Narrativa. Los pescadores de vigas de Horacio Quiroga

 

El motivo fue ciertos muebles de comedor que míster Hall no tenía aún, y su fonógrafo le sirvió de anzuelo.
Candiyú lo vio en la oficina provisoria de la «Yerba Company», donde míster Hall maniobraba su fonógrafo a puerta abierta.
Candiyú, como buen indígena, no manifestó sorpresa alguna, contentándose con detener su caballo un poco al través ante el chorro de luz, y mirar a otra parte. Pero como un inglés a la caída de la noche, en mangas de camisa por el calor y con una botella de whisky al lado, es cien veces más circunspecto que cualquier mestizo, míster Hall no levantó la vista del disco. Con lo que vencido y conquistado, Candiyú concluyó por arrimar su caballo a la puerta, en cuyo umbral apoyó el codo.
–Buenas noches, patrón. ¡Linda música!
–Sí, linda –repuso míster Hall.
–¡Linda! –repitió el otro– ¡Cuánto ruido!
–Sí, mucho ruido –asintió míster Hall, que hallaba sin duda oportunas las observaciones de su visitante.
Candiyú proseguía entre tanto:
–¿Te costó mucho a usted, patrón?
–Costó… ¿Qué?
–Ese hablero… Los mozos que cantan.
La mirada turbia e inexpresiva de míster Hall se aclaró. El contador comercial surgía.
–¡Oh, cuesta mucho…! ¿Usted quiere comprar?
–Si usted querés venderme… –contestó por decir algo Candiyú, convencido de antemano de la imposibilidad de tal compra. Pero míster Hall proseguía mirándolo con pesada fijeza, mientras la membrana saltaba del disco a fuerza de marchas metálicas.
–Vendo barato a usted… ¡Cincuenta pesos!

Candiyú sacudió la cabeza, sonriendo al aparato y a su maquinista, alternativamente:
–¡Mucha plata! No tengo.
–¿Usted qué tiene, entonces?
El hombre se sonrió de nuevo, sin responder.
–¿Dónde usted vive? –prosiguió míster Hall, evidentemente decidido a desprenderse de su gramófono.
–En el puerto.
–¡Ah! Yo conozco usted… ¿Usted llama Candiyú?
–Me llama…
–¿Y usted pesca vigas?
–A veces; alguna viguita sin dueño…
–¡Vendo por vigas…! Tres vigas aserradas. Yo mando carreta. ¿Conviene? Candiyú se reía.
–No tengo ahora. Y esa… maquinaria, ¿tiene mucha delicadeza?
–No; botón acá, y botón allá… Yo enseño. ¿Cuándo tiene madera?
–Alguna creciente… Ahora ha de venir una. ¿Y qué palo querés usted?
–Palo rosa. ¿Conviene?
–¡Hum…! No baja ese palo casi nunca… Mediante una creciente grande, solamente. ¡Lindo palo! Te gusta palo bueno, a usted.
–Y usted lleva buen gramófono. ¿Conviene?
El mercado prosiguió a son de cantos británicos, el indígena esquivando la vía recta, y el contador acorralándolo en el pequeño círculo de la precisión. En el fondo, y descontados el calor y el whisky, el ciudadano inglés no hacía un mal negocio, cambiando un perro gramófono por varias docenas de bellas tablas, mientras el pescador de vigas, a su vez, entregaba algunos días de habitual trabajo a cuenta de una maquinita prodigiosamente ruidera.
Por lo cual el mercado se realizó, a tanto tiempo de plazo.
Candiyú vive todavía en la costa del Paraná, desde hace treinta años; y si su hígado es aún capaz de eliminar cualquier cosa después del último ataque de la fiebre en diciembre pasado, debe vivir aún unos meses más. Pasa ahora los días sentado en su catre de varas, con el sombrero puesto. Sólo sus manos, lívidas zarpas veteadas de verde que penden inmensas de las muñecas, como proyectadas en primer término de una fotografía, se mueven monótonamente sin cesar, con temblor de loro implume.
Pero en aquel tiempo, Candiyú era otra cosa. Tenía En entonces por oficio honorable el cuidado de un bananal ajeno, y, poco menos lícito, el de pescar vigas. Normalmente, y sobre todo en época de creciente, derivan vigas escapadas de los obrajes, bien que se desprendan de una jangada en formación, bien que un peón bromista corte de un machetazo la soga que las retiene. Candiyú era poseedor de un anteojo telescopado, y pasaba las mañanas apuntando al agua, hasta que la línea blanquecina de una viga, destacándose en la punta de Itacurubí, lo lanzaba en su canoa al encuentro de la presa. Vista la viga a tiempo, la empresa no es extraordinaria, porque la pala de un hombre de coraje, recostado o halando de una pieza de diez por cuarenta, vale cualquier remolcador.

