CUANDO EL MUNDO ACABE
I.
Cuando el mundo acabe, quédate conmigo…
mientras caen las amplias ciudades del Hombre,
y en el rabioso estrago, estallan sus luces.
Al par que mil hogueras crepitantes rugen,
el mar reúne el tifón danzante;
sobre el seco lecho teme Leviatán.
II.
¡Cuán furioso aquel huracán, desatada su ligadura!
¡Cuánto aúllan sus hijos, que arrasan las bahías,
y las islas sumergen en espumosa tumba!
Sufren las costas el fatal embate,
mas giran en las urbes torbellinos de fuego.
Pasará —¡pasa ya!— esta larga edad;
la era del lloro ante mí se extingue.
III.
Toma mi mano, tú, hija de la tierra;
tus pies, sus raíces que el ancla sueltan.
Tu piel es la blanda arcilla que ha bebido la lluvia;
mi llanto, si tibio nace, habrás de sorber.
¡Qué da si el turbión llameante asoló nuestro campo!
Aquí solemnes, erguidos, lo aguardamos.
Debes ser —¡al miedo vence!— sorda a los clamores.
Pesen sobre el alma mis palabras, escudo al resplandor.
IV.
Atrás, atrás queda el cielo que vierte su cólera.
Bien sé que dichosos nos ha visto en la llanura,
fresas y almendras deleitando el paladar.
Grato se ha henchido el corazón,
y si lágrimas vertió, pálida memoria fueron.
El manzano, refugio nuestro, se ha ennegrecido,
fresco cual era descansar a su sombra.
Kama, nuestro ángel, perenne abrigo,
remontó ya vuelo sobre el aura de suspiros.
La brisa que gimiera entre el cabello oscuro,
ha mutado en iracundo ventarrón.
¡No, no podré contemplar la remembranza,
y mentirle cual antaño: “Nunca morirás”!
Pues nosotros, divino soplo, al polvo vamos,
y en el puerto ya anudan las amarras.
Mas aún tomas mi mano:
hasta el final conservo tu fe.
Tiemblan tus dedos ante el celaje encendido;
tras la conmovida faz, invádeme el temor.
¡Oh, candil postrero, no he vivido en vano,
ni tú, querida, al amor has de abjurar!
Plenos fueron nuestros días:
¡Nada hay ya que reprochar!
Descansa, inquieta mente, curioso ángel.
Nuestro aliento inflamó los bosques.
Si ayer sublime chispa,
hoy llameante tromba:
¡Mira cómo ha crecido nuestro incendio!
EL REY EN OTOÑO
I.
Papá observa sentado en su silla,
augusto trono que su imagen eleva,
del rey al modo, sobre escaño de mármol.
Ha querido espiar del otoño los albores,
desplumar al cerezo de nevada flor,
con los ojos que mudan las eras.
A su vista, el álamo pierde la túnica estival,
caen sobre el césped los retazos,
y la grama copia semblanzas de oro y fuego.
Allí, sobre el sitial de los eternos, papá murmura;
con desdén, con bravura, al follaje, a la natura.
Ella obedece; al fin apura nuevos aromas:
el frescor de la menta, ofrendas de canela,
un naranjo joven de perenne fruto entre el ramaje.
II.
Papá no ha cedido sus horas a aulas tumultuosas,
mas docto es en la ley que gobierna al mundo.
El viento no le oculta su senda,
ni el turbión su primer recelo.
No pisó la alcarria que divisa minúsculo al hombre,
ni sus días acortó el vano deleite.
Su vida fue la carrera sin final arribo,
escalar peldaños con la prisa del guepardo,
un imperio erigir sobre el sueño del aire.
Ahora, reposa el brazo que el martillo empuñara;
la espalda recia a la poltrona se adhiere.
Erguirse no requiere para su voz dar grave,
enderezar los troncos, o dirigir —batuta en mano—
el natural arpegio mientras caen las hojas.
Feroz titán que a olimpos postrara,
quien guerras librase para comprar mi calma,
encubre su potencia, el genio imbatible,
tras un libro que no narra su historia.
III.
¡Basta ya! Si el dulce recuerdo ciega los ojos
que deben alzarse al oriente, al Sol, sin vacilar,
no prolongues tu sueño que al juicio confunde…
Papá observa, sentado en su silla, mirada perdida,
y el otoño se desploma sobre su falda.
Anclado en su asiento, ruedas a los lados,
la espalda corva, Atlas doblegado,
ya la aljaba no sostiene, el arco dorado.
IV.
¿Me acerco a socorrerlo?
¿Veo tras la frente ajada la anchura de sus sueños?
¿Peino en su cabello la flor del cerezo?
¿Conozco en su barbilla el rastro de sus besos,
Y en su pecho —que al inflarse chilla—
a Briareo, terror del Olimpo?
¡Feble temo oír la voz de mando!
Nos funde, a la postre, un gimiente abrazo,
mientras intacto el extravío de sus ojos,
más medita en las flores que en su propio ocaso.
Misael Capone (Monte Grande, Argentina 1986). Su carrera profesional se ha desarrollado en el campo de las Finanzas, habiendo obtenido múltiples grados académicos en Finanzas y Negocios desde 2009. Su corazón está ligado a las letras desde los tiernos dos años, cuando aprendió a leer y escribir. Entre tantas plumas inspiradas, sus autores favoritos son Percy B. Shelley, John Milton, Jorge Luis Borges y H. P. Lovecraft. Apofis y el Dragón, su opera prima, es una incursión a la empolvada poesía épica, lírica y narrativa. Ha tenido excelentes recepción y crítica en Latinoamérica y España. Actualmente, trabaja en una novela de corte histórico y fantástico: Bajo las alas del ángel gris.