Narrativa. Lirio Japonés. Valentina Rivera Toloza

 

Hace varios días que no me meto a messenger. O sí lo hago, pero en modo desconectado. Veo tus mensajes, sólo que no tengo energía para contestarlos, así que te mando este mail para que sepas que estoy bien. Que estoy viva y no pienso tanto en matarme como antes. Eso es lo que te preocupa, ¿o no? Que el puente camino al liceo donde abajo pasan los autos siga siendo objeto de seducción. No voy a mentirte. Aún me paro cerca de la baranda todas las mañanas pensando si tirarme de cabeza al vacío o ir a clase porque pa qué. Ya no pasé de curso. O al menos no aquí. Aquí eliminan un curso cada año hasta que en cuarto medio sólo se gradúan los elegidos. Eventualmente, a todos nos tiran del puente para abajo si no sacamos de seis para arriba y quizá yo sólo les estoy adelantando el trabajo.

Mi mamá dice que es mi culpa porque no estudio tanto como debería, pero yo le digo que la culpa es de ella porque quién nos mandó a salir de Paillaco. En cualquier lugar donde había internet yo era feliz y en Paillaco yo tenía internet, a mi hermano y a la lluvia. No te hablo mucho de Paillaco porque me da pena, sobre todo en invierno porque este invierno no es invierno. El frío seco, las noches sin lluvia, mis pulmones que extrañan el olor a leña y el de las ropas mojadas secándose en la salamandra. Siento que odio todo lo que no rezume madera y agua. Siento que si te hubiese conocido allá te podría querer un poquito más. Quizá tanto como tú me quieres a mí. O como me dices querer.

Nos conocimos cuando yo aún vivía en Paillaco, es verdad; cuando ambas rondábamos por internet a ciegas sin un adulto que nos supervisara. Las dos jurábamos que no hablábamos con gente desconocida en el computador, cruzando los dedos a nuestras espaldas porque apenas nuestros papás se iban, abríamos la ventana del chat para contarnos los secretos más atroces que guardan las niñas de trece años. Una ventana para abrir, gritar hacia fuera cual animal herido, y volver a la mesa de la once un poco más humanas, un poco menos bestias.

No se suponía que nos íbamos a conocer de verdad. Quizá yo ni siquiera te quería conocer de verdad. Me bastaba con ver las letras que ponías juntas aparecer en mi pantalla. Me gustaba que fueses mi amiga fantasma y no deberte nada, no tener que responder por ti, que no escucharas nada de lo que la gente tenía que decir de mí. Pero tú debes ser la favorita de alguien allá arriba porque siempre consigues lo que quieres. No había pasado ni un año desde que nos conocimos y mi mamá ya había pescado las maletas, trayéndome con ella a Santiago.

Me dijeron que en Santiago todo estaba separado en bloques—que los cuicos vivían en sus barrios cuicos y que el resto era para la chusma, pero por alguna razón fui a aterrizar a tu misma comuna. Diez cuadras de mi casa a tu casa. Dos cuadras del liceo a tu casa. No te veías cuica la primera vez que te conocí, cuando fuiste a buscarme fuera del liceo en buzo y polera, una chasquilla gruesa en la frente y las puntas del pelo café abriéndose como un lirio rojo japonés, de esos que siempre salen en los animes cuando la gente se va a morir. Sólo supe que tú y yo éramos diferentes cuando crucé Irarrázaval para llegar a tu casa (porque en este país todo lo separan calles de cuatro pistas) y caché que vivías en un pasaje con reja en una casa de dos pisos y cuando te pregunté si era tu mamá la que estaba en la cocina no me miraste a la cara para decirme que era la nana.

No me gustaba tanto ir a tu casa. Prefería que vinieras a la mía. En mi casa no teníamos un tercero que nos vigilara, ni techos infinitos, ni una pieza gigante donde cabían cama, escritorio, cómoda y armario sin problemas. Mi pieza era un pasillo en cuya puerta parapetábamos la estufa a parafina. Quizá las dos siempre nos quisimos morir un poco. Nadie te dice lo mucho que alguien piensa en la muerte tan poco antes de haber nacido, a los catorce, los quince. O quizá era porque las dos estábamos obsesionadas con el guitarrista de X Japan que había muerto hace diez años cuando apenas teníamos conciencia de dónde estaba Chile, dónde estaba Japón, lo lejos que estaban uno del otro.

