Adela Ramírez, 68 años, jubilada, sin seguro. Mientras el urólogo llena la hoja de registro y le prescribe el tratamiento a seguir, Adela piensa en cómo va a pagar eso si lo que gana cada mes en la tienda de abarrotes le alcanza para lo justo. Sale del hospital y toma rápido el bus que la deja a tres cuadras de su local, donde alguno de los vagos del barrio ha arrancado el papel que decía “Vuelvo a las 4 p.m. Asunto médico.”
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Adela regenta una tienda en la cuadra 6 de la calle San Martín, en lo que supo ser un depósito en el frontis de su casa. Es el negocio que abrió junto a Humberto, su esposo, quien falleció hace algunos años a merced de un sistema público de salud a la deriva. Desde entonces, nada ha sido lo misma para ella: el desgano y la soledad le han ido ganando la batalla, pero entiende que debe seguir. Aunque pierda. «Es lo que me toca», piensa sin tristeza, pero con la resignación de quien se sabe derrotada. Con el cansancio de saber que la vida entera no alcanza ni alcanzará para estar tranquila, aunque sea un momento; un solo minuto sin pensar en limpiar, atender, abrir, cerrar, estar siempre alerta. La vida es una esclavitud, un destello absurdo entre nacer, tener hijos y no dejar nunca de trabajar.
Esos hijos que viven ahora en una burbuja con una sola palabra alrededor: dinero. La necesidad de tener, de aparentar; de buscar el sueño dorado de la comodidad y el lujo. Ella lo entiende como el resultado de una infancia difícil —y es imposible batallar contra ese gigante tan encantador que paga los caprichos—, pero no deja de sentirse frustrada. Luego de que cada uno se independizara, sus visitas se hicieron infrecuentes, y las llamadas pocas y llenas de monosílabos y frases hechas. Piensa que ya no cuenta con ellos, y se consuela aceptando que al menos tiene esa certeza. Sin Humberto y sin sus hijos, el tiempo se ha hecho sinónimo de soledad.
Y de rutina: Adela se levanta todos los días antes de las 5 a.m. para desayunar, asearse y poder abrir la tienda temprano, cuando los vecinos están saliendo de sus casas a sus respectivas labores y pasan por su local para comprar algo de refrigerio con el cual soportar el día. Las amas de casa compran lo necesario para la comida, y repiten las mismas quejas por los precios elevados o los inquilinos fastidiosos. Al mediodía se sienta frente al viejo televisor para ver algún programa de chismes y ya en la tarde la empieza a vencer el sueño, siempre sentada en su silla de comedor, hasta que alguno de los muchachos de la cuadra pasa gritando cualquier barbaridad y la despierta sobresaltada. Llegada la noche cierra la tienda, se persigna ante la imagen de Santa Rosa y se presta a dormir.
Así, de lunes a domingo. Sin feriados, sin vacaciones. Sin Fiestas Patrias, Navidad ni Año Nuevo. Sin sorpresas. La novedad durante la semana pasada fue recibir a un nuevo proveedor, un chico al que no conocía y a quien preguntó, con cierta discreción, si le podía traer unos pañales para la incontinencia en adultos mayores. «Son para una vecina», mintió.
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El teléfono suena. Es Julio, uno de sus hijos, quien la invita a almorzar para el martes próximo. «Tengo que contarte de un negocio que me ha salido recién y que está asegurado. Mis hermanas también irán. Con eso, ya no tendrás que preocuparte por la tienda», le dice emocionado. Adela desconfía de esa súbita suerte y de ese extraño cariño filial, y piensa que su hijo debe estar metido en algo raro.
Aquel día, al llegar al restaurante, no encuentra a nadie. Se molesta, maldice y piensa en irse hasta que ve entrar a Julio, sudoroso, deshaciéndose en disculpas por su tardanza y confirmando que sus hermanas no demorarían mucho más. Adela lo mira con recelo; un poco con pena, un poco con decepción. Poco después, ya están sentados todos en la mesa, pensando qué comerán, cuál será aquella noticia.
La charla se sucede con una velocidad avasalladora. Sus hijos conversan sobre tantas cosas, pero ella se pierde; atentos a todo y nada a la vez, comen y siguen hablando como si no hiciera falta más. El tan mentado negocio era, en verdad, solo una posibilidad en el aire, un rapto de ilusión que dolerá al caer. Entre tanto, Adela los mira, dedicada a contemplar cómo cada uno de ellos es dueño ya de su propio destino (para bien o para mal), cómo ya no les es útil, cuán lejana se siente del mundo de hoy y de lo rápido que va todo; pero no se lamenta. Julio es el rey de la mesa y sus ojos parecen dos grandes faros de la nada apuntando a un horizonte equivocado. Solo en algún momento escucha que le dirigen la palabra, que es a ella a quien están dando atención, pero es para decirle que se apure en comer, que se le va a enfriar la comida. De inmediato, vuelven todos a la noticia esperada, su conversación, los celulares, el televisor del restaurante. Quisiera hablar, formar parte del ritual, de la escena de familia unida; hacer algún comentario, no importa de qué, pero prefiere callar. «Estoy vieja», piensa.
En algún momento, el mesero se acerca a recoger los platos que ya van quedando vacíos y pregunta si desean ordenar algo adicional. Ve, entonces, que, de la silla de Adela, caen gotas de algo amarillo formando un pequeño charco espumoso en el piso: algo como orina. Su rostro cambia de expresión y se funde en una mueca de asco y estupor, contagiando a Julio que empieza a desarmarse ante ese olor ácido e incómodo. Ella se siente extrañamente liberada y parece sonreír. «Estoy vieja», piensa.
Roberto Renzo (Lima, Perú, 1992). Ha sido parte de antologías poéticas en publicaciones como El Bosque (Perú, 2014), Cielo Desnudo (Perú, 2020) y Granuja (México, 2021). Relatos suyos han sido incluidos en la Primera Antología de Cuentos de Editorial Caja Negra (Perú, 2019) y en la edición de aniversario de la revista Casapaís (Uruguay, 2022). Su última publicación discográfica (“Temporal”, 2020) está disponible en plataformas digitales, y tiene un blog sobre música llamado ‘En estéreo’ en el portal web La Mula