Rosa se quedó en casa el fin de semana, una gripe la sorprendió el viernes por la tarde y tuvo que irse directo a la cama, necesitaba descansar. Sintió la leve presencia de la fiebre, aunque no le tomó importancia, debía ser un resfrío simple, tan común por los cambios de
temperatura en primavera.
La noche fue extraña, pasó entre sueños eternos a despertares pensativos, en donde se
paseaba por su mente desde la lista del supermercado, hasta las ganas que tenía de comer tiramisú.
Volvió a dormir, pero se despertó a eso de las cinco de la madrugada con golpes en la puerta. Entre sorprendida y un poco asustada, se levantó tambaleante y fue a ver si realmente era en su departamento en donde tocaban. Parada frente a la gran tabla de madera blanca, sentía retumbar en su cabeza los nudillos, que, desde el otro lado, martillaban con insistencia.
No quiso abrir, pero decidió mirar silenciosamente por la mirilla de la puerta y ver quién era. Al asomar su ojo derecho, pudo contemplar en la perspectiva deforme a su amiga Estela, con los ojos entre lágrimas, maquillaje corrido y mirada desesperada. No pasó ni un segundo en
que apartó la vista y abrió rápidamente, pero al otro lado ya no había nadie. Tomó las llaves y comenzó a llamarla susurrando su nombre, pero no había más que silencio y la oscuridad del pasillo.
Entró con el corazón galopante al departamento, cerró la puerta y apenas soltó la manilla, volvió a escuchar que tocaban. No quiso abrir. ¿Le estarían haciendo una broma sus amigas? No le parecía nada chistoso. Tomó un respiro y asomó nuevamente su ojo por la mirilla, pero ni señas de Estela. No podía dejar de lado el miedo que le estaba provocando esta absurda situación. Tomó una bocanada de aire para calmarse y pensar más tranquila.
Se despegó de la puerta y dio media vuelta, con la idea de tomar el teléfono y llamar a Estela y aclarar este episodio, pero al hacerlo se llevó una sorpresa que la hizo retroceder. No pudo evitar abrir los ojos y taparse la boca con las manos al darse cuenta que ya no estaba en su departamento, sino que, en la casa de su amiga, una hacienda a unos 50 kilómetros de la ciudad.
Caminó perpleja por la amplia sala, nada parecida a la de su pequeño departamento en calle San Francisco. Sus pies descalzos rozaban la alfombra que Estela había traído desde Italia.
Tocó con sus manos gélidas el suave sillón amarillo que se encontraba como la estrella
máxima de la decoración, una excentricidad que había creado un amigo sólo para ella. Había tanto silencio, que pensó estar inmersa en un universo paralelo que flotaba en alguna parte de sus sueños.
Rosa cerró los ojos y los apretó con fuerza, esperando despertar de la pesadilla, pero cada vez que los abría, seguía parada en la sala de Estela, justo frente al sillón amarillo. Su respiración se agitaba cada vez más, y sentía esa transpiración helada corriendo por su piel. Sus manos
palpitantes se acercaron a su frente, pensando que la fiebre era la que estaba provocando este enredo en su mente. Se acercó titubeante a la ventana para ver el jardín, pero su vista se sentía nublada, y aunque podía ver las hortensias de la hacienda de Estela, al pestañear demasiado rápido, desaparecían, como si ya no estuvieran ahí, ni la flores, ni aquel patio inmenso.
Cuando Rosa se encontraba tratando de enfocar su vista y calmarse, tocaron nuevamente a la puerta.
Se quedó paralizada y pese a que su instinto le decía que no abriera, en su cabeza retumbaban tan fuerte los golpes del puño sobre la madera, que tuvo que tomársela con las dos manos y
sentarse en el suelo. Comenzó a llorar silenciosamente, sintiendo que estaba inmersa en una pesadilla eterna o en un delirio de fiebre que se había vuelto incontrolable.
Logró respirar más tranquila y decidió ponerse de pie, tomando valor para abrir la puerta, ya que los golpes no cesaban. Se apresuró y tomó la manilla, pero no tuvo la valentía de moverla hasta asomar su ojo por la mirilla.
Nuevamente se encontró con la imagen de Estela llorando, con los ojos bañados en delineador negro y suspirando sus penas cada vez que su puño golpeaba la puerta. Pese a que su cabeza daba vueltas y no entendía qué estaba sucediendo, decidió abrir antes que ella se
escapara de nuevo, y le explicara cómo llegó a su casa, tal vez la habían traído después de tener mucha fiebre y por eso la confusión.
Cuando se abrió la puerta, Estela seguía ahí y la miró con alivio. La abrazó por largo rato,
mientras le mojaba la camisa de dormir con sus lágrimas y apenas le entendía lo que decía en medio de sus sollozos interminables. Luego se quedó pasmada cuando la escuchó decir: ‹‹Al fin abriste mamá››. Y sus brazos cayeron sin vida ante la noticia.
¿Mamá? ¿De qué hablas Estela? soy yo, Rosa, no soy tu madre, soy tu amiga ─Estela la quedó mirando con extrañeza, pero no pudo decir ni una palabra y suspiró─. ¿Nuevamente
dejaste tus medicamentos o es la fiebre? ─mientras le tomaba las manos y la llevaba a sentarse al sillón, el cual no era amarillo, ni de diseño, sino que era simplón, de color café y floreado.
