Narrativa. Nicolás Aragoita

 

Como agua de mayo

 

La tía Bertha seguía caminando en círculos, dejando un rastro de tabaco quemado que ascendía hacia la espesura del cielo nocturno. Así la había encontrado cuando salí de la estancia y, antes de que el frío del rocío en las alpargatas empiece a despabilarme, noté enseguida que algo no andaba bien: la tía sólo fumaba cuando estaba nerviosa o había tomado de más y, a juzgar por la simetría de su recorrido en torno al aljibe, esta última posibilidad no era el caso. Verla en camisón y con el rodete a medio armar era un desajuste a la pulcra y severa rectitud con la que me educó. Ni siquiera reprochó mi demora en acudir a sus llamados agudos y a los intermitentes ladridos del perro; cuando me reuní con ella en la intemperie del campo, temblando bajo las estrellas, se limitó a señalar el pozo y a dar otra pitada al cigarro. Me asomé a la boca del aljibe, tan negra como el labrador que gruñía en el borde con el hocico tensado, y el espejo de agua me devolvió un reflejo diminuto e inquieto de una cara mirándome desde abajo.

—Hay alguien ahí adentro, tía —remarqué, como si hubiera posibilidad de que fuera otro el motivo por el que me despertó a los gritos.

—Me alegro que tengas esa lucidez a las tres de la mañana. — Pisó la colilla del cigarrillo cual luciérnaga molesta.

—¿Cómo llegó ahí?

—Posiblemente —dijo dando otra vuelta al aljibe, un poco más calmada—, se topó con la boca del pozo y la gravedad hizo el resto. Escuché ladrar a Simón y, habiendo cuentas de que no estaba cazando alguna alimaña y seguía con el escándalo, salí a ver qué pasaba.

Di otro vistazo a la profundidad: la cabeza, que apenas se elevaba sobre el nivel del agua con una probable postura en puntas de pie, parecía un avestruz invertida. Estaba tan quieto que casi no había sino un leve temblor en el foso. Ni siquiera hacía ruido; sentí la tentación de tirar una piedra al fondo para ver si el intruso saltaba repentinamente como un sapo.

—Me parece que es el chico de Medialuna. —Reservé unos segundos de duda —. Del campo que está más allá de la laguna.

—Esa misma bestia, el pobre es tan atolondrado que debe haber venido a robar los huevos del gallinero. —Sonrió y la boca le tembló por frío o malicia—. Se habrá asustado con el perro y al correr no ha visto el pozo.

Recordé las veces que lo había sorprendido masticando huevos crudos sin escatimar en hacer crujir las cáscaras con los dientes manchados ni limpiar la mierda de los pollos. Otras tantas, ya contando con trece o catorce años, corría desnudo entre el maizal gritando como un tero y agitando un choclo en cada mano.

—¿No dijo nada? —pregunté curioso.

—Jamás en su vida. —La tía prendió otro cigarrillo—. Creo que lloriqueó un poco antes de que llegaras.

—¿Cómo vamos a sacarlo?

—Podría tratar de salir él mismo —dijo, dirigiéndose más hacia el pozo que a mí.

Recorrí con la linterna los adoquines de las paredes internas del aljibe, deteniéndome en los salientes un momento, buscando desvelar una escalera cimentada sobre la clave morse de la luz.

—¿Se habrá lastimado? —Revolví un poco más la oscuridad del pozo con la lumbre—. Dependiendo de en qué posición cayó pudo golpearse la cabeza.

—¡Lo que falta! —La calma volvió a disiparse—. Me está ensuciando el agua por estar ahí, a ver si también ahora hay sangre. ¿Cómo voy a tomar té por la mañana?

—En el almacén tengo algunos bidones…

—Sabés que no puedo tomar eso, quién sabe qué le ponen a esa agua industrial.

Hacía al menos media hora desde que me había levantado y estábamos los cuatro rindiéndole culto al pozo, que parecía una luna negra incrustada en el suelo del campo: el idiota hundido, el perro frenético, mi tía con gastroenteritis y yo.

