Narrativa: Amor bíblico. Mauricio Lopez

 

AMOR BÍBLICO

 

El nacimiento de la iglesia rural movible coincidió con el asesinato del caballo y eso hizo que algunos se preguntasen por la frecuencia con que estos dos elementos coincidían históricamente, si acaso la invención de toda iglesia traía tras de sí o conllevaba necesariamente a la matanza de un majestuoso animal. El emplazamiento elegido para que se dispusiese la carpa, las bancas y el atril desde el cual hablaría el padre, producía sensaciones encontradas. Por una parte, era una pradera ni muy extensa ni muy cuidada y, por otro lado, el portón que daba acceso a dicho terreno, daba una impresión de centro de vigilancia, de la pequeña torre desde donde se inspecciona a las personas que desfilan por un campo de concentración. Dicho terreno tenía su propia sedimentación pasional, cierta sed de que oídos ajenos escuchasen una breve parte de cuánto había acontecido dentro de él en años del pasado. En los límites de la pradera se había vivido una historia de amor entre dos mujeres, que se quisieron con fervor a lo largo de varios meses y llegaron a pensar en construir una gran casa con varias habitaciones y al menos media decena de baños. Estas cosas las planeaban mientras vivían los delirios de dos cuerpos que se entregan desaforadamente el uno al otro. Solamente salían de la carpa para recibir las corrientes de aire sobre sus pieles sudorosas, ir a uno de los grifos externos y beber algo de agua, para acto seguido, volver a adentrarse dentro de los amplios telares que las cubrían de las miradas ajenas y continuar con el bello y extenuante juego amoroso que les procuraban sus férvidos y palpitantes cuerpos. No obstante, como sucede a menudo en las proyecciones que se hacen de futuras casas rurales, el esperado hogar que les haría vivir el esplendor del amor, no llegó a construirse y tras el ensamblaje de unos pocos ladrillos, el nido amoroso se desmoronó a velocidad insospechada. Una de ellas sencillamente desapareció de la vista de la otra. Al principio, cuando la gente escuchaba rumores sobre lo que había sucedido, se pensó que era la rubia la que había huido despavorida, pero no, fue la exuberante morena la que armó maletas y desapareció del radar de su pareja y de la vista de quienes convivían en esa área rica en canales de agua, mojones y árboles hacedores de sombra. Con el transcurrir del tiempo, a la rubia, -a pesar de su mocedad-, se le veían aparecer cada vez más líneas en los bordes de los párpados y su rostro enseñaba más y más signos de un insomnio irremediable. Era inquietante la imagen que reflejaba y poco podía hacer para ocultar el sinsabor que corría por su mirada. Aguardó en su carpa la llegada de alguna carta o de alguien de los alrededores para explicarle qué había ocurrido y el por qué de la desaparición de la mujer de piel marrón. A sus oídos no llegaron palabras exactas de su ex pareja y tampoco llegó ninguna misiva escrita de puño y letra de la exuberante mujer. A sus oídos simplemente llegaron un par de rumores, los cuales desestimó casi de inmediato, pues rápidamente vio que carecían de fundamento o lo único que pretendían era crear más desdicha en ella. La decisión de donar el terreno a la iglesia rural sin duda provino del deseo de que, entre avemarías y aleluyas, viniese alguna respuesta del más allá a su inquietud sobre lo que pudo haber ocurrido con la mujer que le había robado el corazón y se había marchado inexplicablemente. Una de las películas que más les gustaba ver juntas después de hacer el amor era esa película americana de los años noventa que le enseñaba a un pequeño chico que, toda buena obra, genera un bello gesto posterior. Y así, sucesivamente, se podría ir conformando una cadena de gratos gestos humanos, donde unos se ayudan a otros, haciéndose cada quien una mejor versión de sí mismo. El efecto esperado, reflejado en el trabajo fílmico, se retrasaba o sencillamente, nunca aparecería, para bien o para mal de la amante de áurea cabellera. En cualquier caso, era un hecho que cedería el terreno a una iglesia, y si se daban las condiciones y su dolor interior remitía, asistiría a misa los domingos, tal y como cualquier parroquiano. De momento, lo que podía hacer era tomar distancia de las miradas ajenas y deshacerse de algunas posesiones terrenales, y con ello esperar a que sus heridas sanaran lentamente.

