Narrativa: Aullidos en el viento. Celia Espadas Robles

 

 

Era una gélida madrugada de enero. Un paisaje bucólico se iluminaba con la primera luz del alba. La carretera que descendía desde Pradollano hacia la capital de Granada era un camino mortal para quien osara realizarla a pie.

Por ello, no se detenía. Corría y corría.

Corría y corría con todas sus fuerzas por la congelada carretera, asfixiándose con su propia sangre, gimiendo de dolor y aullando de horror. El aire congelaría sus pulmones antes de que consiguiera alcanzar el refugio.

Y ella no se dirigía al refugio. Bajaba desesperadamente por la helada carretera en dirección contraria, tosiendo sangre, sus lágrimas congeladas marcando su rostro y murmurando:

―No me va a cazar, no me va a cazar.

Siguió cuesta abajo, hasta que sus piernas cedieron y su cuerpo se desplomó. Escupió sangre, sangre de sus pulmones reventados por el frío, unos -30 grados bajo cero que la pobre criatura respiró en su huida desesperada. Se arrastró por la carretera, sus manos congeladas, sus piernas insensibles. Siguió arrastrándose.

10 metros más.

8 metros más.

3 metros más.

1 metro más.

Los últimos 50 centímetros, se tumbó en la fría nieve, escupiendo sangre y mirando al cielo estrellado, susurró al aire:

―No me cazó… no me cazó….

Su cuerpo se estremeció una última vez, sus ojos congelados fijos en el cielo, la sangre cubriendo su boca abierta.

Un crucifijo sujeto a su mano.

 

A las 7 de la mañana, su cuerpo congelado fue descubierto por unos trabajadores de Cetursa que subían a trabajar a la estación de ski.

A las 8 de la mañana, todo el acceso a la estación de Sierra Nevada se cerró hasta nuevo aviso.

A las 11 de la mañana, los efectivos de la policía nacional se encontraban en plena faena.

Un horror sin precedentes, un circo diabólico y de la locura.

Diez cadáveres en cada una de las pequeñas literas.

Diez cadáveres asesinados de forma cruenta y vil.

Más una fallecida al huir.

El inspector Rodríguez llegó primero a la escena del crimen, fue entrevistado por todos los medios, negándose a ofrecer declaraciones. No obstante, a una policía le confesó un par de ideas tras ver semejante carnicería.

―No es humano.

―¿Cree que algún animal podría…?

―No. No he dicho que no haya sido una persona. ¿Pero eso de ahí? ―le comentó a la policía, indicando los cadáveres o sus restos más bien―. Escúchame bien, no soy religioso y si lo fuera, te digo que Dios hace mucho abandonó este mundo, si es que alguna vez llegó a pisar su creación. Te digo que esto tiene que ser obra de Satanás.

―¿Alguien poseído, inspector? ―preguntó incrédula la agente.

―No. Ojalá. Ojalá. Me aterroriza más la idea de que no necesitemos a Satanás para crear el infierno en la tierra. Y eso de ahí, agente… Eso de ahí es un purgatorio en la Tierra. Hágame caso, no entre, no mire. Apártese de este caso y vuelva a hurtos, robos y demás.

―Señor…

―Si no lo hace, le aseguro que acabará metiéndose la pistola en la boca y reventándose los sesos.

El inspector miró con firmeza a la agente. Después, suspiró. Cogió la radio de su cinturón.

―A todas las unidades… Decreto el cierre de la estación Sierra Nevada hasta nuevo aviso. Cierren todos los accesos. Cierren el acceso al puerto de la Ragua.

La agente miró estupefacta a su inspector.

―Señor, eso nunca…

―Agente Martínez, créame, tenemos al mismo Demonio en este recinto. ¿Pretende desatar el apocalipsis? ¿Llamar a los restantes jinetes? Le aseguro que sucedería algo así. Y no. No mire bajo ninguna circunstancia. Es una orden.

El inspector marchó a la tienda de efectivos para seguir con la investigación.

A los diez minutos, le informaron de una agente herida.

A los cuarenta minutos, se declaró la muerte de la agente Martínez.

Un disparo ejecutado por su propia mano. Suicidio.

Numerosos testigos afirman que la vieron salir del refugio precintado aullando al viento, miró al cielo, sacó su pistola y se disparó reventándose la cabeza frente a todos sus compañeros. Aseguraban que segundos previos al disparo, su rostro se mostró desencajado. Horror puro, terror.

El inspector sacudió la cabeza.

―Órdenes del alto mando ―dijo dirigiéndose a su equipo―. No va a haber noticias de este suceso. Se achacará la muerte de las 10… 11… 12 víctimas a un incendio que arrasó el refugio mientras todos dormían. Al llegar nuestros efectivos, solo quedaba ceniza. Es una orden. Secreto de sumario. Si alguien abre la boca, ya sabéis las consecuencias.

―Pero inspector Rodríguez, si hay algo… alguien suelto… Debemos avisar.

―¿Alertarías al mundo de que no necesitan temer al infierno pues el Demonio se encuentra en las puertas de su ciudad?  ―un silencio sepulcral respondió su pregunta―. Eso pensaba…

El inspector encendió su décimo cigarro y respiró con fuerza. El resto de efectivos se retiraron. Tosió con fuerza, y algo en la montaña percató su atención.

Un macho cabrío encaramado en un saliente, con ojos bañados en sangre, le sonreía. Rodríguez le devolvió la sonrisa.

―Diabolus fecit ut id facerem ―murmuró el Inspector.

 

 

Celia Espadas Robles. (Granada, España, 1993). Filóloga inglesa (2016) y Máster en profesorado en Educación Secundaria, Bachillerato, FP y escuela de idiomas (2018) por la Universidad de Granada. Actualmente, ejerce como traductora y correctora para la Editorial Derkálih y colabora como correctora en la Revista Autores. Ha trabajado en academias como profesora desde el año 2021 y aún se dedica a la enseñanza del inglés y otras asignaturas como latín, griego clásico, francés o historia de la filosofía. Ganadora del premio de narrativa por su relato «Típico» en 2011. Ha publicado con la editorial Artificios en la antología de relatos «Amor con Humor» en el 2017 y con poesía en la revista literaria «Autores» N°4 (2022) y prosa en el Nº5 (2023). Ávida lectora de Mary Shelley, Sylvia Plath, Paul Auster, Almudena Grandes y Fernando Pessoa entre otros. Taekwondista de corazón y escritora desde que aprendió a coger un lápiz.

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