Poemas. Jennifer García Acevedo

 

PLAZA DE MERCADO

Se abre la puerta de la plaza de mercado y el deseo de las mujeres sobreviene. Unas esperan encontrar el río de leche dentro de las jarras marcadas con figuras orientales, otras atienden el balanceo de la pesa que en un lado carga semillas y en el otro frutos de ébano. Así funciona. La cáscara sobre la palma de la mano, el sol verde encima de los manteles. La cosecha de cebada regándose en una esquina de la mesa.

No habitaremos para siempre esta tierra roja, las mujeres de la plaza lo saben, las moscas que se paran sobre el pan fresco, el papagayo pintado en un cuadro que venden los indígenas del norte. Todos lo sabemos. No permaneceremos sobre la tierra roja.

Por eso, náufragos en la isla de los objetos, buscamos encontrar al menos una cosa parecida a la permanencia, algo que confunda a la muerte con las bolsas de arroz que cuelgan de las estanterías.

 

RETRATO DEL PADRE QUE VIAJÓ A BAKÚ

Antes de que penetrara en los patios con su silenciosa sombra roja, después de su viaje a Bakú, el padre ya había conocido el Islam, caminado la ciudad vieja, el centro de la plaza de fuentes, la playa de las mil y una noches, escuchado a Rain Sultanov en las afueras de un museo, hablado largamente con un amigo acerca de Gari Kaspárov, de  Vladímir Akopián. Pues antes  que de  cualquier cosa padre fue siempre un amante del ajedrez, de las piezas blancas más que de las negras. Ciertamente todo viaje es una preparación, por eso mis hermanos y yo no hemos demorado en el gesto de ese rostro cansado ni procurado las preguntas acerca de la ciudad europea. Simplemente miramos al hombre que descarga por su voluntad las gruesas palabras acerca del tiempo, la geografía y lo lejana que vio estar por un momento a una estrella de la otra. También y sin que se lo preguntáramos, nos ha dicho que prefiere el Lavangi a los kebabs pues nunca le pareció bueno comer cordero. Este es nuestro padre, pese a que la lentitud en su paso nos resulta ahora penosa. Toda meditación, todo recuerdo hacen parte de la formula innecesaria, un intento forzoso por recuperar el objeto perdido en el paisaje extranjero. Padre es ahora una piedra inmóvil en el centro del día, algo que nos mira desde el fondo mudo y misterioso, un ser gigantesco que se defiende de las cosas pequeñas, una isla en medio de todas las islas.

 

EN MI DEFENSA

A ustedes,

 por quitarme la potestad sobre mis palabras.

Dejé de nombrar la poesía como la única patria, incapaz de reconocer por segunda ocasión la voz de dios que latía en mi oído izquierdo o el rugir del tigre que vio caer lentamente la luz sobre la casa. Hubo un día en que quise retornar de mi descanso a las orillas de lo banal y lo efímero, pero sentí piedad por esa extraña alegría que descendió veinte años después y fue a caer al centro de mi carne. Nunca se olvida el país de origen, el águila no olvida el nido donde descansan sus hijos, ni el libro la desgarradura de la hoja, por eso la poesía siempre vuelve a mí, como un destino implacable semejante al abismo de los primeros años. Hay quienes me acusan injustamente, se jactan diciendo que no son mías mis palabras ¿y de quién si no? He vivido en las tierras bajas de la incertidumbre, recordando una infancia de trazos incomprensibles, vigilando el árbol eternamente arraigado al centro del patio. Nunca descansé bajo un naranjo, ni vi el mar amarillo que tantas veces nombro, tampoco es verdad que mi padre viajó a Bakú, y que las mujeres de la casa dejaron la puerta abierta antes de la partida. Sin embargo en la hora del sueño todas las imágenes toman una validez absoluta. Nunca escribí sobre aquello que vi, escribí sobre aquello que nunca me será permitido ver, pues dadas las leyes de lo inabarcable, cualquier hombre podría ser forastero de sí mismo y sin embargo reconocerse.

 

PESCADORES

Un día llegan los que profesan el oficio de la pesca, hablan del mar como de una mujer conocida, dicen que es agua y no sal lo que toca la red cuando es arrojada al vacío. Dentro de los barcos se sostiene la luz como una mano abierta, resistente, igual que el grito sometido a la desgarradura. Los pescadores creen en el agua como los demás hombres creen en Dios, en su lenguaje la palabra sed cobra más valor que la palabra historia, aunque ambas las hayan padecido tantas veces. “Toda el agua del mundo es dulce” dicen los pescadores de río. “Toda el agua del mundo es salada” dicen los pescadores de mar. Desconocen que no es lo mismo nombrar al tigre que nombrar cada una de las manchas verticales que cubren su cabeza.

