Mi nona Ada era una gran actriz. Era divorciada en un pueblo de costumbres rancias, jugaba al chinchón por plata y tomaba clases de guitarra. Su casa estaba llena de fotos: portarretratos en el mueble del televisor, en la alacena vidriada, en la mesita de luz, pegadas en las paredes, en el espejo de su pieza, hasta en el respaldo de su cama. Si en alguna foto aparecía mi abuelo lo recortaba. Las fotos mutiladas solo reforzaban el vacío de esa ausencia.
Mi nona tenía una forma particular de demostrar sus sentimientos. “Menos mal que usas lentes porque tenés la nariz muy ancha. Vení, tomemos unos mates que hice las tortas fritas que tanto te gustan”. Los mates de mi abuela tenían un toque de café…
Mi mamá salió a su madre y yo parecida a las dos: sensibles pero para adentro.
El último día en que fui una nena fue el día en que murió mi primo. Teníamos 14 años y éramos el negro y la negra. Recuerdo que me dolía mucho algo pero no sabía qué. De más grande supe que era angustia y que no hay pastillas ni jarabe que te alivien, se va cuando la podés sacar afuera. Gritando, llorando, tomando. Mi abuela usaba otro método. El velorio duró dos días y no sé la cantidad de cafés y vasos de agua que sirvió esa mujer. Lloré en su hombro, igual que mis hermanos y mis primos. Llorábamos hasta que nos decía “andá a abrazar a tu mamá, o a tu hermano, o a cualquiera. Andate, tengo mucho que hacer”. Nosotras, las sensibles para adentro, creemos que tenemos un umbral alto para demostrar emociones, pero lo cierto es que un abrazo nos desarma. Y ella no podía desarmarse.
Fui pocas veces al cementerio, mis muertos nunca estuvieron ahí. Ese sábado vi desde la entrada su bici estacionada en el caminito que lleva a la tumba de mi primo. Imaginé que la iba a encontrar cortando el pasto, acomodando las flores o puliendo el mármol.
Pero no. Mi abuela estaba parada, miraba fijo la lápida en el suelo. Fue como ver un edificio derrumbarse, ella de rodillas, la pollera negra tapando sus piernas. Por el movimiento de sus hombros supe que lloraba, no veía su cara, escondida entre sus manos. Sacó el pañuelo que llevaba siempre en la manga de su campera tejida, secó sus ojos y aspiró como si no le alcanzara todo el aire que tenía alrededor. Los hombros hundidos, los brazos colgando, mi abuela demolida. Me sentí una intrusa y me escondí en el galponcito del jardinero a esperar que se fuera.
—Viene todos los días —me dijo el chico—. Aunque llueva o haga cuarenta grados, ella viene igual.
No pude responder nada.
No volví al cementerio, no podía respirar entre los escombros de mis vivos.
Desde que mi abuela murió, nos encontramos en los mates con café que cada tanto preparo, en las fotos mutiladas o en alguna bici azul como la de ella, de la que nunca se separaba. Nos encontramos y me deja llorar un ratito en su hombro. “Ahora andá y abrazá a tu mamá”, me dice. Y se va. Y la dejo ir. Porque nunca le dije que la había visto. Porque su secreto siempre estuvo a salvo conmigo: mi nona Ada era una gran actriz.
Gabriela Analia Stringa (ocho de julio de 1986, Cruz Alta, Córdoba, Argentina). Actualmente vivo en Rosario, Santa Fe, Argentina. Contadora de profesión y escritora por vocación. Publicó dos relatos en el diario Página 12 de Argentina y uno de sus cuentos fue seleccionado para formar parte de un compendio de relatos eróticos en formato de libro físico. gabystringa@hotmail.com