Imagen: Tiempos duros (1951) Enrique Castells Capurro.
Yacía en la cama del hospital, con los ojos muy abiertos y la boca temblorosa.
—Hola, abuelo —dije.
—No estoy listo, mijo —respondió—. No estoy listo. No, no. Yo debería estar en el campo. No acá en esta mierda. En el campo. En Nueva Imperial pos, mijo. Allá… allá. Con mi taita, el que mató a los cuatreros.
Empezó a toser, le ofrecí agua. Nunca había escuchado nada de lo que me contaba.
—Llegaron de noche —prosiguió, después de un rato—. Estaba todo oscuro, en una bajada. No se veía ná, mijo, ná. Yo tenía como trece. Iba colgao atrás de la carreta de mi taita, fumando de su pipa nueva. Yo los escuché galopando. Le avisé a mi taita pero él no dijo ná y siguió picaneando a los bueyes. Cuando me senté al lao suyo, me dijo que me quedara quieto y bajara la cabeza. Le hice caso y no vi ná, pero los escuché galopando, cada vez más cerca. Cuando estuvieron al lao nuestro, mi taita pegó un grito y después cuando empezaron los balazos, salté y me escondí… me escondí… debajo de la carreta. Mi taita… tenía un revólver.
Tosió de nuevo. Llegó una enfermera y le dijo que no podía hablar tanto, que se iba a ahogar. Le ofrecieron agua, apenas pudo tomar. Nos miramos, le tomé la mano flaca y gris. De pronto cerró los ojos y levantó los hombros, como quien se asusta en sueños. Creo que dormía, porque seguía respirando y las máquinas del hospital no hicieron ruido alguno. Lo miré dormir hasta que la enfermera volvió y me dijo que debía irme.
Esa noche, los cuatreros vinieron por él.
Tomás Veizaga (Antofagasta,1990). Se especializa en narrativa breve del género realista, con un estilo marcadamente local. Ha publicado cuentos, microcuentos y artículos en diversos medios digitales y en una antología impresa. También es traductor literario y cuenta con estudios en Derecho y Literatura.