Le vi por primera vez cuando salí a dar la vuelta en las inmediaciones de la Avenida Amazonas. Sentía una emoción contenida en mi Oldsmobile: viajaba así, sin hablar, sin rumbo, por horas enteras. Al doblar la esquina me llegó un clamor de motores en marcha: media docena de autos, algunos polvorientos y otros relucientes como espejos. Muchos de ellos despedían estelas de gases blancos, como nubes más blancas que el aire. Las cabezas vibraban a la señal de la luz roja. Llegaban los bocinazos. Nadie aguantaba. El Ford se metía entre el autobús y la camioneta que pretendía salir. Iba a la punta un Cadillac. Iban dos taxis con música a todo andar. Iba el repartidor en su bicicleta zigzagueante. El autobús que se estremecía cuando arranqué para ganar un metro. ¡Piiii! Otra oleada de claxon y la fila de automóviles comenzó a moverse. Pasaba la venta de sombreros. Sombreros tradicionales. De dos colores. Sombreros de paja toquilla, a precios accesibles. Asegure su porvenir estudiando en la Universidad de los Andes. Clases de pintura y grabado. Bachillerato libre. Una pareja de indígenas quichuas enarbolaban los ponchos flamantes. Y el semáforo cuyo ojo rojo parpadeaba a la luz del medio día. Otra vez la cola de automóviles varados en el áspero pavimento como saurios atrapados en una ciénaga de brea. Los bocinazos comenzaban a crecer. Fustazos del sol, los minutos se negaban obstinadamente a moverse y se dilataban, formando minutos monstruosos, segundos de plástico. Las gargantas estaban secas y las manos apretujaban los volantes. Avanzamos de nuevo, zarpamos, mejor, y hasta corcoveamos, cuando se encendió la luz verde. Las sombras se desperezaron y las ruedas corrieron decididas. Un frenazo me removió del asiento, aturdido, miré que pasaba. Bolso en mano, cruzaba con paso lento una mujer. Quienes la reconocían, porque frecuentaba a menudo esa zona, sobre todo en esa época, vertían miradas de avidez y deseo. Un torrente los excitaba. Había también, como es natural, los que le prodigaban la presión de las miradas torvas y aun las murmuradas palabras soeces, como si aquella mujer los viera al alejarse poco más o menos que flotando en gravedad cero. Pero lo admirable, lo envolvente de su figura ―un imán tan fuerte que el deseo se alargaba hacia su cuerpo― y la dulzura de su sonrisa triste, corbezzolo de octubre, podían más que el inopinado rencor de unos y que el estupor sicalíptico de los otros, como si triunfara sobre propios y extraños y fuese más trascendental que las múltiples voluntades y que la conculcación y ludibrio de su existencia, y había momentos en que los ciudadanos de Quito, hasta los reacios, deponían sus disensiones para rendir callado homenaje a alguien que parecía ser una belleza italiana que había crecido al calor de la Cinecittà. Entonces, cuando su embrujo hecho de sutiles y pulidos rasgos transalpinos, de palidez y de tranquila melancolía, había operado, y aquellos que vacilaban entre llamarla Signora o Bella Donna desistían de la algazara en la sinfonía del claxon para que ella continuase despreocupadamente su paseo, se detenía frente al parachoques del Oldsmobile, no a juzgarlo o admirarlo, sino a observarme de lejos, a través del limpiaparabrisas: su sonrisa sinuosa, eso sólo pasaba cuando la boca es cuerpo, y una mirada que aún vibra en el recuerdo.
―¡Chao Tony! ―se despidió de pronto la mujer. Aquel no era mi nombre, pero de todas maneras le contesté:
―Chao…
Said Vladimir Ramírez Téllez (1991, Guerrero). Es Licenciado en Literatura Hispanoamericana por la Universidad Autónoma de Guerrero y Maestro en Humanidades por la misma universidad. La literatura ecuatoriana contemporánea, en particular la Generación del 30 focaliza el centro de su interés académico. Ha publicado ensayo en revistas indexadas, participado en congresos en diversos estados de la república, y realizado estancias de investigación en Ecuador. Es miembro del comité editorial de la revista independiente La Manticora. Como autor ha publicado el libro de cuentos Como cazar al tigre (La tinta del silencio, 2019). Gusta de impartir talleres de cuento y poesía. Su segundo libro, Los terribles blues de Guayaquil, se encuentra en imprenta.