Estas cuatro paredes de color rosa pálido, aún más pálido por el pasar de los años, son lo único que he visto en cuarenta y ocho horas. Los posters viejos que algún día intentaron dar vida a los muros inertes y las fotografías que han llegado a cubrir por completo el espejo de cuerpo entero. Imágenes de épocas remotas que llevan tanto tiempo ahí que por poco no reconozco los rostros congelados e inmortalizados en ellas. Ya me sé de memoria cada mancha y cada fisura en la pintura que cubre el techo, cada hilo traslucido de telaraña y cada diminuta mota de polvo que se esconde en los rincones de mi habitación.
La puerta rechina cuando se abre, un sonido casi tan perturbador como ver el rostro de mi madre escabullirse por la ranura.
—Ordenamos pizza vegetariana.
—Ya comí —me limito a responder.
—¿Tomaste tu medicación?
—Sí —miento. Lo había olvidado.
La puerta vuelve a chirriar y me quedo sola otra vez. Tres frascos descansan sobre mi mesa de noche, cada una con un post-it en él. «Anticonvulsivantes». «Antidepresivos». «Ansiolíticos». Me trago una píldora de cada uno con un vaso de agua. Al poco tiempo, la droga hace efecto. La ropa desparramada por el piso alfombrado y por encima de mi cama comienza a moverse por sí sola. Las fotografías se separan del espejo, las letras bailan sobre los posters y veo como si empezaran a llover estrellas de colores por todo mi cuarto. Tengo la impresión de que gente extraña invade mi encierro y una sensación casi cotidiana de muerte penetra mi cuerpo. Necesito dormir.
Como ocurre siempre y sin darme cuenta, mis ojos se rinden a la oscuridad y a la inconsciencia, o, mejor dicho, se rinden a las alucinaciones. Recuerdo que la primera vez me sentí confundida, sentí miedo al ver cómo mi habitación y todo lo que esta contenía cobraba vida. Presa del pánico y del llanto corrí en busca de mi madre o de mi padre. Incluso de mi hermano, un mocoso seis años menor que yo al que no soporto. No soporto a nadie ni a mí misma. Pero ninguno de ellos pudo ver nada de lo que yo veía. Entonces, comprendí que era yo.
Ahora ya ni siquiera podía llorar. Era como si las lágrimas se hubieran congelado en el camino hasta formar un iceberg gigantesco que había quedado atascado en la base de mi garganta. Un manto helado bajo mi piel, a la altura de mi pecho, que me provocaba arrancarme la epidermis para librarme de él. Quería llorar todo el tiempo, pero no podía.
La luz resplandeciente que se filtra a través de la porosidad de las cortinas me trae de vuelta a la realidad. Me extraña que no sea mi madre quien arranque las sábanas de mi cuerpo cansado para obligarme a ir a la escuela. Por fin, el último año que piso los turbios corredores de aquella prisión, casi tan turbios como los de mi mente. Y no diría «por fin» si no hubiera repetido dos veces. O, quizás, lo diría de igual forma.
Camino casi por inercia hasta el cuarto de baño en mitad del pasadizo. La puerta me da la impresión de estar derritiéndose a causa del calor y la perilla se traba cuando intento girar de ella.
—Estoy aquí —la voz infantil de Jordi perfora mis oídos.
No pienso esperar, así que me dirijo a tientas hasta el baño de mis padres para lavarme la cara. El agua helada no consigue que mi cabeza deje de dar vueltas. Las ojeras azuladas sobre la piel cetrina de mi rostro son lo único que no me produce aversión ante mi propio reflejo, lo único que me recuerda lo que se siente sonreír débilmente con los labios pálidos y resecos. A través del mismo espejo, un viejo amigo atrapa mi atención de inmediato, me habla, me persuade. Me recuerda que antes éramos unidos, que antes él era el que me hacía sonreír. Estuvimos tan cerca de lograrlo juntos. Pero ya no quiero verlo, sé que lo he traicionado y temo ver aquel número encenderse en la pantalla como un castigo por mi propia flaqueza. Temo de mí misma.
