El medallón. Kate Chopin

 

 

EL MEDALLÓN

 

 Traducción de Ignacio Contador Borquez

 

I

 

Una noche de otoño, un grupo de hombres estaba reunido alrededor de una fogata en la ladera de una colina. Pertenecían a un pequeño destacamento de Fuerzas Confederadas, y esperaban órdenes para partir. Sus uniformes grises lucían más que andrajosos. Uno de los tipos estaba calentando algo en una taza de lata sobre las llamas. Dos más estaban acostados un poco más allá, mientras un último estaba pegado a la luz intentando descifrar una carta. Tenía el cuello de la camisa desbrochado desabrochado, además de otros botones de su camisa.

“¿Qué es lo que tienes al rededor del cuello, Ned?” ―preguntó uno de los hombres tendido en la oscuridad.

Ned ―o Edmundo― automáticamente abrochó otro botón de su camisa y no respondió. Siguió leyendo su carta.

“¿Es la fotografía de tu pareja?”

“No es la foto de una mujer”, dijo el tipo al lado de la fogata. Ya había sacado su latita del fuego y ahora estaba revolviendo el contenido mugriento con un palito. “Eso es encantador, de magia Hudú, o algo así. Se lo dio un sacerdote para mantenerlo lejos de los problemas. Conozco a los católicos. Así fue como Frenchy fue promovido y no sufrió ningún rasguño en las filas. ¿Cierto, French? — Edmundo quitó la mirada de su carta y preguntó “¿Qué cosa?”

“Eso que tienes en el cuello es un talismán?”

“Debe serlo, Nick” ―Respondió Edmundo sonriendo. “No sé cómo hubiese sobrevivido durante este año y medio sin él”.

La carta hizo que Edmundo se pusiera nostálgico. Se acostó sobre su espalda y miró directo hacia el cielo y las estrellas parpadeantes. Pero no pensaba en ellas, solo pensaba en cierto día de primavera cuando las abejas zumbaban sobre las clemátides, mientras una chica se despedía de él. Vio cómo se desabrochaba el medallón del cuello y lo ponía en el de él. Era un medallón dorado antiguo con fotos miniatura de su padre y madre, con sus nombres y la fecha de su matrimonio. Era su posesión más preciada.

Edmundo pudo sentir de nuevo los pliegues de la suave bata blanca de la chica y ver caer las mangas mientras sus brazos rodeaban su cuello. Su dulce rostro, atractivo, patético, atormentado por el dolor de tener que partir se dejó ver ante él tan real como la propia vida. Se giró, enterró la cabeza en su brazo y ahí se quedó quieto.

La noche profunda y traicionera con su paz esparcida por todo el campo. Él soñó que el hada Octavia le dio una carta. Él no tenía un asiento para ofrecerle y se sentía avergonzado de su vestimenta. También lo complicaba lo pobre de la cena que le pidió compartir con él.

Soo con una serpiente que se enrollaba en su garganta, y cuando trató de quitarla, se deslizó. Luego, su sueño subió el volumen. “¡Pilla a tus chicos, Frenchy!” Nick gritaba en su cara. Había lo que parecía ser una pelea, nada muy tranquilo. Se veía vida al costado de la colina, con luces que saltaban entre los pinos. Al este, se veía nacer al amanecer entre la oscuridad. Los rayos aún eran tenues en el llano.

“De qué se trata?” Vio a una gran ave negra en la punta del árbol más alto. Era viejo, solitario y sabio, aunque no lo suficiente para saber qué estaba pasando. Así que durante todo el día pestañó mientras se lo preguntaba. El ruido fue más allá de la planicie y cruzó la colina para así despertar a los bebés que dormían en sus cunas. El humo giraba hacia el sol y oscurecía toda la planicie, así que las estúpidas aves pensaron que iba a llover, pero la más sabia no.

“Son niños jugando un juego”, pensó. “Aprenderé más si los miro un poco más.”

Al acercarse la noche desaparecieron con su ruido y humo. Luego la vieja ave abrió las alas. ¡Al fin había entendido! Con una batida de sus grandes alas negras se lanzó en picada hacia la planicie.

