Poemas. Amir Abdala

 

EL DILUVIO DE VOS

Oigo gritos,

pero la calle está desierta.

El asfalto crepita hasta

partirse por completo.

Tu cara da de lleno

contra el espejo

que resiste mis lágrimas.

Lo que tenía para ofrecerte,

se aproxima: nada,

y menos también. Tiemblo

sobre y en los gritos que se oyen.

Ya no queda calle ni asfalto; entonces.

No obstante, truena, sí,

el veredicto final

que parte el espejo y deja

una lágrima huérfana donde

resbala lenta, como si el llanto

mío fuese

el diluvio de vos.

 

 

CLARO FUE TU ÚLTIMO SUEÑO

Vos soñabas con barcos

y yo con cucarachas.

Vos dominabas las olas de tu mar

y yo acampaba en la mugre de la orilla.

Vos eras lo que yo deseaba

y yo en vos, era nada. Casi ajenos,

como la repetida historia que fracasa,

tu tiempo se extendió

y el mío cayó de bruces tapando ese algo

que no pude retener de vos.

Claro fue tu último sueño, borrándose.

De mí, auguré el desastre y sólo obtuve

lo previsto: desolación, y frío. Yo soñaba

con cucarachas correteando entre las proas

y las popas de tus barcos, únicos. Pero no fue,

ni estuvo cerca de serlo. Todavía,

detrás de la neblina del puerto, se agita

el pañuelo blanco de la muerte dándonos

la cordial bienvenida; por separado.

 

 

NO ES HOJA MUERTA LA QUE CAE

Nunca te vi despreciar tanto

a la soledad como aquella noche.

Nunca.

Nunca te vi hecha una verdadera fiera.

La hoja muerta

no es la que cae.

Tampoco, la que se pudre.

Recuerdo, tal estuviese sucediendo.

Te pregunté:

-¿Existe algo más tramposo que la memoria?

Tu silencio inmediato. Impune.

Mi mentira al descubierto, jugando.

Ya cansada, me respondiste:

-Sí, la indiferencia.

Nunca te vi resignar todo

a la soledad como aquella noche.

Nunca.

Pensé en que éramos dos animales solitarios.

Recuerdo que te lo dije

y nada dijiste; desde entonces.

Sólo te quedaste ahí, sola.

No quiero más, pensé.

No quiero más esta ausencia que nos tapa.

Y me quedé ahí, solo.

No está muerto

el cuerpo que cuelga. No.

Tampoco, el que se pudre.

O peor que nunca, tarde.

Porque,

cuando un animal

tiende a ser demasiado solitario

corre el riesgo de comerse a sí mismo.

 

 

EL SOL NO SALE PARA TODOS

Tengo una sombra en mi cabeza que lo tapa todo.

Donde había sol, ya no queda nada.

Como un cementerio que se expande presuroso

mis recuerdos de cuando estaba vivo

ahora, muertos, me viven.

Los que saben, la llaman depresión. Sí.

Yo, más bien, diría que simula una pausa;

una pausa triste e indefinida.

Lo que alcancé o logré, tampoco me resulta suficiente.

Cada día, las sábanas me aprisionan

y me enredan hasta dominarme.

Pero la vida no entiende de formas

ni mucho menos de formalidades.

Aplasta, y hace doler.

Las horas me mastican, sin tragarme.

Giro en el enredo de las sábanas

y salgo a la calle con su peso a cuestas.

El sol, que en mí desapareció, brilla

en la alegría de los demás.

Muy cerca, cae una noche que conozco de memoria.

Como si fuese la capa del Rey Mago que soñé ser de niño,

arrastro las sábanas por la tierra

y me hundo completamente en mi propia ausencia.

Las ojeras me cubren la cara

y mis dedos tiemblan al destapar la primera botella de cerveza.

Parada en la esquina, una mujer

observa con indiferencia a los autos que pasan.

Su única sábana sucia no se enreda ni se arrastra:

la tiene suspendida del cuello, cual ahorcada.

A ella, la sombra de su cabeza

la enterró hace mucho, demasiado tiempo.

El cementerio de los recuerdos muertos, vive.

Unos nenes jalan poxy y otros lo agonizan,

tirados en la vereda.

Esbozan la huida hacia la felicidad

que no existe ─ni existirá─ para los de su casta.

La realidad tiene un color inmóvil, de terror.

Entre el vacío y la pausa triste,

hay pilas de buenos momentos

que jamás disfruté.

Alguien me agarra de las sábanas

para taparse del frío que inunda la habitación.

Veo una pecera con pececitos flotando boca arriba,

un espejo partido apoyado en un rincón

y a la mujer de la esquina esnifando su salida de emergencia

sobre mi corazón seco.

Abrazame, dice. Abrazame que tengo miedo, dice.

La sombra que habita en mi cabeza, lo oscurece, lo absorbe todo.

No puedo, le digo. No sé cómo se hace eso, le digo.

Se queda en silencio, frágil y desprotegida.

Cuando despierto, es la misma sensación de cada día.

Los que saben, la llaman depresión. Sí.

A lo lejos, como la llaga de una pausa triste a punto de reventar,

el sol sale y resplandece en la alegría de los de allá,

de los otros, de los demás;

siempre en los demás.

 

Amir Abdala nació en Rojas, prov. de Buenos Aires, Argentina, en el año 1990. Escritor autodidacta, es autor de los poemarios Hay un poema dormido, hay un poeta despierto (Imaginante, 2015), Lo único que pasa es lo que no se recupera (Imaginante, 2016) y Donde se suicidan las moscas (Ediciones Frenéticxs Danzantes, 2022). Asimismo, de las novelas El vértigo de la felicidad (Nido de Vacas, 2018) y Entre ratas y golondrinas (Nido de Vacas, 2022). Asimismo, colabora en revistas literarias con poemas, reseñas y relatos.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *