Entendí que la obra sería una gran instancia de crítica al poder, o al menos eso prometía, ya desde la entrada notamos que estaba particularmente bien demarcada el no ingreso. Este un poco exagerado y riguroso sistema de acceso me hizo ver que hay mucha variedad de rebeldía, así veríamos que sería lo que deparaba este reestreno por “éxito” del “guionista del presidente” escrita por Fernando Schmidt y Christian Ibarzabal de Uruguay. La obra había comenzado hace unos instantes, una obra que daba expectativas de evento de humor político y clásico repertorio del teatro, la sátira política.
Los tres personajes que alteradamente recorren el plató del teatro MORI deslumbraron encanto de un papel que los hacía ver denodadamente relajados y de buen semblante. Por ejemplo Álvaro Rudolphy, quién personificaba al Presidente de un país con una bandera entremezclada entre chilena y rio platense, se veía con una soltura propia de quién soñó durante mucho tiempo personificar o encarnar a un líder político en un contexto donde él mismo se denomina como opositor. En ese sentido, hacen una directa provocación con el gobierno al nombrar al guionista Gino Paredes, mismo apellido de un asesor y guionista televisivo del segundo piso de la moneda, una muestra de que esta obra parecía una sátira de aquellas.
La impronta de Carlos Díaz dando carne a un intelectual recientemente divorciado y con una maquinaria de ideas se transforma en el productor de un montaje para distraer a la opinión pública de las nefastas condiciones sociales y económicas de sus habitantes, y así, evitar afrontar algún episodio de crisis política que parece inevitable. En el fondo se trata de viejas patrañas para detentar el ejecutivo en un mal uso de los recursos públicos retrucando la verdad haciendo ver al cuarto poder, las comunicaciones y medios del empresariado, como un vital elemento de manipulación de la opinión pública. En el esfuerzo por ocupar los crímenes, la farándula y otros menesteres del cotidiano se golpea las ideas del creativo con la estupidez del líder quién quiere sobresalir exitoso, a pesar de tener la soga al cuello.
El otro papel que personifica el poder militar y de los esbirros policiales o militantes es Serafini un edecán similar a un coronel fascista y, cuñado del presidente que se enfrasca en las confabulaciones del presidente con el asesor comunicacional. Este papel, muy bien interpretado por Christián Zuñiga esboza las radicales dependencias que tiene la milicia con el ardid económico que sostiene a los gobiernos en Latinoamérica. El fenómeno de la corrupción como una constante en las democracias del sur es un factor para la risa, pero que es el peor drama de la sociedad. Su imposibilidad de promover la verdad y justicia. En el fondo los juegos que hacen en la obra, como intentar hacer creer a la opinión pública que el presidente es homosexual e incluso se besa con su edecán es una muestra de la necesidad de mentir para lograr objetivos, la deshonestidad y la impostura es ley, y algunos la obedecen como soldados. La mentira es ordenador de una farsa en la que las víctimas son audiencia y jamás protagónicos.
En las butacas del teatro se pudieron deleitar de la risa algunos personajes de la ultra derecha chilena, tales como “Lalo” Prieto, la ex alcaldesa y derrotada candidata a Gobernadora por Santiago, Macarena Santelices, o el humorista o ex cómico Arturo Ruiz-Tagle, recordado por su imitación de un menor de edad. Una obra que en definitiva contó con un derroche de auto- referencias como el recuerdo de Amores de Mercado y el Peyuco, con una constante perorata de mal gusto. Abundaron las simpatías con el racismo o la crítica “humorística” a la identidad de género o a la plurinacionalidad, esos puntos lamentablemente marcan una buena idea teatral cuyo único valor es el jugar con la actualidad, los vicios del poder y la posibilidad de cruzar límites sin consecuencias. Buenas actuaciones pero mal guion, entiendo que adaptado, de una idea más dramática que cómica.
Por Miguel Echeverría