Allá en el obraje de Castelhum, más arriba de Puerto Felicidad, las lluvias habían comenzado después de sesenta y cinco días de seca absoluta que no dejó llanta en las alzaprimas. El haber realizable del obraje consistía en ese momento en siete mil vigas –bastante más que una fortuna–. Pero como las dos toneladas de una viga, mientras no estén en el puerto, no pesan dos escrúpulos en caja, Castelhum y Cía. distaban muchísimas leguas de estar contentos.
De Buenos Aires llegaron órdenes de movilización inmediata; el encargado del obraje pidió mulas y alzaprimas para movilizar; le respondieron que con el dinero de la primera jangada a recibir, le remitirían las mulas; y el encargado contestó que con esas mulas anticipadas, les mandaría la primera jangada.
No había modo de entenderse. Castelhum subió hasta el obraje y vio el stock de madera en el campamento, sobre la barranca del Ñacanguazú.
–¿Cuánto? –preguntó Castelhum a su encargado.
–Treinticinco mil pesos –repuso éste.
Era lo necesario para trasladar las vigas al Paraná. Y sin contar la estación impropia.

Bajo la lluvia que unía en un solo hilo de agua su capa de goma y su caballo, Castelhum consideró largo rato el arroyo arremolinado. Señalando luego el torrente con un movimiento del capuchón:
–¿Las aguas llegarán a cubrir el salto? –preguntó a su compañero.
–Si llueve mucho, sí.
–Hasta este momento; esperaba órdenes suyas.
–Bien –dijo Castelhum–. Creo que vamos a salir bien. Óigame, Fernández: Esta misma tarde refuerce la maroma en la barra, y comience a arrimar todas las vigas, aquí a la barranca. El arroyo está limpio, según me dijo. Mañana de mañana bajo a Posadas, y desde entonces, con el primer temporal que venga, eche los palos al arroyo. ¿Entiende? Una buena lluvia.
El mayordomo lo miró abriendo los ojos.
–La maroma va a ceder antes que lleguen mil vigas.
–Ya sé, no importa. Y nos costará muchísimos pesos. Volvamos y hablaremos más largo.
Fernández se encogió de hombros, y silbó a los capataces.
En el resto del día, sin lluvia pero empapado en calma de agua, los peones tendieron de una orilla a otra en la barra del arroyo la cadena de vigas, y el tumbaje de palos comenzó en el campamento. Castelhum bajó a Posadas sobre un agua de inundación que iba corriendo siete millas, y que al salir del Guayrá se había alzado siete metros la noche anterior.
Tras gran sequía, grandes lluvias. A mediodía comenzó el diluvio, y durante cincuenta y dos horas consecutivas el monte tronó de agua. El arroyo, venido a torrente, pasó a rugiente avalancha de agua roja. Los peones, calados hasta los huesos, con su flacura en relieve por la ropa pegada al cuerpo, despeñaban las vigas por la barranca. Cada esfuerzo arrancaba un unísono grito de ánimo, y cuando la monstruosa viga rodaba dando tumbos y se hundía con un cañonazo en el agua, todos los peones lanzaban su ¡a… hijú! de triunfo.
Y luego, los esfuerzos malgastados en el barro líquido, la zafadura de las palancas, las costaladas bajo la lluvia torrencial. Y la fiebre.

Bruscamente, por fin, el diluvio cesó. En el súbito silencio circunstante, se oyó el tronar de la lluvia todavía sobre el bosque inmediato. Más sordo y más hondo, el retumbo del Ñacanguazú. Algunas gotas, distanciadas y livianas, caían aún del cielo exhausto. Pero el tiempo proseguía cargado, sin el más ligero soplo. Se respiraba agua, y apenas los peones hubieron descansado un par de horas, la lluvia recomenzó –la lluvia a plomo, maciza y blanca de las crecidas. El trabajo urgía –los sueldos habían subido valientemente–, y mientras el temporal siguió, los peones continuaron gritando, cayéndose y tumbando bajo el agua helada.
En la barra del Ñacanguazú, la barrera flotante contuvo a los primeros palos que llegaron, y resistió arqueada y gimiendo a muchos más; hasta que al empuje incontenible de las vigas que llegaban como catapultas contra la maroma, el cable cedió.

Candiyú observaba el río con su anteojo, considerando que la creciente actual, que allí en San Ignacio había subido dos metros más el día anterior – llevándose, por lo demás, su chalana–, sería más allá de Posadas formidable inundación. Las maderas habían comenzado a descender, cedros o poco menos, y el pescador reservaba prudentemente sus fuerzas.
Esa noche el agua subió un metro aún, y a la tarde siguiente Candiyú tuvo la sorpresa de ver en el extremo de su anteojo una barra, una verdadera tropa de vigas sueltas que doblaban la punta de Itacurubí. Madera de lomo blanquecino, y perfectamente seca.
Allí estaba su lugar. Saltó en su guabiroba, y paleó al encuentro de la caza.
Ahora bien, en una creciente del Alto Paraná se encuentran muchas cosas antes de llegar a la viga elegida. Arboles enteros, desde luego, arrancados de cuajo y con las raíces negras al aire, como pulpos. Vacas y mulas muertas, en compañía de buen lote de animales salvajes ahogados, fusilados o con una flecha plantada aún en el vientre. Altos conos de hormigas amontonadas sobre un raigón. Algún tigre, tal vez; camalotes y espuma a discreción –sin contar, claro está, las víboras.

Candiyú esquivó, derivó, tropezó y volcó muchas veces más de las necesarias hasta llegar a su presa. Al fin la tuvo; un machetazo puso al vivo la veta sanguínea del palo rosa, y recostándose a la viga pudo derivar con ella oblicuamente algún trecho. Pero las ramas, los árboles, pasaban sin cesar arrastrándolo. Cambió de táctica; enlazó su presa, y comenzó entonces la lucha muda y sin tregua, echando silenciosamente el alma a cada palada.
Una viga, derivando con una gran creciente, lleva un impulso suficientemente grande para que tres hombres titubeen antes de atreverse con ella. Pero Candiyú unía a su gran aliento treinta años de piraterías en río bajo o alto, y deseaba, además, ser dueño de un gramófono.
La noche que caía ya le deparó incidentes a su plena satisfacción. El río, a flor de ojo casi, corría velozmente con untuosidad de aceite. A ambos lados pasaban y pasaban sin cesar sombras densas. Un hombre ahogado tropezó con la guabiroba; Candiyú se inclinó, y vio que tenía la garganta abierta. Luego visitantes incómodos, víboras al asalto, las mismas que en las crecidas trepan por las ruedas de los vapores hasta los camarotes.
El hercúleo trabajo proseguía, la pala temblaba bajo el agua, pero el remero era arrastrado a pesar de todo. Al fin se rindió; cerró más el ángulo de abordaje, y sumó sus últimas fuerzas para alcanzar el borde de la canal, que rozaba los canteles del Teyucuaré. Durante diez minutos el pescador de vigas, los tendones del cuello duros y los pectorales como piedra, hizo lo que jamás volverá a hacer nadie para salir de la canal en una creciente, con una viga a remolque. La guabiroba alcanzó por fin las piedras, se tumbó, justamente cuando a Candiyú quedaba la fuerza suficiente –y nada más– para sujetar la soga y desplomarse de espaldas.
Solamente un mes más tarde tuvo míster Hall sus tres docenas de tablas, y veinte segundos después entregaba a Candiyú el gramófono, incluso veinte discos.

La firma Castelhum y Cía., no obstante la flotilla de lanchas a vapor que lanzó contra las vigas –y esto por bastante más de treinta días– perdió muchas. Y si alguna vez Castelhum llega a San Ignacio y visita a míster Hall, admirará sinceramente los muebles del citado contador, hechos de palo rosa.

 

Horacio Quiroga (Salto, Uruguay, el 31 de diciembre de 1878, y murió en Buenos Aires el 19 de febrero de 1937). Sus mejores cuentos corresponden al período que va desde 1907 a 1928. El ambiente natural de la mayor parte de ellos es el mundo de la selva y los pueblos inmersos en ella. Sus libros «»Cuentos de la selva»» y «»Cuentos de locura de amor y de muerte»» marcaron a distintas generaciones con historias fantásticas narradas con gran maestría. Su vida estuvo llena de tragedia.

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