Cuando se llevó a cabo la primera misa en el terreno cedido, sucedió la matanza del caballo. Apareció con una enorme herida en el lomo y con la lengua afuera, derrumbado junto a un árbol, sin ningún otro animal a su lado. Ni siquiera los ibis de pantano, frecuentes visitantes de aquellas praderas, sobrevolaron o se posaron sobre el cuerpo del animal caído. A una de las señoras que escuchaba la misa se le cayó un crucifijo al que se aferraba su mano derecha y de repente soltó un estruendoso alarido. El lamento fue escuchado por todos los que se reunían en la misa por curiosidad, o por el desánimo de tocar puertas y nunca dar con las respuestas esperadas, o para ir en busca de nuevas amistades o de una pareja, o simplemente, para empezar a hacer parte de los fieles de la iglesia rural. El padre ubicado detrás del atril tampoco pudo contenerse y le tembló la mano con la cual pasaba la página de la Santa Biblia: ‹‹¡TRISTE HISTORIA LA DE ESOS MARICONES!››, había bramado la mujer tras dejar caer el crucifijo, ante la cara de estupefacción de unos y las risas inevitables de otros. Tiempo después, cuando se supo que la matanza del caballo estaba relacionada con la historia de amor entre dos corazones viriles, o mejor dicho, entre un hombre mayor y un adolescente, se pudo dilucidar que el grito de la mujer no significaba enteramente un episodio de locura. Desde luego, quedaba a la imaginación de cada quien la interpretación de por qué la mujer pudo sentir dentro de su propio cuerpo la matanza del caballo, como si ella pudiese sentir en cada fibra de su cuerpo la piel y las sensaciones del animal. Uno de los fieles que asistió a aquella misa inaugural, y que tuvo la oportunidad de intercambiar unas palabras con la mujer, comentó en tono sereno que era perfectamente entendible lo que había ocurrido. La mujer había hilado algunas palabras al respecto y el argumento principal consistía en que era como si ese hermoso caballo hubiese salido de su propio vientre y -tal y cómo manifiestan algunas madres que han perdido a sus hijos-, pudiese sentir cada paso dado, cada pequeño episodio acaecido en la vida de éste, incluso el de la desaparición de este mundo. La historia de amor entre el hombre cincuentón y el adolescente de catorce años era un secreto a voces entre los habitantes de aquél ambiente pródigo en paisajes verdes y montañosos. Fernán Bacanal era el nombre del chico imberbe. Al hombre que comenzaba su irremediable declive físico, se lo conocía simplemente como el señor Hoyos. Fue este hombre que había pasado la mayor parte de su existencia entre fincas de varias hectáreas quien enseñó al joven Fernán Bacanal los diferentes oficios relacionados con el cuidado de la tierra, de las praderas y de los caballos. Le mostró cómo se debía servir la melaza a los caballos, el tipo de baldes que se debían usar para que las trompas de los animales no se quedasen atascadas. Las labores que se debían hacer en cada amanecer, al ir a visitar los gallineros, igualmente hicieron parte de ese proceso educativo. Macanear será otra de las labores con las que podrás ganarte el pan y llegar a ser muy valorado en cada una de las casas que se extienden por todo este verdor, le decía el señor Hoyos a Fernán Bacanal en ese primer periodo instructivo que se extendió durante algunas semanas. Le decía que era importante conocer y estudiar a los habitantes de cada casa y sobre todo, conocer los miedos con los que vivía cada familia, que justamente por el miedo que muchas de esas personas le tenían a las máquinas podadoras, el oficio de cortar el césped era valorado y a veces, bien remunerado. Desde luego, el señor Hoyos también le enseñó a sembrar árboles y fabricar sus propios abonos. Al principio, parecían padre e hijo, caminando las montañas, llevando los caballos de un lado a otro de las praderas y visitando las parcelas y dándose a conocer como equipo de trabajo ante las distintas familias. Algunas señoras, notaban las diferencias físicas entre uno y otro y sabían de sobra que el señor Hoyos nunca se le había visto una pareja estable, y por ello terminaban preguntando cuál era el parentesco entre ellos dos, a lo cual Hoyos respondía con diferentes versiones. Una de las más frecuentes era