—Podría agarrar uno de los caballos —propuse, con miedo de pasar la noche en torno al aljibe—, para darle aviso a la familia. En poco más de media hora tendría que ir y volver.

—¡Ni hablar! —Tironeaba del collar del labrador que tanteaba al filo del abismo, sin dejar de mostrar los colmillos—. No me vas a dejar sola con esa criatura.

—Pero si no va a salir de ahí: son cuatro metros y no lo veo dispuesto ni capaz.

—Por eso mismo.

Abajo, el muchacho seguía impasible. Cada tanto hacía burbujas en el agua, resoplando como un caballo con la boca torcida.

—Vos te quedás acá —ordenó la tía, recuperando la autoridad que la situación y los años querían achacar—. Ahora decime, ¿cuándo voy a poder tomar agua de ahí? Si está perdiendo sangre vas a tener que limpiar el pozo más de una vez. Además, dudo bastante que el chico se bañe seguido.

Empezaba a inquietarme la falta de estímulos del muchacho; quizás el golpe terminó por aniquilar las pocas neuronas que habían resistido a una vida impermeable a cualquier tipo de adiestramiento mental. Para colmo de males, a pesar de los esfuerzos de la linterna, la escueta luz de la luna empezaba a esconderse entre los nubarrones que el viento del norte arrastraba con regular calma y la silueta del chico era engullida poco a poco por la negrura del pozo. Esto último, sin embargo, ayudaba a que la ya poco nítida visión de la tía ignorara la creciente mugre en la superficie del estanque. Intentando no prolongar la situación, y sin mirarla directamente, aventuré:

—Podríamos llamar a la policía del pueblo. En unas dos horas, a lo sumo…

Me miró como si hubiera meado en la tumba de su esposo.

—¿Y estar en boca de todo el pueblo? Esto lo tiene que resolver la familia de la criatura, si ellos son los que lo largan por el campo a cualquier hora. Deben estar durmiendo plácidamente y nosotros acá… ¡ni siquiera me puedo tomar un té!

Resignado frente a la terquedad de la mujer, atendiendo al hormigueo de sus hombros escuálidos y al ruido descontrolado de las aspas del molino, la convencí de volver a la casa para intentar comunicarnos por teléfono con la familia del chico. Grité al interior del pozo que se quedara tranquilo, que ya lo íbamos a resolver, pero el aljibe siguió mudo. Al menos comprobé que estaba consciente porque seguía el vaivén de la linterna sin molestarse en parpadear.

Después de tres intentos por fin pude comunicarme. La madre del desafortunado, del otro lado del teléfono, pasó de inmediato del desconcierto del sueño a asimilar el percance con la naturalidad de quien vive cotidianamente tras la tranquera de la incoherencia. Me dijo, entre bostezos, que en la mañana cuando el marido termine de hacer el tambo vendría con uno de los peones a sacarlo. Insistió repetidas veces en que les disculpemos las molestias, que no nos preocupemos demasiado y reanudemos el descanso, porque el muchacho estaba acostumbrado a soportar los destinos de su particular condición.

—Espero que se acuerden de traer una escalera —reprochó la tía, mirando por la ventana al cielo minado de nacientes refucilos—. Ayúdame a sacar unos baldes y alguna que otra cacerola, en una de esas conseguimos un poco de agua pura esta noche. Si no les invitamos algo para desayunar después van a andar hablando mal, no hay que darles motivos.

Cuando estaba a punto de dormirme, después de asegurarme de que la tía procure hacer lo mismo, escuchando las primeras gotas sobre el techo de zinc y los quejidos del labrador siendo tragados por el viento, me pregunté si el chico sabría nadar.

 

Nicolás Aragoita: Nació en General Villegas, Argentina, en 1992. Es Profesor y Licenciado en Filosofía por la Universidad Nacional de La Plata (UNLP). Sus temas de interés se centran en las narraciones, la memoria, las voces marginadas y la cultura de masas. Participa en proyectos de extensión e investigación sobre dichas temáticas. Es parte de Filosofiaca.podcast.

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