 

SOBRE LA NECESIDAD DE NOMBRAR

“Alguien debe hacerse cargo de lo que no se sabe”

Jorge Cadavid

 

No existe aquello que no se nombra, solo lo que se nombra existe, dicen los hombres todo el tiempo, pero hay quienes nombran el mar para acabar con la sed del mundo y quienes nombran la fiebre como si revelaran la aparición del sol entre los huesos. Pregunto por lo que existe, y en cambio escucho a las mujeres dar un nombre al hijo que nunca tuvieron, las veo mecer su sombra hasta el amanecer, mientras llenan de leche una vasija de la que nadie bebe. He visto también a hombres ciegos hablar del relámpago como de un objeto conocido, señalar la intensidad de su luz y su recorrido hasta el suelo, luego están quienes aseguran haber visto a Dios de pie sobre el agua. Entre tanta verdad improbable y tanta visión amenazadora, la incertidumbre es nuestro consuelo. ¿O acaso bastaría con nombrar la cuerda imaginaría para que fuera posible sujetarse de ella?

 

SOBRE LA NECESIDAD DEL SUEÑO 

 

“Tal vez sería dulce reconquistar ahora una música antigua, 

profunda y persistente como el eco de un grito entre los sueños”

Olga Orozco

 

Más allá de estos muros atravesados por un desfile de formas, secuencia de irrevocables seres cuyos nombres no sabremos jamás, está el otro lado del mundo, ese que nos es revelado demasiado tarde. En su centro permanecen todas las cosas perdidas y recobradas en alguna de las estancias del sueño: la voz del hijo muerto antes de nacer, los nombres que amamos ocultos bajo un friso de máscaras, el hilo que sostiene el propio cuerpo. El resto, son gestos inútiles, palabras conocidas, una ráfaga de veloces visiones para anunciar lo bello y lo terrible. Verdades siempre nuestras en cualquier estación del universo. Jugamos a escondernos en este reino creado a nuestro modo, esta casa de todos y de nadie donde la vigilia siempre espera. Negamos lo otro, el reino oculto detrás de los párpados, el pálpito invisible de la casa donde arde una tristeza inmortal. Mientras aquí los ahogados asumen su condición de animales inmóviles brillando en el fondo del estanque y los vivos desconocen la complejidad del sueño y sus ramificaciones. A ese lado del mundo dos hombres se debaten a dentelladas. El que abre los ojos se convierte en prisionero del día. El que los cierra se asoma a la vida lo mismo que a una palabra por primera vez.

 

EL CÍRCULO DE LA ESPERA

 

Sobre el centro de esa región extranjera una voz antigua y sutil, como el lenguaje de los árboles, nos llama. La inmensa claridad del día atraviesa las cosas hasta romperlas, y junto a los muros las siluetas de los hombres se prolongan impulsadas por el movimiento del aire. Es la hora de lo terrible, de las palabras que no llegan a su destino, de la escritura que se detiene en el fondo de la sangre, de todo lo impronunciable y oscuro. Hemos ido demasiado lejos tras esquivar las abejas muertas que se cruzan a nuestro paso y reconocer un indicio de piedad en los ojos del asesino. Hemos iniciado un camino sin retorno, guiados únicamente por las imágenes del sueño y el rumor de la sombra que tarde o temprano nos llega. Es así como todo avanza. Nunca comprendemos la belleza de las cosas cercanas hasta que atravesamos una frontera invisible en el mundo. La línea que nos separa del origen, el espacio que no conoce la luz. Cuando el círculo de la espera se cierra y el jardín desconocido simula la casa de la infancia, asumimos nuestra condición de extranjeros.  Sentados sobre una piedra, vemos los animales correr hacia las calles, como si nada sucediera, como si sus huesos fueran inmunes al disparo de Dios.

 

LLUVIA DE HOMBRES

Pienso en una pintura de Rene Magritte en la que un grupo de hombres vestidos con trajes idénticos permanecen suspendidos en el aire, sin que sea posible reconocer en sus formas un indicio de ascensión o caída. Pienso en sus pies separados de Dios y de la tierra, en sus voces reveladas a otros e incomprensibles para mí. Pienso que más allá de ese paisaje, donde nadie lanza un grito y todos asumen su destino de animal misterioso, estamos nosotros, tratando de develar el enigma, parados frente a la lluvia de hombres que nos desconoce, preguntándonos si como aquí, allí también las banderas se levantan y ondean sobre un campo de animales heridos.

