Oh my darling girl
Let’s talk about your life in this empty world
You left your friends at home,
You know you are alone…
Craft Spells
Party talk
Primer momento:
Aquel día la gente transitaba anónima, demasiado rápido para mi memoria, como si fueran cualquier cosa olvidada en el movimiento. Me daba miedo pensar en que ella se transformara en uno de esos cuerpos intrascendentes, no quería que fuera un rostro más perdido entre la masa. Nada de esto era infundado, ella dijo a las 21.15 y yo —para ser totalmente fiel a la verdad— llegué casi a las 21.30. Prendí un cigarro, mientras pensaba en la canción que había hecho ese mismo día. Tenía el bajo, la guitarra y la batería terminadas, solo me faltaba la letra. En aquel momento creí obvio que debía tratarse de algo melancólico, un amor que se va, que abandona a la voz cantante o, mejor aún, un amor que es alejado por esa voz.
Yo estaba de pie afuera de la galería en la que habíamos acordado encontrarnos, atento a las personas que entraban y salían del lugar, cuando apareció ella caminando con absoluta tranquilidad. Más tarde me confesó que se había dado una vuelta a la manzana para hacer hora. A diferencia de mí, se notaba un esmero en su forma de vestir. No era que estuviera exageradamente arreglada o que trajera puesta ropa muy cara, sino que entre su chaqueta mezclilla y su falda cuadrillé había una clara intención de querer emular el estilo de la gente de mi edad en ese tiempo. Pese a que se veía más joven —considerablemente más joven—, tanto ella como yo teníamos claro que ya había pasado los treinta y cinco. La mezcla de la noche con las luces artificiales también ayudaban a mantener la ilusión, le daban a su piel un toque mucho más claro y terso, que hacía juego con los mechones blancos de su melena. Cualquiera habría dicho que éramos coetáneos o que, por lo menos, la diferencia entre los dos no pasaba de la mitad o de la cuarta parte de lo que en realidad era.
El saludo se limitó a un acercamiento de mejillas bastante frío. Decidimos que lo mejor era ir a su departamento, que quedaba a un par de cuadras de ahí. En el camino prendí otro cigarro y la escuché hablar de su trabajo. Yo —como siempre— no conversé mucho. Después de esa breve introducción a su vida comenzó con el tema de su separación. Me contó que él no me llevaba tantos años, que se habían casado a los pocos meses de conocerse y que, en el último tiempo antes de separarse, su relación estuvo dominada por la intermitencia. Esto, según ella, fue usado por ambos a modo de excusa para estar con otras personas de forma esporádica. Aún así, siempre volvían. Me acuerdo que en ese momento tomé ese exceso de sinceridad como una especie de advertencia de su parte y, por alguna razón, pensé que era una buena señal.
Su departamento estaba en un edificio viejo sin pintar, ubicado en el casco histórico del centro. Al entrar, lo primero que se veía eran las paredes llenas de dibujos que, en mi opinión, parecían hechos por un niño de kinder. Me contó que eran obras de una amiga suya, por lo que tuve otro motivo más para agradecer mi introversión. Del resto del departamento, poco se puede decir sin recaer levemente en la crueldad. Por ejemplo, cuando me ofreció té, sacó la taza de entre una montaña de loza, ollas y sartenes que hacían equilibrio sobre su lavaplatos. El tapiz del suelo era más pelusas que alfombra y levantaba polvo a cada paso. Pero lo que más denotaba un estado de transición en el lugar era la cantidad absurda de ropa, repartida encima de los sillones, las sillas y en uno que otro mueble.
Estaba claro que era una persona triste. Odiaba su trabajo como asesora comunicacional; detestaba estar obligada a hacerse cargo de su padre con alzheimer; y, además de tener que soportar los berrinches de su ex, lo peor era posponer todo lo que había planeado en su vida. En un momento pensé en ofrecerle ayuda, aunque me arrepentí de inmediato al darme cuenta de que con suerte era capaz de hacerme cargo de mí mismo. Conversamos mucho, eso sí, de Lemebel y de Nicanor Parra. Yo le confesé que conocía a su ex, que un par de años antes le había vendido un compilado de poesía de Bertoni. Ella me contó que él le había regalado ese libro y que le bastó con una sola lectura para aborrecerlo completamente.
—¿A él o al libro?— le pregunté.
No me respondió nada, solo se rió. Después me contó que estaba leyendo Devenir perra de Itziar Ziga. Yo no hice ningún comentario, me limité a asentir. En ese tiempo aún no había leído dicho texto y preferí no quedar como ignorante. Sin embargo, aquello me sirvió para detectar el origen de su engolosinamiento con la palabra devenir (devenir funcionaria pública, devenir madre, devenir hija, devenir amante, etc.). Incluso, me di cuenta de que la tenía tatuada en una pierna, pero eso fue mucho más tarde.
La excusa para ir a su dormitorio fue que ahí estaba la tele y que ahí podíamos ver una película. Por lo menos, tuvo la sutileza de dejarme escoger y yo, guiado por mi actitud de joven pretencioso, sugerí una de Wes Anderson. Me sabía Moonrise Kingdom casi de memoria, a pesar de que no estaba ni de lejos entre mis favoritas del director. Recuerdo que no fui capaz de prestar mucha atención. Estábamos recostados sin zapatos sobre un cubrecama —que en alguna otra época debió ser blanco. Ella apretaba contra mí todo su neuma de cordero trasquilado, cada vez se apegaba más a medida que avanzaba la película. Sus dimensiones eran demasiado pequeñas, en comparación a las mías, y recién en ese instante fui consciente del estado de sus brazos. La luz de la pantalla iluminaba los cortes ya cicatrizados, igual a carreteras raquíticas que se despliegan en todas las direcciones de un mapa. Por supuesto, no hice ningún comentario. Pero ella, como si me leyera la mente, dijo que estaba bien. Sus ojos se quedaron fijos en mi cara y finalmente agregó:
—Si sigo mirándote voy a tener que darte un beso.
Segundo momento:
La invité esa noche porque no nos veíamos desde la vez que fui a su departamento. Cuando se lo propuse ella aceptó de inmediato, dijo que después podíamos irnos juntos. No aclaró dónde, solo dejó esa promesa en el aire y yo preferí no insistir. La fiesta era a beneficio de las personas que vivían en una casona cerca de los bares universitarios. Con el Leo y el Acosta llevábamos una buena racha de tocatas que nos habían servido para promocionar nuestro primer Demo. Además, también iban a tocar otras bandas de la —supuesta— escena que se había armado en aquel año, y todo culminaría a cargo de un DJ argentino. En resumen, el panorama se veía prometedor.
Antes de tocar, con mi grupo nos limitamos a compartir solo una cerveza de litro, ya que habíamos acordado que no podíamos tomar ni una gota más de alcohol. Si pasábamos de esa dosis, probablemente la íbamos a cagar. Ya teníamos experiencia tocando borrachos y nadie quería volver a pasar por lo mismo. La marihuana también estaba vetada como previa, aunque a veces nos sirviera para ensayar, en vivo era un distractor espantoso y siempre estaba el riesgo de quedar al borde de una crisis de pánico.
Esa noche hacía frío, pero el lugar estaba tan lleno que el calor se mantenía ahí dentro solo por la caterva de cuerpos rozándose. Todos se conocían con todos o, por lo menos, actuaban como si así lo fuera. La primera banda que tocó sonó horrible, sin embargo a nadie le importó. Las voces coreaban las canciones igual a un mantra, resonando tan fuerte dentro de la casa que parecía que en cualquier momento esta se iba a derrumbar. No sé cómo los vecinos no llamaron a los pacos, seguramente estaban acostumbrados.
Nosotros seguíamos y ella todavía no aparecía. Yo no dejaba de fumar, un cigarro tras otro. En eso, el Leo empezó a instalar su guitarra y después lo siguió el Acosta con su bajo. A mí no me quedó otra que hacer lo mismo. Me senté a la batería, acomodé los platos, la caja y por último el micrófono. Probamos sonido con el estribillo de una de nuestras canciones más conocidas y eso sirvió de señal para que la masa se acercara aún más. Hubo unos segundos de silencio antes del estruendo.
Las luces de colores me llegaban directo a la cara, así que me puse gafas y marqué el un, dos, tres con las baquetas para dar inicio a nuestro repertorio. No sé cómo se escuchó, probablemente igual que la banda anterior. Aún así, el efecto fue el mismo, la gente ya había tomado y fumado bastante a esa hora. El tumulto estaba encendido moviéndose sin parar, bailando abrazados, gritando, haciendo rondas igual que los cabros chicos. El plan era cerrar con la canción nueva, ese mismo día había terminado la letra, así que nos estábamos arriesgando. Por otro lado, mis manos eran una fábrica de sudor, aunque me las secaba a cada rato en el pantalón o la polera, la humedad no cesaba. Yo ya veía que se me escapaba una baqueta mientras tocábamos.
En ese interludio previo al final, justo cuando estaba acercándome —todavía más— al micrófono para cantar, la vi aparecer entre la multitud. Su melena negra con mechones blancos a los costados era inconfundible. Antes de empezar la canción, alcancé a divisar que llevaba puesta la misma chaqueta de mezclilla. Ese instante se transformó en un sueño. Fue como si lleváramos tocando por más de una década y, a pesar de que nadie se sabía el tema, la masa estalló al unísono con el coro. El Leo hasta se tomó la licencia de extender su solo de guitarra por cuatro tiempos más y, con el Acosta, lo entendimos casi telepáticamente, sin haberlo ensayado.
Los aplausos y los gritos nos dejaron tan aturdidos que yo recién despabilé después de la tercera banda, cuando comenzó el DJ. Ella estaba ahí conmigo, me tenía agarrado de la mano y, junto con el resto de la gente, bailábamos en grupo sin pensar ni decir nada. No parábamos de mirarnos dentro de aquel trance, mientras las luces de colores nos atravesaban. Recuerdo que ella se reía mucho, y sus dientes junto con sus mechones cambiaban de blanco a azul intermitentemente al ritmo de la música.
Al rato, nos movimos a la pieza asignada para fumar, con la idea de escapar un poco del ruido. La oscuridad era casi absoluta ahí dentro y olía a humedad. Algunos de mis amigos nos siguieron, pero nosotros nos separamos de ellos porque queríamos estar solos. Nos ubicamos en un rincón apartado, donde nadie pudiera vernos. No fue necesario hablar, hay acuerdos que quedan tácitos fuera del terreno de las palabras. Eso sí, ella nunca me soltó la mano aquella noche.
Tercer momento:
Holaa
Wena nano
Cómo estai?
Piola y tú?
Bien, acá
Cachaste que anoche andaba?
La que me invitó a su casa el otro día
Estuvo todo el rato conmigo
No sé. Yo te vi solo
Juan Matanza (Temuco, 1994). Titulado como Profesor de Lengua Castellana y Comunicación en la Universidad Católica de Temuco. Trabaja como docente preuniversitario, especializado en competencia lectora. Ha publicado narrativa literaria y textos críticos en la revista Observatorio [19] y en diversas antologías de editoriales independientes.