Iba un hombre por la planicie vestido de clérigo. Su misión era entregar el consuelo de la religión a cualquier persona que siguiera con vida. Un esclavo negro lo acompañaba, llevaba agua y vino.

Aquí no había heridos, ya estaban lejos. Sin embargo, la retirada era inminente, y los buitres, junto a los buenos samaritanos iban a tener que mirar a la muerte. Había un soldado–Un simple chico–acostado mirando al cielo. Sus manos tocaban el césped, y sus uñas estaban llenas de tierra y restos de pasto que había reunido en su desesperación ante la vida.

Su mosquete ya no estaba, no tenía sombrero y su rostro y ropas estaban sucios.

Alrededor de su cuello colgaba una cadena y medallón de oro. El sacerdote, inclinado hacia él abrió la cadena y la quitó del cuello del soldado. Había nacido acostumbrado a los terrores de la guerra y podía enfrentarlos sin miedo. Sin embargo, su pathos siempre hacía que sus ojos cansados quedaran con lágrimas.

Sonaba el ángelus a medio kilómetro. El sacerdote y el esclavo se arrodillaron y juntos murmuraron la bendición de la noche y una plegaria por los muertos.

 

II

 

La paz y belleza de un día de verano había descendido a la tierra como una bendición. Junto con el camino lleno de hojas que rodeaba un arroyo en Luisiana central, pasaba una carreta, el peor vehículo para caminos difíciles comparados con las carreteras de ciudad. Los caballos negros y grandes iban en un trote tranquilo. Al cochero tampoco le importaba ir lento.

Dentro del vehículo iba Octavia y su vieja amiga y vecina, Judge Pillier, quien la llevo a un paseo matutino.

Octavia llevaba un vestido negro liso, muy simple. Un cinturón angosto afirmado a la cintura y las mangas terminaban ajustadas en las muñecas. Descartó usar su falda acampanada para no parecer una monja. Bajo su corpiño descansaba el viejo medallón. Ella nunca lo había mostrado. Se lo habían regresado santificado y ahora era preciado para ella, tal como lo son a veces las cosas materiales, al ser asociados a momentos importantes de la existencia.

Leyó cien veces la carta que venía con el medallón. Durante esa misma mañana, ella ya tenía la carta analizada. Mientras se sentaba junto a la ventana ponía la carta sobre su regazo. Entraron aromas pesados y especiados junto con el canto de las aves y el zumbido de los insectos en el aire.

Ella era tan joven y el mundo era tan bello que la invadió una sensación de irrealidad mientras volvía a leer la carta del sacerdote. Le contaba de ese día de otoño con ella, con los tonos dorados y rojizos hacia el oeste, con la noche haciéndose presente con la oscuridad para cubrir las caras de la muerte. ¡Oh! Ella no podía creer que uno de esos muertos era cercano. Con semblante miró al cielo gris con agonía y súplica. Una sensación de resistencia y rebelión la recorrió. ¿Por qué estaba la primavera aquí con sus flores y sus aromas seductores, si él estaba muerto? ¿Por qué estaba ella aquí? ¿Qué más debía hacer en vida?

Octavia había experimentado muchos momentos de desesperación, pero la resignación no se hacía esperar y se posaba sobre ella como un manto que la cubría.

“Creceré vieja, callada y triste como la pobre tía Tavie” ―murmuraba mientras guardaba la carta para dejarla en la secretaría. Ya sentía una pequeña sensación pacata, como a su tía Tavie. Caminó lentamente, inconscientemente imitaba a la Damicela Tavie, lo que le había dejado ella como posesión para su juventud y sus ilusiones.

Mientras se sentaba en la vieja carreta, al lado del padre de su amado fallecido, la volvió a invadir la terrible sensación de pérdida que ya la había perseguido antes. El alma de su juventud pedía derecho para compartir la gloria y la exultación del mundo. Ya había aprendido, y puso su velo más cerca del rostro. Era un viejo velo negro de su tía Tavie. Entró un olorcillo a tierra del camino, mientras ella secaba sus mejillas y sus ojos con su suave pañuelo blanco, hecho a mano, fabricado de uno de sus antiguas enaguas musulmanas.