 

LENGUAJE FAMILIAR

“Este cuchillo

que tiendo contra tu garganta”

Paul Auster

 

Aprendimos la costumbre de escondernos entre las palabras conocidas y el grito tallado en el muro. Todas las mañanas, junto a los utensilios de esta casa en ruinas, las palabras: vergüenza, resignación, caída. Solamente los exiliados conocen el reverso de este lenguaje frágil, solamente sus voces se abren paso en el laberinto del oído.  ¿Acaso es este el diccionario imaginado por los verdugos de la infancia? ¿O una extraña sentencia que permite avanzar al enemigo? Tal vez, un paisaje simple, elemental, arraigado a una ciudad inmensa, donde los hombres lanzan frases terribles y las cabezas arden bajo la inquietud y el asombro. Más allá de esos espacios sin luz, en el engañoso terreno destinado a la maleza, asoman a veces las palabras que nadie ha dicho, las predecibles canciones que forcejean con la carne, y se traducen en un silencio definitivo. Una sola bastaría para matarnos.

 

HAPPY BIRTHDAY TO YOU”

Miro a la que regresa desde el fondo de otro día, como si fuera a respirar por última vez. Miro su estómago agrietado por un error de nacimiento, la úlcera abierta desde la infancia y señalada inútilmente por médicos de otros países. Aún no aprende el oficio de cocer cebollas a fuego lento, o juntar madera para ver arder las sombras junto a la puerta. Nunca ha estado más cerca de los hombres que del vacío, y reconoce su terrible predisposición al desasosiego y al baile. ¿Y ese nombre con que todos la llaman? ¿Esa voz en la que se encuentra forastera, enemiga de sí misma, detenida en la muda extensión de la palabra? Bajo este cielo que huye, en ese largo rastro que deja el ángel al pasar entre los animales y el trueno, sigue sosteniendo la misma piel, los mismos ojos que advierten la enfermedad y las revelaciones. En alguna estantería de su casa permanecen apiladas como piedras, las imágenes de Magritte, los juegos de mesa y los suvenires traídos de una ciudad europea. De nada sirve formular preguntas sobre ese paisaje aleatorio, o cuestionar la función de los objetos guardados al azar. Algo de ella, permanece en todo, nada queda ileso ante el dominio de su ojo desnudo. En algún lugar, se diría que invisible, hay otra, una que nunca fue condenada a la humillación y al  abandono, ni conoció la palabra incertidumbre. Tampoco supo nada de Dios, el tigre o la poesía, porque la previnieron de caer, demasiado pronto, en cavilaciones.  Ahora, entre esa y yo, hay un pacto secreto, una necesidad que nos une: aprender a responder al mismo tiempo cuando alguien nos nombre.

 

SOBRE LOS FINALES

Hay un día para pronunciar las palabras conocidas y detenerse bajo la última  hoja del naranjo en el paisaje. Una hora en que es preciso hablar del hundimiento y la escritura como si se hablara de una casa, de la desaparición de un cuerpo en esa casa, y de la sucesión de animales que la habitan. Quién pudiera entenderlo así, como una verdad inalterable, como un grito de resignación o un juicio, y olvidar las preguntas sobre el desamparo y la compañía reducida a transparencia. El jabalí cae, la belleza reina en la inconsciencia de las cosas, los extraviados mueren a la luz de las jaulas o el rugido, y el nombre que amamos se oculta para siempre. Todo final debe ser aceptado, antes de llegar al lenguaje, a la multitud de voces que poblarán la ausencia, y la certeza de nuestra incursión en la ruina. Al final del día nada nos sostiene, tampoco la espera, ese otro engaño que reafirmamos en nuestro intento por no ser hombres, ni dioses, solo piedras.

 

Jennifer García Acevedo, Medellín, 1995. Poeta, gestora cultural y tallerista. Sus poemas han sido publicados en diversas revistas, periódicos y antologías nacionales e internacionales. Obtuvo el Premio Nacional de Poesía José Santos Soto (2019), el Premio Internacional IFLAC WORLD Emprendimiento y Poesía, Argentina (2022), y el título Honoris Causa, otorgado por Educultura Educación Sin fronteras, México (2021). Participó en festivales internacionales de cine y literatura. Ha publicado Estaciones de lo invisible (Sakura ediciones, 2019), Escribir lo invisible (antología personal, nuevas voces editores, 2021) e Incertidumbre del nombrar (Sakura ediciones, 2021). Sus poemas han sido traducidos al inglés, vietnamita, árabe y francés. Es directora del Festival internacional de Poesía Fredonia.

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