Siempre se apodera de mi ser, mi serenidad se vuelve locura, y me llena de amargura, canta Arturo entre dientes, la radio a todo volumen y la mirada clavada en un viejo televisor Samsung que tiene en la habitación. Enciende un cigarro y abre la última cerveza que le queda. Se sienta al borde de la cama. Expulsa el humo al cielorraso y las cenizas caen al piso de alfombra. Arturo piensa en esos platos sucios sin desconchar que le llevan los camareros, siempre con restos de papas fritas y con restos de verduras. Piensa en esas gredas pequeñas que se acumulan y que siempre tienen restos de pastel de choclo con colillas de cigarro y con chicles y boletas arrugadas. Piensa en esas filas de pocillos llenos de kétchup y mostaza y ají, metidos en más de alguna ocasión en vasos con restos de vino o cerveza. Piensa en esos olores nauseabundos que le revuelven el estómago cada vez que cambia las bolsas de basura y cada vez que limpia los baños defecados. Piensa en toda esa loza que llega al final del turno cuando ya no quiere más, cuando ya no aguanta más y que tiene que lavar de todas maneras hasta ser el último que queda atrás, en la coperia, escuchando el agua congelada que cae por la llave del fregadero y que anestesia sus manos y su cuerpo.
Ni siquiera se ha duchado. Tiene el pelo tieso y su ropa apesta a cigarro y humedad. Solo ha fumado y ha tomado y ha escuchado música. Y podría estar así mismo, seguir así mismo, si no tuviera que trabajar hoy. ¡Arturo!, le grita su madre desde el primer piso. Pero Arturo no la escucha. Le da un sorbo a la cerveza. Una calada al cigarro. Otro sorbo a la cerveza. Le sube más a la música. Quiero ser algo más que eso, melancolía. ¡Baja ahora!, le vocifera su madre. Arturo cierra los ojos por un momento y todo le da vueltas. Está mareado. Mueve la cabeza al ritmo de la música. Sus manos se curvan en el aire y danzan hasta llegar a su pecho. El cigarro cae al suelo y Arturo lo recoge y lo acomoda en su boca. Canta y baila. Ay mi alma, piensa. Una efímera sonrisa afligida aparece en su rostro.
En ese momento su madre entra a la habitación. Arturo se sobresalta y todo su cuerpo tiembla por unos segundos. ¡Está hediondo!, grita su madre. Ella camina apresurada y abre las cortinas de un tirón. Una luz intensa y brillante entra en la habitación. Arturo se cubre la cara. Ve todas las latas vacías botadas en el suelo y las colillas de cigarro. También hay ropa sucia y papeles y tazas. ¡Esto parece un chiquero!, dice su madre. No es para tanto, responde Arturo. Vas a buscar una bolsa de basura y vas a limpiar todo, le dice su madre. Después, responde Arturo. No, ahora, y también vas a ir a trabajar. Mira la hora que es y todavía no estás listo. Cómo puedes ser tan vago, tan sucio, tan irresponsable. Eres una burla de hijo. Un desastre. Madura de una vez, Arturo, o al menos finge madurar. Siempre lo mismo contigo, todos los días. ¿Cuándo vas a cambiar? Dime, cuándo. Arturo se levanta de la cama, tiritando. ¡Cállate un rato!, me enfermas. Eres insufrible, mamá. Eres la única persona que me desangra tanto por dentro. Escúchame por una vez en tu vida. Arturo tiene la mandíbula inquieta, las venas del cuello hinchadas y su cara hierve. Está a punto de enfrentarse a su madre cuando ésta levanta la mano y le voltea la cara de un manotazo. Arturo cae hacia atrás, en la cama. Se soba la mejilla colorada y se limpia sus ojos cristalinos. Su madre está furiosa. Ella le apunta con un dedo a la cara. No me vuelvas a hablar así, insolente. ¿Qué te has creído, mierda? Recuerda que soy tu madre y aunque seas un inútil de 40 años, divorciado y sin hijos, tengo derecho a castigarte. Ahora arréglate, dúchate y baja al trabajo, es una orden. Cuando termines el turno, subes a limpiar, le dice su madre. Arturo asiente. Entendido, responde. Su madre lo observa, se acerca lentamente a él y con suavidad le acaricia la cara inflamada. Es por tu bien, le susurra ella. Él no dice nada. Ella tampoco dice nada. Te espero abajo, le dice ella y abandona la habitación. Arturo queda en la cama. Se palpa la cara hinchada y está caliente. Te detesto, piensa. No sabes cuánto te detesto. Su rostro se deforma, se arruga y las lágrimas surcan su pómulo lastimado. Algo de mí, algo de mí, algo de mí se va muriendo, canta la voz que sale de la radio. Arturo canta encima de la canción con pasión y sufrimiento. Luego se levanta de la cama, apaga la radio, se ducha y se viste con rapidez. La canción sigue sonando en su cabeza. Baja las escaleras hasta el primer piso y a través de una puerta de cristal ve las mesas llenas de clientes en el comedor. Atraviesa un pasillo oscuro y se topa de frente con un joven camarero. Buenas tardes, Don Arturo, le dice. Arturo asiente y sigue hacia adelante. Entra a la cocina y el olor a comida lo invade enseguida. ¡Apúrate con la loza!, le exige su madre que revuelve una olla con puré. Arturo aprieta los dientes, avanza hasta la coperia y se amarra un mandil negro a la cintura. El cuerpo entumecido, la esponja empapada y la mirada clavada en el agua que gira alrededor del desagüe.
Sebastián Alejandro (Temuco, Chile, 28 años). Ha tomado los talleres literarios con Ricardo Herrera, poeta de Temuco y en Talleres La Correccional en Santiago. Diplomado en Guion para Cine y Televisión en Academia de Cine La Toma. Estudios universitarios inacabados en Periodismo y Creación Audiovisual. Le gusta leer manga, ver películas y escuchar música. Actualmente trabaja como ayudante de cocina y escribe. Instagram es: @vicioinherente