Asfixiadas en parafina, ahogadas bajo las mantas de mi cama, poníamos el computador de mi mamá entre nuestras piernas y llorábamos abrazadas viendo el funeral de Hide en Youtube, como si hubiese pasado en ese momento y lo estuviésemos viendo en vivo. Las fans en la pantalla aullaban, berreaban como nunca había visto llorar a nadie, rodillas al suelo como si no pudieran soportar el peso del mundo y a mí nunca se me había muerto nadie, pero así mismo quería llorar: los pulmones afuera saliendo por mi boca, dolor en la cara de tanto contraer los músculos, sin poder abrir los ojos de tanta rojez, tanta hinchazón. Quería llorar por la vida que había perdido cuando me fui de Paillaco, por mis papás separados, por mi hermano que puede vivir tranquilo en el sur sin echarme de menos mientras yo lo extraño todos los días. Quería llorar porque el otro año me iba a tener que buscar otro liceo y hacerme otros amigos.

Quería llorar porque tú no ibas a pasar por lo mismo que yo, en tu colegio de plata con gente de plata que decías odiar porque no podías hacer amigos. Siempre creí que estabas mintiendo. Cómo te iba a costar si el primer día que te apareciste fuera del liceo (buzo, polera, lirio japonés) ya te habías hecho amiga de mis amigos. Sonriendo lo justo, hablando lo necesario, escuchando cada una de las intervenciones y acordándote del nombre de todos a la primera mención.

Una parte de mí agradecía que mi hermano no se hubiese venido del sur con nosotras; hasta eso me hubieses quitado.

Quizá no te respondo los mails porque me ahogan tus mensajes. La lluvia de Paillaco ahora eras tú que me pillaba en cada esquina, tus SMS, tus chats apareciendo por el lado derecho de la pantalla, el miedo paralizante a que me estuvieras esperando afuera del liceo sin haberme avisado. Nunca lo hiciste, menos mal. Algo de intuición debía quedarte —la intuición de que yo no era la persona que tú querías que yo fuera―. Que no te iba a servir, así como tú necesitabas.

No podría decirte nada de esto, sin embargo. Supongo que te basta con saber que ya no me quiero morir, que ya no me importa tanto si voy a repetir, que ya me da un poco lo mismo devolverme a Paillaco o quedarme aquí. Que no te extrañes si un día me desaparezco, que no vengas en tu bici a ponerte fuera de mi casa a ver si asomo la nariz, que ojalá encuentres un pololo para que me dejes tranquila, que nunca debimos dejar de ser un par de bits en internet porque a los bits no puedes ponerle expectativas. Un bit no puede ser amigo, vecino, compañero de curso, pololo. A un bit no le puedes dar un beso si lo pillas volando bajo. Un bit no tiene cuerpo y no le puedes tomar la mano, ni tampoco te le puedes subir encima para comprobar si la agitación que tienes en el pecho es algo o es el simple gusto por dominar, por mirarme hacia abajo.

El laptop olvidado calentaba las mantas sobre la cama mientras sonaba X Japan de fondo.

Do nothing but cry

day and night

kako to mirai no hazama de

Te debí preguntar entonces, mientras me quitabas la ropa, que hasta cuándo pensabas quitarme todo si tú ya habías nacido con todo, pero no lo ibas a entender, no me ibas a responder.

Tampoco me vas a responder este mail porque no te lo voy a mandar. Te mandaré otro. Otro que diga que estoy bien, que no te preocupes por mí. Que gracias por quererme, pero que es mejor que dejemos todo hasta aquí.

 

Valentina Rivera Toloza (1994). Escritora. Su narrativa aborda principalmente la transición a la adultez en el Chile de los 2000s y 2010s, con énfasis en los vínculos y las identidades. Combinando prosa, trozos de internet y múltiples voces narrativa, presenta un estilo donde los contornos de lo digital y lo real se diluyen. En 2023 ganó la Beca de Creación Literaria del Ministerio de Cultura de Chile con la que está escribiendo su primera novela.

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