Cada día en la escuela es igual que el anterior, pero cada día que abro los ojos y descubro que aún respiro es peor. Cada día que no hablo con nadie en mi salón de clases o durante el almuerzo, en aquel comedor abarrotado de todo lo que aborrezco. Cada día que paso encerrada en mi habitación porque siento terror ante la sola idea de salir de ella. Cada día que deseo que llegue la noche para poder dormir y, tal vez, ya no volver a despertar. Todo era más fácil cuando no comía y pesaba cuarenta kilos —pienso. Ahora solo me odio más, y lo único que he ganado, además de peso, es que mi familia me joda un poco menos porque piensan que estar gorda es sinónimo de estar sana, pero no. Mi cabeza sigue siendo una mierda, aunque para ellos eso significa estar «recuperada». Aún me siento cansada, sin fuerzas, sin ánimos, sin ganas de nada. Lo único positivo es que ya llevo dos meses sin visitar a la psicóloga.
—No deberías pasar tanto tiempo encerrada en tu cuarto. ¿Qué haces en la computadora todo el día?
Será porque no tengo nada más que hacer, quiero decirle a mi madre. Sin embargo, evito responder y pronto vuelvo a oír aquel chirrido intolerable. Otro motivo más para no querer dejar mi habitación. He buscado en internet el nombre de la medicación que estoy tomando y no solo me abre el apetito, también engorda. Genial. Por eso engullo como una desquiciada, a escondidas, pero cuando tengo que comer delante de alguien puedo tardar tres horas en terminar mi plato. Detesto que me miren. Detesto salir de mi casa y sentir que todos me observan.
Desearía poder pasar el día entero durmiendo, pero ni siquiera eso me sale bien. Aislarme del mundo fue una decisión que yo tomé, pero pasar las dieciséis horas al día que no paso en la escuela en diez metros cuadrados resulta aburrido. Siento una ansiedad terrible por fumar y ya no tengo cigarrillos. Hay una tienda a una cuadra de mi casa, pero con mi cara de niña de doce años ni mi madre me creería que estoy por cumplir los dieciocho. Separo ligeramente la cortina para observar la calle y a los transeúntes despreocupados que se apropian de ella como si fuera suya. La ansiedad crece, crece la agitación, necesito salir, pero no puedo. Entonces, me doy cuenta que mi pecho sube y baja con violencia, estoy temblando, estoy sudando frío y me cuesta respirar. De nuevo la presión gélida en mi pecho y mi corazón que palpita a un ritmo tan acelerado que temo pueda atravesarlo en cualquier momento.
Inhalo y exhalo profundamente, una y otra vez, hasta que poco a poco consigo retomar mi respiración. Pero la bronca no se va, el miedo irracional y la monotonía que me abruma hasta el punto de la desesperación. Ojalá un ataque de pánico pudiera matarme, pero no lo hace. Mi puerta rechina y mi hermano irrumpe en mi habitación para embriagarme de ira con su presencia.
—¡Te he dicho que no entres a mi cuarto sin tocar!
—¿Qué haces en el piso? —no me había dado cuenta de que no me había movido de mi posición. Seguía sentada en el suelo a un lado de la ventana con las rodillas apoyadas contra mi pecho.
—¿Qué te importa?
—Mamá dice que bajes a ayudarme con mi tarea.
—¿No tienes un tutor para eso? —me exalto.
—No pudo venir.
—Dile a mamá que estoy muy ocupada pensando en cómo morirme.
—Mamá salió —me pongo de pie y cierro la puerta de un porrazo sin el menor reparo de estrellarla contra el rostro asustado de mi hermano.
Jordi tenía un tutor que venía a ayudarlo con sus deberes de la escuela desde que tengo uso de razón y yo era la inútil por reprobar dos años. «Tu hermano tiene problemas de aprendizaje». Era su forma de decirme que era mi culpa seguir en la escuela a los casi dieciocho años, que si repetía de año era por vaga, que si no tenía amigos era porque no quería, porque tenía mala actitud. Que no ponía de mi parte para recuperarme, que era mi culpa estar sola y enferma. Y sí, era mi culpa, pero la verdad es que tengo demasiados problemas conmigo misma como para que la opinión de mi familia o un estúpido curso estudiantil me preocuparan.
Tres golpes en la puerta me liberan de mis cavilaciones.
—¡Vete!
—Aura, mamá volvió del súper.
—¡¿Y?!
—Compró cerveza.
Me levanto de golpe y aparto al niño de mi camino para bajar corriendo las escaleras. Mi madre me ve romper el plástico con las uñas para tomar una lata de cerveza del six pack.
—Para eso si bajas —la ignoro y me bebo de un sorbo el líquido ambarino y amargo.