que Fernán Bacanal era un niño víctima de la violencia que caminaba sin rumbo, en busca de una oportunidad de trabajo y alimento. Algunas señoras ladeaban la cabeza y manifestaban el gusto que daba ver a un hombre con la afabilidad y la generosidad de acoger a un chico desprotegido, sin un padre o una madre detrás. Otras lo miraban con un dejo de desconfianza. Las que actuaban de esta manera lo hacían a causa de los rumores que circulaban sobre las muchas horas que Hoyos entregaba a la bebida y a tocar los traseros de los jugadores de tejo y bolo criollo. Las sospechas de las señoras mal pensadas fueron materializándose en las bocas y los oídos de otros habitantes y se empezó a hablar de la estrecha relación que unía al señor Hoyos y a Fernán Bacanal. Cerca de todo hoyo polvoriento se arma una bacanal, soltaban entre risitas. Se decía que en los gallineros y en los establos se escuchaban ruidos producidos por voces humanas en horas nocturnas, e igualmente en cielos que señalaban la llegada del amanecer. Se hablaba que dos cuerpos se debatían por imponer su respectiva voluntad delante de los caballos y las gallinas. A la vez, se rumoreaba que el entrado en carnes señor Hoyos había enseñado a Fernán a hacer una gran variedad de triquiñuelas, que ambos se llenaban los bolsillos inventado daños en algunas parcelas, robando animales y cobrando considerables sumas de dinero por labores que no habían realizado. Hubo otros que comentaron las peleas que se daban entre ellos a causa de celos mutuos, bien porque alguno de los jugadores había querido llevarse a Fernán después del juego o porque el señor Hoyos era malo a la hora de guardar cierto recato y solía terminar sus noches de tejo y bolo criollo prendado de los jugadores con mejores resultados. A pesar de tales contratiempos en su relación de pareja o en lo que fuese que tuviesen, a ambos se los seguía viendo juntos, caminando por las montañas y haciendo rondas por diferentes parcelas, en busca de casas que necesitaran de sus servicios. A quienes conocían detalles ruinosos y ambilicados de la relación entre el hombre y el adolescente, no les cupo la menor duda que la matanza del caballo estaba plenamente relacionada con la unión entre estos dos ejemplares masculinos. Fernán Bacanal, al igual que la pareja de la rubia que donó el terreno a la iglesia, desapareció de los límites de aquel verdor y de aquellas montañas. No dijo una sola palabra al hombre que le enseñó tan diversos oficios en ambientes silvestres. Se esfumó, sencilla y llanamente. El señor Hoyos se hundió aún más en la bebida y fue objeto de bromas entre los jugadores de los fines de semana, quienes le comentaron que el bueno de Fernán se había marchado con la lesbiana que donó el terreno a la iglesia, que desde que el chico había desaparecido, la rubia tampoco se había vuelto a hacer presente, que, por ironías de la suerte, fue el pequeño machito el que hizo olvidar a la morena exuberante. Los más osados o los más ebrios, le manifestaban a Hoyos lo entendible de la situación, que ellos en el lugar del chico hubiesen hecho lo mismo, y que nunca entendieron cómo ese jovencito podía sembrarle el tubérculo a un hombre tan feo y viejo como él. Algunos intuyeron que se desencadenaría un hecho violento de esa ola de burlas, pero esperaban que se diese allí mismo, en esos terrenos cubiertos de arena y piedra donde se jugaba, se departía y se tomaba cerveza. Ninguno le apostaba a que Hoyos iba a terminar matando al caballo más querido por Fernán Bacanal y que ese hecho coincidiría con la inauguración oficial de la iglesia rural, de la primera gran misa que se celebraba por esos parajes.

 

Mauricio Lopez. Escritor colombiano (Bucaramanga, Santander, 1988). Ha colaborado con Letralia, Culturamas, El Espectador, Journal of Artistic Creation and Literary Research, Revista Colofón, Revista Encuentros, Revista Caminante, Revista Contrapunto y Crisopeya:Revista de Arte y Literatura. Es autor de los libros Formas de morir y otros textos (Colección Temas y Autores Regionales UIS, 2013), Capítulo Tres (Ediciones Oblicuas, 2017) y coautor del libro El reinado de Harley y otros relatos (Caza de libros, 2015).

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