Ensayo. Que nadie diga nada por Juan Raúl Casal

 

Cuando entré a la sala el viejo no paraba de gritar, nadie lo tomaba muy en serio. El señor rugía sobre cómo la vida es como él la describe y manda. Las mujeres alrededor suyo no estaban de acuerdo, pero todas guardaban silencio. Esta es la tradición mexicana en la que es de mala educación contradecir frente a todos al que dice pendejadas, sobre todo si esta persona es mayor.

Callar es de sabios

Ese día fui a recoger a mi novia a su casa. Su abuelo estaba de visita en Guadalajara, también estaba fúrico porque una de sus nietas se iba a vivir con su novio sin estar casados. Rugía cómo sin un contrato legal que los uniera, cualquiera de ellos podía irse por su lado cuando quisiera. El chiste aquí era que dos jóvenes de veintitrés años tuvieran que pasar por un divorcio en el que perderían su dinero junto con su patrimonio si decidían no querer estar juntos. Amor a la antigua, pues.

Mi suegra y cuñadas seguían sin separar los labios mientras que el señor ladraba su monólogo del firmado ante un notario. Como la verdadera libertad está en la mente y no con la familia, se les notaba en las caras el también muy mexicano gesto de pensar otra cosa mientras se asiente con la cabeza.

“Ni sé si me quiero casar con él, lo que sí sé es que me trata bien, se ve muy bien desnudo y va a pagar la mitad de la renta”, pensó mi cuñada sin alterar su expresión. “Yo me tragué ese cuento del compromiso, así terminé con el mujeriego borracho de su hijito”, pensó mi suegra con la mirada ausente. “Ya cállate, abuelo, además de decir pura pendejada ni me caes bien”, pensó mi otra cuñada sin dejar de sonreír.

Yo era el único hombre en esa sala, el señor me preguntó qué opinaba. Todas voltearon a escuchar mi respuesta. Si algo aprendí de estudiar los treinta años en los que el PRI gobernó México fue a decirle a la gente lo que quiere oír, luego hacer lo que me dé mi soberana gana.

“Entiendo, lo que dice es porque se preocupa por sus nietas”, repliqué, si es que eso cuenta como decir algo. “¡Ven, él sí entiende de razones!”, gritó satisfecho, como si su misa hubiera terminado. Mi novia y yo salimos de la casa, los demás regresaron a sus cafés.

Yo voto por la paz (Ernesto Zedillo, 1994)

El momento de los chismes todavía no comenzaba ni el de criticar a las personas ausentes, eso son temas para la sobremesa. Aquellos poblanos seguían en el plato fuerte, era el momento de ponerse al corriente con sus vidas. Todos tenían cuidado con no hablar de sus cosas, el chico de Julia comía junto a la cabecera.

El fulano del lado opuesto de la mesa se descuidó, dijo que se compró algo. Una moto nueva, una bicicleta de montaña o unos pinches patines, el objeto era lo de menos. Todos sabían lo que iba a pasar. “¿Cuánto te costó?”, preguntó Arturo después de pasarse el bocado de chile en nogada.

Se hizo silencio unos segundos. Los amigos estaban muy contentos de que Julia tuviera un novio que la amara y la hiciera reír, pero les fastidiaba la necesidad que tenía ese cabrón por saber lo que valen las cosas. “La agarré a buen precio”, respondió el fulano antes de llenarse la boca de comida. “Qué buen, pero ¿en cuánto te salió?”, insistió Arturo. Estas conversaciones siempre terminaban igual sin importar el monto: ¡fresooón, sí está caro!

Esta es una situación en la que los mexicanos hacen corto circuito, es de mala educación contar dinero ajeno, pero también pedirle a alguien que cierre el hocico antes de que todos estén borrachos. Nadie sabía qué hacer. Los fumadores aprovecharon para salir los cinco minutos que permite un cigarro. Los que no tenían un buen pretexto se quedaron en la mesa y se bebieron sus cubas de un jalón.

A beber y a comer vinimos, alegres estamos; por favor…así sigamos (refrán mexicano).

Julia hizo contacto visual con su comadre Mica, que estaba sentada frente a ella. “A mí también se me hace bien corriente cuando pregunta eso, pero algún defecto debía tener mi amorcito”, le dijo a su amiga con los ojos. “No te preocupes, amiga, luego así son”, le contestó con la mirada, aunque hubiera preferido terminarse su cerveza y lanzarle la botella vacía por preguntón.

La novia de echó un vistazo alrededor de la mesa para tener esta misma charla con los demás. Fueron comprensivos, hasta los que se fumaron tres cigarros para hacerse pendejos en la terraza un poco más tiempo. Ninguno le reclamó, la cena continuó, la plática también. Por educación, por respeto, porque sí… nadie dijo nada.

 

Juan Raúl Casal (Ciudad de México, 1999) es licenciado en Periodismo y Comunicación Pública por el Iteso. Antes que nada, es lector, así que no tuvo otra opción más que hacerse periodista y escritor. Ha sido reportero de música, colaborado como cuentista y articulista en revistas mexicanas, disfruta hacer crónicas de viajes. Juega ajedrez, se pierde en cuanto sale de su casa, es optimista.

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