La quemazón en mi estómago vacío es agradable, casi tan agradable como el vacío de mi cuerpo después de vomitar. La última vez que lo hice mi hermano le había dicho a mi madre que el baño olía a vómito. En ese momento, mi corazón se detuvo por una fracción de tiempo y sentí la sangre abandonar mi rostro por completo. Por supuesto, mi madre me preguntó si había vuelto a hacerlo, yo lo negué. Ella me advirtió que me tendría vigilada y luego no volvió a mencionar el tema.
Antes sentir hambre era placentero, ahora no lo soporto. Es de noche, tengo hambre y necesito dormir para olvidarlo, pero no tengo sueño. Si no fuera por las pastillas, no conseguiría conciliar el sueño. Extraño aquella época en que podía quedarme dormida tan pronto mi cabeza rozaba la almohada. Aquella época en que no existía el insomnio, las calorías ni la obsesión frente a un número en la balanza. Aquella época en que el dolor físico no era cura para el dolor emocional o que la tristeza no era tan constante que había pasado de «estar triste» a «ser triste».
—¡Me detesto! —grito como si las paredes de mi cuarto fueran capaces de absorber el espantoso sonido de mi voz.
Una nota se desliza bajo mi puerta. Los trazos irregulares sobre la hoja de papel y la tinta ligeramente corrida dibujan una frase que me eriza la piel de todo el cuerpo.
Yo también me detesto.
En ese momento, hubiera querido salir de mi habitación para buscar a mi hermano y abrazarlo. Había dicho que lo odiaba, pero no quería que se sintiera igual que yo. No deseaba que nadie se sintiera igual que yo. En lugar de eso, apago la luz de mi cuarto y me meto a la cama.
Aquella mañana el sol se filtra de manera diferente por la delgada tela de la cortina, más blanca, más tenue, como nubosa. Flotando alrededor de las millones de partículas de polvo que usualmente pasan desapercibidas, pero que hoy forman parte del espacio. Siento el colchón, bajo mi espalda, más suave y más blando de lo normal. Desearía poder quedarme en la cama, he dormido terrible. Un extraño escozor en mi espalda, que no hago más que atribuir al calor infernal, no me ha dejado descansar. En verano el sudor me produce una especie de sarpullido en todo el cuerpo y me despierto en mitad de la noche a causa de la comezón. Pero, aun así, no me paro a abrir la ventana, no quiero que mi cuarto se llene de mosquitos.
Pese al agotamiento, me levanto casi sin esfuerzo, como si una fuerza ajena a mis músculos me movilizara, me elevara. Siento como si pies flotaran a escasos centímetros del suelo. Debo estar mareada. Sin embargo, un peso desconocido en mi espalda me descuadra. Un peso que no corresponde a los ocho kilos que he recuperado.
Percibo algo extraño por el rabillo del ojo, una sombra nevada que no consigo identificar. Cuando me doy la vuelta, esta sigue ahí, detrás de mí. Comienzo a arrancar, impulsada por una energía que no me pertenece, todas las fotografías que cubren el espejo. Una a una, una porción de mi cuerpo se descubre ante mis ojos. Hasta que, finalmente, el piso queda cubierto de retazos de viejos recuerdos y el reflejo de lo que ahora soy se revela en el espejo.
Aquel cuerpo ya no tan delgado y ya no tan enfermo. Mis huesos ya no tan expuestos. Mis piernas un poco más gruesas, pero que aún no se rozan entre ellas, y mi piel cubiertas de cicatrices como delgadas líneas que antes resplandecían vivaces y ocultaban en ellas un dolor mucho más profundo. Un escalofrío recorre mi espina dorsal cuando dos alas gigantes, como las de un ángel, que superan el tamaño del espejo, parecen unidas a mi cuerpo. Mi polo rasgado por las plumas durante su crecimiento deja entrever las delgadas huellas de la autoflagelación que cubren también mi vientre. Extiendo mi brazo para intentar tocar las plumas níveas que sobresalen de mi espalda, pero, tan pronto las alcanzo, las gigantescas alas se encogen como asustadas. Entonces, ya no alcanzo a ver más que mi mano que ha quedado paralizada en su posición y las manchas oscuras sobre mis nudillos, prueba de viejas magulladuras, que han quedado por siempre grabadas en mi piel.
