela El despertar y varias historias cortas.

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