Narrativa: El osario de mi madre. Rogelio Pineda Rojas

 

Me escurrió una gota de sudor por la sien, como si me hubiera metido al hocico caliente de un lobo tan gigante como una cueva. El lavabo y el retrete hedían a ese hocico rancio, e imaginaba que en cualquier momento la bestia cerraría sus colmillos sobre mí. Era mi primer robo a los doce años y estaba nervioso: mi madre podría despertar esa mañana y descubrirme ahí metido, robándole dinero.

Sopesé su monedero en la palma de mi mano. Las monedas tintinaban felices dentro. Algo en mi interior se alegró también, como cuando empuñaba la palanca de la maquinita en la farmacia y presionaba el botón start. Qué sabroso sentía los tendones de las manos; qué rico se mojaban mis ojos alertas a los pandilleros que golpeaba en el monitor. Había jugado días enteros. Hasta que mi dinero —conseguido como propina, luego de cuidar a los hijos de la China cuando ella se iba trabajar— se había terminado.

—Pedro, van a traer la maquinita de los Snow Bros. —me recordó el hijo del farmacéutico—. A ver si la terminas. Tiene muchos jefes.

Seguro que lo haría. Necesitaba sólo dos monedas. La urgencia de jugar aquel videojuego ahora me golpeaba el pecho, como si sólo con la maquinita pudiera seguir respirando. Era muy extraña mi urgencia de aquellos días de 1992.

Recorrí despacio el cierre del monedero.

—No. Dios —murmuró mi madre, aún dormida en su cama—. ¡Dios!

Desde que había muerto mi hermano Toño, mi madre se acostaba con el monedero metido debajo de la almohada. Por las noches lloraba quedo, como si no quisiera que la oyera hasta mi cuarto. Después se acurrucaba de costado, ponía la sien en la almohada y metía las manos debajo, con el monedero entre ellas.

Pero el monedero amanecía en cualquier otro lugar sobre las sábanas. Así lo había descubierto esa mañana.

A los diecisiete años, Toño había muerto en uno de sus atracos. Él y su amigo, abatidos por los disparos de la policía, aparecieron en la portada de El Gráfico tendidos bocarriba en el piso de la gasolinera de nuestro barrio.

Vestían playeras blancas, pantalones de mezclilla entubados y tenis de bota. Su amigo empuñaba una pistola muy chiquita. A lo mejor de juguete. En otra foto, podía verse a mi hermano con los ojos y la boca abiertos, sin dientes, quizá por caer y golpearse durante la refriega, quizá por los culatazos que le dieran los policías antes de morir. Empuñaba un billete en su mano salpicada de sangre.

La China le enseñó el periódico a mi madre poco después de que enterráramos a Toño. Mi madre dio un paso hacia atrás, tal vez impactada por la fotografía, y se dejó caer llorando en la silla del comedor con las manos en la cara. Lloraría mucho desde entonces. Jamás volví a cuidar a los hijos de la vecina luego de eso. Así mi pobreza repentina.

Ahora que lo pienso, mi primer robo era más un préstamo. Le devolvería a mi madre el dinero en cuanto trabajara otra vez. Pediría propinas por llevar los botes de basura de las tienditas de la colonia al camión recolector. Pronto. Pronto lo haría. Pero antes quería congelar algunos changos en el nuevo videojuego de la farmacia.

Mi madre seguía dormida. Con dedos sutiles, recorrí el cierre y vacié el monedero sobre la tapa del retrete. En este momento me congelé.

Habían caído monedas, pero también algo que me apresó como si de repente las fauces del lobo adonde me había metido se cerraran, triturándome.

Saltaron dientes. Dientes chiquitos muy blancos con un hoyo en el centro, que patinaron por el piso como las cuentas de un rosario roto. Tan blancos como el camisón de mi madre, quien se revolvió en la cama y quedó de espaldas a mí.

Sorprendido, con palpitares que subían por mis sienes, recogí uno a uno los dientes y los metí en el monedero. Eran dientes de leche. Lo supe por el tamaño y su fragilidad: al apretarlo, la raíz de uno se quebró. Lo que nunca supe es si eran los de mi hermano y los míos o sólo los de Toño. Presiento que eran los de él.

También devolví las monedas y salí del baño. Sentía raro el cuerpo, como si me hubiera despintado y con ello hubiera perdido peso, no puedo explicarlo de otra manera. Estaba liviano, casi flotaba. Puse el monedero encima de la almohada de mi madre, que se dio vuelta hacia mí, sorprendida:

—¿Qué pasó, hijo? —me preguntó con voz amodorrada. Tenía los ojos húmedos.

A lo lejos, comenzó a repiquetear la campana del camión de la basura, llegando a nuestra calle:

—Nada, ma, duérmete. Me voy a trabajar, ahorita vuelvo —y le besé su frente tibia.

 

 

Rogelio Pineda Rojas (Ciudad de México, 1980). Publica con regularidad reseñas de libros y cuentos en diversos medios de su país y también es autor de la novela Permite que tus huesos se curen a la luz (2017), con la que obtuvo el Premio Binacional Valladolid, que distingue a autores de Guatemala y México. Realizó estudios de Comunicación en la Universidad Nacional y de Escritura Creativa en la Escuela de Escritores de la Sociedad General de Escritores de aquel país. Por lo general, sus textos se enfocan en los sinsabores de la niñez y en el cuestionamiento de la figura materna. Su página: textonauta.blogspot.mx.

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