Sé que diga lo que le diga mi madre pensará que se trata de una excusa para no ir al colegio. Así que, en lugar de intentar convencerla, decido cubrir mi cuerpo con una enorme cortavientos capaz de esconder mi nueva y extraña condición incluso de mi familia.
—¡Aura! ¿Qué haces con casaca? ¡Estamos a treinta grados!
—No tengo calor —aseguro indiferente.
Aquello podría haber sido verdad. Estaba acostumbrada a sentir frío, a taparme. No era extraño que intentara cubrir mi cuerpo con ropa holgada que no es de mi talla. O de mi sexo.
—Muéstrame tu brazo —me ordena y yo obedezco.
Mi madre remanga el brazo del cortavientos y un suspiro de alivio es interrumpido por un ligero estremecimiento cuando descubre que no hay rastro de cortes recientes entre las miles de marcas que asemejan la pantalla rayada de un celular. Tiro de mi brazo para librarme de su agarre frente a su mirada atónita y asaltada por los recuerdos, antes de darle la espalda y sentarme a la mesa a tomar mi desayuno, que consiste en una pieza de fruta. Cuando empecé a lastimarme, solía usar una gran cantidad de pulseras que cubrieran mi muñeca, luego caí en la cuenta de que era mucho más sencillo ocultar los cortes en mis piernas e incluso en mi abdomen.
—No sé demoren que van a llegar tarde —mi madre se esfuerza porque su voz conserve naturalidad, pero sé que está afectada. Todos en esta casa están afectados, pero nadie habla del tema, ni siquiera yo.
—No quiero ir —la voz de Jordi resulta casi inaudible.
—Hoy tienes evaluación, no puedes faltar.
Lo único bueno es que la escuela queda a pocas cuadras de mi casa, así que podemos levantarnos tarde e ir caminando. Detestaba el verano, detestaba ver a las chicas por la calle exhibir sus cuerpos en diminutas prendas, detestaba no ser como ellas, no poder ponerme shorts para no tener que soportar otro «¿Qué te paso?» o «No hagas eso». Y menos aún poder lucir un traje de baño. Pero este verano, a diferencia de los anteriores, está siendo especialmente sofocante. Ya he empezado a sudar bajo la delgada tela del cortavientos y, como nunca antes, estoy deseando llegar a mi salón solo para poder sentir el aire acondicionado sobre mi piel.
—Aura, ¿me acompañas?
—Voy a llegar tarde —digo como si me importara.
—Por favor —insiste y yo suspiro.
—Está bien, vamos.
Jordi camina a mi lado hasta el gimnasio, donde tiene su primera clase del día. A cada zancada, el niño avanza más lento y más inseguro, pero yo no estoy dispuesta a aligerar el paso, así que se ve obligado a alcanzarme hasta que, finalmente, me planto frente a la puerta roja. La única que nos separa de las sudorosas canchas y los descuidados cambiadores. El niño de piel pálida y de contextura enclenque me mira con ojos grandes y suplicantes a través de los cristales de sus lentes.
—¿Qué pasa? —le pregunto.
—¿Puedo faltar? Por favor.
—Mamá te dijo que no podías faltar.
—Ya sé, pero no me gusta la clase de gimnasia.
Sabía lo que era odiar la clase de gimnasia, odiar ser la última cuando elegían equipos, odiar ser la última en usar las duchas y no tener privacidad para cambiarme. Tener que desnudar mi cuerpo delante de todas las chicas, tener que esconder las magulladuras que yo misma me causaba de sus ojos acusadores y que ellas se desnudaran frente a mí sin pudor ni vergüenza. Incluso cuando mi periodo se había visto interrumpido lo utilizaba de excusa para evadir la clase siempre que podía o me iba a la enfermería alegando dolor de cabeza, de barriga o ambos.
—¿Por qué no te gusta?
—Porqué soy malo.
—Todos son malos —me sostiene la mirada temeroso—. Ya entra —le doy un empujón que lo obliga a cruzar la puerta
Aquel día se hace más largo de lo normal y no dejo de sentir todos los ojos puestos en mí, analizándome, juzgándome, como me figuro que hacen usualmente, pero hoy la sensación se ha multiplicado. ¿Qué hace con casaca en verano? Seguro intenta esconder su gordura —imagino que cuchichean. Prefiere morirse de calor que mostrar su cuerpo. Y los murmullos continúan en la hora de almuerzo, cuando hago una cola de veinte minutos con bandeja en mano para pedir solo una ensalada. Mírala, piensa que comiendo ensalada va a volver a ser flaca. No subiste de peso por comer ensalada. Y me siento sola en la mesa más alejada, pero, aun así, me siento observada.