“¿Me harías un favor, Octavia?” ―preguntó el juez con ese tono inquisidor que nunca abandonó. “Quítate ese velo. Se ve fuera de armonía con la vibra del día.”

La joven obedeció la petición de su viejo acompañante y desenredando el complicado pañuelo oscuro de la cabeza, lo dobló y lo dejó en el asiento frente a ella.

“¡Así está mejor, mucho mejor!” ―dijo en un tono de alivio.

“No te lo vuelvas a poner, cariño.” Octavia se sintió algo herida al sentir que le quitaban el poder compartir la carga de desgracia que la ha rodeado. Una vez más debió usar su pañuelo blanco.

Ya habían abandonado la carretera y entraron a una planicie que antes había sido una antigua pradera. Había arbustos y algunos árboles maltratados por aquí y por allá, aunque hermosos ante la radiante primavera. Había ganado pastando a lo lejos, en donde el pasto era más alto y frondoso. Al final de la pradera estaba el imponente cobertura rojiza, a los pies de la casa del juez Pillier. La esencia de sus grandes flores los recibió como una cálida bienvenida. Mientras se acercaban a la casa, el viejo caballero puso un brazo alrededor de los hombros de la chica, y mientras le giraba el rostro, le dijo: “¿No crees que un día de estos pueda ocurrir un milagro? Cuando todo el planeta vibra de vida. ¿No te parece, Octavia? ¿Que el paraíso se detenga y nos devuelva a nuestros muertos?” ―dijo en voz baja, lo que era raro en él. Se sentía un temblor en su voz, lo que no era habitual, además de que en su semblante se marcaron todas sus arrugas. Ella lo miró con ojos llenos de súplica y algo de terror.

Habían estado yendo por el camino con la imponente cobertura rojiza a un costado, y el campo abierto al otro lado. Los caballos habían apresurado su paso. Mientras se acercaban a la avenida hacia la casa, todo un coro de cantantes emplumados crearon un torrente de melodía desde sus escondites entre la hojas.

Octavia sentía como si hubiera pasado a una etapa de existencia que era como un sueño, más conmovedor que la propia vida. Ahí estaba la vieja casa gris con sus aleros inclinados. Entre lo difuso de los verdes, vió rostros familiares y escuchó voces como si vinieran de entre el descampado, como si Edmundo la consolara. Su fallecido Edmundo, con vida para ella. Sintió el latido de su corazón contra el de ella y el agonizante éxtasis de sus besos al despertarla. Era como si el espíritu de vida y el despertar de la primavera le devolvieran el alma a su juventud, lo que la llenó de gozo.

Hace varias horas atrás, Octavia había sacado el medallón de su pecho y miró a Edmundo con una mirada que demostraba dudas.

“Fue la noche anterior al compromiso” ―dijo él― “Con la prisa del encuentro y el deber volver al día siguiente, nunca lo extrañé hasta que la pelea había acabado. Pensé que lo había perdido en el calor del momento, pero lo habían robado”.

“Robado”, tembló y pensó en el soldado muerto con el rostro elevado hacia el cielo entre agonía y súplica.

Edmundo no dijo nada; solo pensó en su comensal, el que estaba alejado atrás entre las sombras; el que no había dicho nada.

 

 

Kate Chopin (1851 – 1904) Nacida en Saint Louis, Missouri, E. U., el 8 de febrero de 1850. Considerada en su tiempo una escritora polémica y desafiante, Chopin expuso, con humor y sin ambages, el conflicto entre la supuesta inocencia femenina y la sensualidad, entre el ímpetu físico y las convenciones sociales y religiosas de la era victoriana. Las tensiones sociales y raciales en la Nueva Orleans de mitad del siglo xix también fueron escenario de su obra. Entre sus publicaciones se encuentra la novela El despertar y varias historias cortas.

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