Ya no estaban en la sala de la hacienda, era otro lugar, un departamento un poco roído por el tiempo, con poca luz, con poca esperanza. Le costó reconocerlo entre tanta confusión, pero sí, era el de la mamá de Estela.
Se llevó las manos a la cara y notó las arrugas en su rostro, las que no estaban antes de ir a dormir. Puso sus manos en el pecho y sollozó silenciosa, pidiendo despertar de esta horrorosa pesadilla. ‹‹La fiebre, debe ser la fiebre››, se repetía en su mente, mientras cerraba los ojos
para no marearse. De pronto, unos golpes en la puerta la sobresaltaron. Fue como si una
alarma recorriera sus venas. Se levantó de un salto y quiso ir a la cocina, en donde Estela le preparaba un té para calmarla, pero el sonido que provenía de la entrada era ensordecedor.
Se tapó los oídos para no escuchar, pero alguien seguía tocando una y otra vez, su cabeza ya no asimilaba esta realidad incontrolable, pero necesitaba ir hacia la puerta y ver quién estaba del otro lado, por lo que decidió acercar su ojo derecho a la mirilla.
La vista nuevamente se le nubló, no sabía si era por la fiebre o el llanto, por lo que le costaba distinguir la figura que se encontraba del otro lado. Volvió a cerrar los ojos, respiró profundo y volvió a asomarse. Allí estaba él, Patricio, su novio.
Con una alegría desmesurada, abrió y lo abrazó por largo rato, sintió que todo volvía a la normalidad, se sentía protegida. Él la tomó de la mano y la consoló mientras la llevaba al dormitorio. Pese a su calma, sus ojos seguían confundidos, como su mente, pero logró distinguir que volvía a estar en su departamento en calle San Francisco, aunque su cama le pareció extraña, más grande y oscura, no le importó, porque Patricio estaba con ella.
Ya recostada, Rosa comenzó a contarle todo lo que le había sucedido. Le dijo que cada vez que tocaban y usaba la mirilla, todo era diferente. Que apareció Estela llorando y que la confundió con su mamá. Los cambios de escenarios sin explicación y que su cabeza
retumbaba con los golpes en la puerta.
Patricio la miraba impávido mientras escuchaba toda esta historia. Le dijo que seguramente era que la gripe le había subido la temperatura y tuvo pesadillas. La arropó en su cama, la acarició por largo rato y le besó la frente. La calmó diciéndole que iría a buscar a Estela, ya que Rosa insistía en que ella estaba en la cocina.
Es que no entiendes amor ─decía Rosa─. Fue todo muy confuso, más allá de la fiebre, jamás me había pasado algo así- insistía tomando de las manos a Patricio. Él sólo le repetía que se tranquilizara, pero ella estaba muy alterada y seguía hablando- Era todo muy real, yo era vieja, me toqué el rostro y tenía arrugas. Patricio finalmente la calmó y la dejó descansar,
para luego salir del dormitorio e ir a la sala.
Se sentó en el sillón café con flores, se acomodó y encendió un cigarro. Desde las penumbras apareció Estela, que aún se secaba las lágrimas, mientras se sentaba al lado de su marido.
Se tomaron de las manos y se compadecieron en el silencio del amanecer. Estela sabía que su madre sufriría estos ataques de locura, más aún desde que su padre Patricio había muerto. Por eso llegó a esas horas desesperada, ya que los vecinos la llamaron para contarle sobre los
golpes en la puerta y gritos que provenían del departamento de su madre.
Tomó un respiro y miró hacia el techo, y con la vista fija, le dijo a su marido ─Tenías razón, tendremos que internarla─. Cerró los ojos y esperó que todo fuera una pesadilla.
Claudia Díaz (seudónimo Akira Rivera). Es periodista y trabaja en el área cultural. Ha estado en diferentes talleres literarios para su formación, entre ellos el Taller de Creación Literaria (Narrativa) de la Pontificia Universidad Católica de Chile en el 2017, en donde tuve clases con destacados escritores como Mike Wilson, Álvaro Bisama, Alejandra CostaMagna, Patricio Jara y María José Viera-Gallo. En 2015 participó en el concurso de microrrelatos «La Petite Mort» en donde más de 400 autores de distintas partes del mundo enviaron sus obras, y fue seleccionada entre los autores para la publicación de la segunda antología de Carpa de Sueños (editorial española) llamada La Petite Mort, con el microcuento Deseos Ocultos. En el 2018 ganó el primer lugar en la categoría de Creación de Nuevas Historias, Mitos y Leyendas en la primera versión del concurso literario “Historias, Mitos y Leyendas del Patrimonio” de Machalí. Ese mismo año participó de una experiencia literaria de la mano de Mireya Tabuas, destacada periodista, escritora, guionista y dramaturga venezolana, que actualmente vive en Chile. Con ella y un grupo de entusiastas de las letras, participaron del taller Edificio Literario, que consiste en la creación de cuentos partiendo de un espacio ficcional que se comparte con otros creadores.