Una maestra pasa por mi lado y escanea mi plato sin disimulo. Cuando alzo la vista, me sonríe. Una sonrisa forzada, falsa. Todos me tienen vigilada, incluso fuera de casa tengo que andar con cuidado. Una vez vine a la escuela con un pañuelo atado al brazo. No solo era incómodo, me sentía ridícula. La profesora de normas se acercó a mí en los pasadizos y me ordenó, delante de todos, que me lo quitara. Yo le pregunté por qué, no molestaba a nadie más que a mí. Me dijo que estaba prohibido. Sabía que era mentira. Ya ni siquiera podía hacerme mierda en paz. Me arrancó el pañuelo y descubrió la herida en carne viva. Era evidente que no había sido un accidente. Me mandó a la enfermería a que me desinfectaran y me dijo que hablaría con mis padres. Ese día salí de la escuela con un parche en el brazo y una citación con el psicólogo estudiantil. Patética.
Llego a mi casa y voy directo a mi cuarto. Mi madre ha recogido las fotografías esparcidas en el suelo y las cortinas abiertas de par en par permiten el ingreso de una luz intensa que baña todo el espacio. Lanzo la puerta tras de mí y tiro de las cortinas para quedarme en penumbra. Desearía que fueran negras y entonces no quedaría un halo luminoso flotando a mi alrededor. Me arranco la ropa con la misma furia y, como si hubieran estado también contenidas, mis alas se expanden dos veces mi tamaño, todo lo que el escaso espacio libre de mi habitación les permite. Entonces, un nuevo golpe en mi puerta me paraliza.
—Aura, voy al mall. ¿Quieres ir?
—¡No!
Intento volver a cubrir mi cuerpo, pero no encuentro algo lo suficientemente grande como para esconder las alas. Escucho las pisadas de mi madre alejarse por el pasadizo y respiro aliviada. No iba a poder ocultarlas por mucho tiempo. Mañana tendría que volver a la escuela y si alguien me veía, me convertiría en un fenómeno de circo. Enciendo mi laptop de inmediato y busco información en internet sobre lo que me está pasando. «Personas con alas de ángel».
No existe ningún estudio científico que pruebe la existencia de niños con aura azulada. Niños que se cree poseen la habilidad de percibir el aura de las personas, además de dones paranormales o poderes sobrenaturales como la telepatía, la telequinesis, la clarividencia, la piroquinesis, la capacidad de leer la mente o la capacidad de sanación. Aunque algunos afirman que solo se trata de una mayor capacidad de empatía y una creatividad incrementada. Además, su cuerpo posee una barrera inmune desarrollada, por lo que nunca se enferman. Se cree que pueden haber experimentado sucesos como premoniciones, ver ángeles, oír voces, etc. O haberlos reprimido.
Antiguamente se creía que se trataba de ángeles que habían nacido en la tierra. Niños de ojos grandes y contextura ósea fina. Son inquietos y desbordan energía. Tienden a ser vegetarianos instintivamente desde pequeños. Su piel es especialmente sensible, por lo que pueden padecer de urticaria y alergias. Pueden experimentar una depresión existencial temprana y sentimientos de vulnerabilidad. Su conducta emocional puede variar desde sentimientos de tristeza a una completa desesperación. Sufrir de llanto repentino o no expresar ninguna emoción. No tener miedo o llegar a la ansiedad extrema. Pueden tener problemas para controlar el enojo o la rabia. Tienden a aburrirse con facilidad. Pueden presentar condiciones como la hiperactividad, autismo, dislexia, mala ortografía, así como déficit de atención y concentración. En muchos casos son zurdos. Es probable que sean rebeldes en la escuela, rechacen hacer las tareas y cuestionen la autoridad de sus maestros. En la adolescencia pueden tener problemas de adaptación con otros jóvenes de su edad.
La lista continúa y con cada palabra me siento más confundida. Muchas de las características de la lista iban de acuerdo a mi personalidad y muchas otras no, pero supongo que no todos los niños índigos son iguales. Sin embargo, en ninguna web mencionan las alas o los trastornos alimenticios. Más adelante leo que suelen ser ellos los que ejercen la violencia en las escuelas, los que se rebelan ante el orden ya establecido y buscan liderar el cambio. Entonces, no era posible que yo tuviera el aura azulada. No yo que vivía aislada, encerrada en mí misma y que ni siquiera encontraba sentido a mi propia existencia.
