Narrativa. María Andrea González

 

EN DIECIOCHO CUOTAS

 

El día en que Germán se va, justito ese día, a Estela Bazán se le da por desmantelar la casa y hacer ruido, para desoír el silencio donde quedaban embutidos los reclamos del hijo, hasta entonces socio doméstico. Se frota las manos proyectando planes audaces. Y que no, Germán, que no me voy a quedar encerrada y que ya sé que te mudás cerca. Lo que quiere Estela es salir corriendo a abastecerse con lo que se le cante, elegir la marca del queso crema sin pensar en los gustos de Germán. Ligth, tipo philadelphia. Ella prefiere productos sin lactosa y sin rendir cuentas. También quiere elegir el pan de harina integral y con semillas. El gluten la inflama. Pero lo que le dice para dejarlo tranquilo es que no va a volver a fumar y que también se anotará en el gimnasio y que pondrá la alarma durante la noche. No, no se lo promete. Desde el marco de la puerta se lo dice cruzando los dedos en un pedido de indulgencia prematura, mientras mantiene en tensión las pestañas de los ojos y los calza en la distancia que los separa.

Estela se organiza rápido en cuanto se queda sola. Mentira, se queda en blanco. Calibra la tenaza que le retuerce los intestinos. Recién a las dos horas monta un despliegue de limpieza ejecutiva para no sobreactuar sus orfandades. Igual, lo que le sale de las costillas no es llanto. Es alivio. Un alivio largo como cuando se aguanta durante mucho rato las ganas de hacer pis, y el chorro sale punzante como una descarga eléctrica. Se da órdenes en voz alta. Dale, Estelita, y encomilla en el aire el diminutivo de su nombre. Prueba distintas maneras de llamarse. Le gusta cómo suena, así, chiquito, y se responde. Dale, Estelita, arrancá de una vez. Y arranca por la heladera. En una bolsa de consorcio descarta lo que no consumirá por exceso de calorías o por escasez de ganas. Nombra lo que tira. Nombra lo que hace. Sigue vaciando cajones que no cierran porque los papeles y los envases se atoran en el fondo con la corredera. Cajitas de tramadol a lo pavote, rivotril, manuales de instrucciones, estampitas de comunión guardadas con devoción litúrgica como un acto de fe en conserva al que rara vez se vuelve.

Enciende la aspiradora comprada en cuotas en una promoción con la tarjeta del Banco Provincia. Una philips con filtros HEPA. Eso siempre había sido prioritario para ella: protegerlo al hijo de las alergias de los ácaros de los hongos de las bacterias de las pelusas de los amigos que no son buena junta de los desplantes del padre que los abandonó que el muy hijo de puta de los desamores de las novias que mejor no fiarse de los pelos de las mascotas que no iba a dejarle tener para que no enfermara. Dieciocho cuotas, como Germán que también se le venía yendo en cuotas, yéndose de a cachitos. Se acuerda de cuando la compró. Abre comillas también cuando piensa. “Potente, compacta y económica”. Y cierra comillas repitiendo en canon las propiedades de su compra.

La diferencia de presión hace que el aire vaya por los tubos hacia el cuerpo de la aspiradora, para rellenar el vacío. Ella sabe. Disfruta cuando guía el mango por los rincones debajo de los muebles. El superpoder de teledirigir la mugre. Las limaduras a granel. Le gusta el ruido. El ruido del flujo de aire que succiona superficies y arrastra el polvo hacia adentro. En un movimiento torpe el tubo engulle el entredós del volado de la cortina de la habitación de Germán. Igual, a él no le gustaba el volado. Que se fue por eso, dice. No, no lo dice. Vuelve a desenroscar la manguera flexible para cambiar el cabezal. Con una boquilla más estrecha consigue una succión más fuerte. La desliza por el estante de los autitos matchbox, por el plumón, por la alfombra que se va metiendo adentro del tubo. La aspiradora es una boca con hambre que se devora los cuadros, el velador, los cajones ya vacíos como el estómago lánguido de Estela. Al rato, el yeso de las paredes, y ella ve cómo la mampostería empieza a dejarse ir. Hace fuerza para que la succión no le haga perder estabilidad. Le tiemblan las piernas. La casa se mete de a pedacitos adentro del tubo. La ventana de aluminio. La puerta. La otra puerta. La casa entera adentro de la bolsa que recoge. La bolsa que se infla a su espalda como el buche de un pájaro. El mecanismo de encendido está trabado. Tironea del cable y más se atranca. Se le engorda una nostalgia endovenosa en el pliegue del entrecejo. No siente nada. Mentira. Siente el tirón en las uñas cuando se le despegan y después el ardor de la succión y el desgarro de los músculos del brazo tratando de agarrarse de los bordes de lo que ya no queda. La cabeza rebotando adentro de la aspiradora. Y un par de cabellos que flotan sin gravedad en el tubo caliente.

 

MARÍA ANDREA GONZÁLEZ. Nacida en Capital Federal, Argentina, en 1972. Actualmente vive en Bahía Blanca. Docente y Licenciada en Letras. Tiene publicaciones en distintas revistas (Jauja Nro.2, Alborismos Nro.3, Pantomima Nro. 3, Write like a girl, Revista Ligeia Nro. 3) y antologías literarias (Ed. Camalote, Qeja ediciones, Centro Cultural Tero Seco, La terraza, Nuvia, Ediciones en Danza, Ediciones Lux, etc). Participó en el ciclo de lecturas El rayo verde en la Ciudad de Buenos Aires coordinado por Osvaldo Bossi y en Festival Internacional de Poesía Bahía Blanca 2023, así como en otros eventos locales y regionales. Ha escrito también obras teatrales en co-autoría, estrenadas por compañías de teatro independiente de su ciudad. Ha publicado el poemario Pienso en lo lindo que me quedaba el rímel en las pestañas (HD ediciones, 2021). Está en edición su poemario Maniobras de amarre (1er Premio en El puerto edita de Bahía Blanca, 2023).

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