Mamá no está —pienso. Era ahora o nunca, no iba a tener otra oportunidad. Cierro la laptop y la dejo a un lado antes de precipitarme fuera de mi habitación. Bajo las escaleras dando tumbos y entro de golpe en el estudio de mi padre, cuando unos ojos descomunales y penetrantes me hielan la sangre. El rostro pequeño y tan pálido que soy capaz de percibir las venas azuladas bajo su piel traslúcida me queda mirando desde la silla giratoria de cuero negro que le dobla el tamaño. Su gesto permanece impasible, como si nada pasara.
—¿Qué buscas? A papá no le gusta que desordenen su estudio.
—¿Qué haces tú acá entonces?
—Nada —se encoge de hombros y me pregunto si aún seguirán ahí las enormes alas, pero no me atrevo a despegar la vista de mi hermano para comprobarlo.
—¿Es tu disfraz para la fiesta de Halloween?
—Eh… sí. Necesito unas tijeras. ¿Sabes dónde hay?
—Pensé que no querías ir —dice al tiempo que rebusca en uno de los cajones del escritorio.
—¿Qué harás con ellas? —pregunta mientras sostiene frente a mí el objeto filudo con su mano izquierda manchada de tinta desde la punta de su dedo meñique hasta el inicio de su muñeca.
—Qué te importa —repito al tiempo que se las arrebato—. ¿Dónde está tu tutor?
—No vino —entorno los ojos antes de correr de vuelta a mi habitación para hacerme cargo del problema.
De pie, frente al espejo, comienzo a atacar mis alas con las tijeras. Las plumas vuelan y mi cuarto da la impresión de haber sido sede de una guerra de almohadas. Las punzadas me atraviesan con cada corte, pero no puedo detenerme, tengo que acabar con esto de una vez. Nuevamente los golpes en la puerta, la voz pausada del niño. Le grito que se vaya, que me deje en paz. Las plumas se tiñen de rojo esparcidas en el suelo y se combinan con los retazos de tela que ya no esconden mi cuerpo. Corto todo lo que puedo, pero no consigo arrancar las alas de raíz. Comienzo a desesperarme y lanzo las tijeras para poder usar mis uñas. Grito, rasguño, cierro con fuerza los ojos para intentar reprimir el dolor.
Me miro al espejo con todo el cuerpo lleno de tajos y arañazos. El sudor se combina con la sangre y se desliza a gotas por mi piel desnuda. Estoy temblando, respiro agitada, jadeo. Me miró las manos con las uñas rotas y encarnadas, mis manos también tiemblan por el esfuerzo. El reflejo en el espejo parece propio de la escena de un crimen o de alguna película de zombies. De pronto, me atacan las náuseas y la imagen frente a mis ojos se torna borrosa. Manchas negras asaltan mi visión, casi como si me mirara a través de un túnel. Mi reflejo se vuelve intermitente y mis rodillas se vencen para que mi cuerpo impacte de lleno contra el suelo, sobre la alfombra. Un sonido sordo llega hasta mis oídos. Soy yo.
«Aura», escucho la voz de Jordi a kilómetros de distancia. Mis párpados pesan, pero me esfuerzo por abrir los ojos y mirar su rostro. El niño se quita la camiseta e intenta contener la sangre que brota de uno de mis brazos con ella. Por primera vez, reparo en los cardenales violáceos que tiñen su piel albina a la altura de sus costillas.
—¿Eso te lo hiciste tú? —hablo en un hilo de voz.
—No.
Siento sus dedos finos acariciar mi cuerpo antes de que todo vuelva a tornarse negro.
…
Un brillo cegador tiñe de rojo el interior de mis párpados y debo pestañear varias veces para conseguir adaptarme a la luz. Las paredes blancas y pulcras me son desconocidas, no hay manchas ni fisuras en el techo, las partículas de polvo son casi inexistentes. Siento como dos dagas que se clavan en mi espalda cuando intento moverme y un gemido de dolor se ahoga en mi garganta. Un vago recuerdo llega a mi mente: las alas, la sangre ennegrecida, la mirada serena de mi hermano, los hematomas sobre su torso descubierto.
Debo pasar una semana entera encerrada en aquel cuarto de hospital después de recibir un sermón de parte de mi madre por haber permitido que mi hermano me viera en esas condiciones. «Si no fuera por Jordi, quién sabe si seguirías aquí». Se le quiebra la voz, pero realmente no sabía si debía agradecerle. Seguir viva era lo último que quería, pero no estaba molesta con él y ahora que no podía verlo, tal vez, comenzaba a extrañarlo.
Volver a pisar mi habitación después de una semana era reconfortante, aunque esta vez algo había cambiado. Ya no había puerta ni cortinas, ya no había espejo ni fotografías o prendas de ropa a la vista, como si ya nadie habitara en ella. Rectángulos de un rosa no tan descolorido eran la prueba de que en algún momento algo había ocupado las paredes. Las manchas negruzcas sobre la alfombra, donde hace días mi sangre había relucido a la escasa luz de mi habitación, no iban a desaparecer jamás. Al igual que las marcas en todo mi cuerpo que habían pasado a formar parte de mí.
—¿Ahora eres un ángel? —Jordi irrumpe en mi cuarto, pero esta vez no le digo que se vaya—. ¿Te estabas probando las alas porque sabías que ibas a morir?
No estaba loca, no había sido ninguna alucinación producto de los medicamentos. Él las había visto, aunque ahora en lugar de dos alas solo quedaban dos largas y prominentes cicatrices.
—No me voy a morir, Jordi —le aseguro, aunque no sé si eso es lo que quiero.
Extiendo mi mano para alcanzarlo y descubrir los moretones sobre su frágil cuerpo. Él no se resiste y compruebo que ahí siguen. El morado ha virado ligeramente hacía el verde y el verde hacia el amarillo. No había estado delirando por la pérdida de sangre, eso tampoco lo había imaginado.
—¿Cómo te hiciste eso?
—Me golpearon.
—¿Quién te golpeó?
—Los niños de mi clase, el otro día, en los cambiadores.
—¿Siempre te molestan? —Él agacha la mirada al tiempo que asiente avergonzado—. ¿Por qué no se lo has contado a mamá?
Una corriente helada llega hasta nosotros, causándome un estremecimiento, pero él no se inmuta. Era de noche, estábamos a veinticinco grados y el ambiente se sentía tan cargado que podía empezar a sudar sin necesidad de mover un solo músculo, pero de un momento a otro la temperatura nos había abandonado. Me pongo de pie para cerrar la ventana y vuelvo a sentarme en mi posición. Jordi no se ha movido de su lugar.
—Podría haberlos matado, pero no quise.
—No digas eso, tú no eres como ellos.
—Estaba tan caliente ahí adentro que podría haberlos asfixiado —habla aún sin atreverse a mirarme—. O podría haber incendiado el gimnasio, pero me asusté y solo dejé que me golpearan.
—No debes dejar que vuelvan a hacerlo.
—¿Y sí lo hacen qué?
—Entonces, no dudes en usar tus poderes. No tengas miedo —una sonrisa tímida se dibuja por primera vez en sus labios sonrosados y sus ojos centellean a la luz de la luna que se filtra libremente por la ventana. Yo también sonrío y no me cabe la menor duda de que mi hermano es un niño índigo.
Andrea Rivera Carrillo (Lima, 1996). Estudió Comunicación audiovisual y medios interactivos en la Universidad Peruana de Ciencias Aplicadas (UPC) y un máster propio en Creación Literaria en la Universidad Internacional de Valencia (VIU). Además del curso integral de corrección de estilo con la Escuela de Edición de Lima (EEL) y el Centro de Desarrollo Editorial y de Contenidos (DEYC). Ha publicado los libros de cuentos Estaciones (2017) y El Perfil de la Noche (2019) con ediciones Altazor, y el libro de cuentos La calma del no ser (2023) con la editorial Grafos & Maquinaciones. Ha participado en los proyectos narrativos Mario y los escribidores. 27 relatos sobre el universo vargasllosiano (2019), Superhéroes. Muestra de relatos épicos peruanos (2019), Noticias del futuro. Antología del cuento de ciencia ficción peruano del siglo XXI (2019), Zomos Zombis (2020), 21 Relatos sobre mujeres que lucharon por la Independencia del Perú (2021) y Selección Peruana 2015-2021 (2021). Actualmente, se encuentra cursando una segunda maestría de Escritura creativa en la Pontificia Universidad Católica del Perú (PUCP).