PASOS DE BAILE
Yo bebo más
Porque esta noche vendrás.
Mi corazón te ve;
Pero habrá que beber mucho
Pero mucho más
La casa era nueva. Me había gustado el espejo empotrado, me recordaba ese otro espejo, el de nuestro antiguo hogar, donde nos mirábamos día y noche, abrazados o haciéndonos muecas de alegría. Por eso decidí alquilarla, ansiaba recuperar ese pasado. Los primeros días únicamente me miraba de reojo, pero paulatinamente comencé a ensayar pasos, a desperezar el cuerpo, como en el tiempo en que la conocí. En ese nuestro primer encuentro estaba nervioso. ¿Cómo no iba a estarlo? La bailarina, con sus manos y piernas en un movimiento hipnótico. Y yo, en cambio, únicamente con mi verborragia. Eso y un instinto natural para hacer el ridículo que me ayudaba a no pasar desapercibido. Por eso había dicho que sí a su invitación. Por eso no me importaba ir a la milonga a bailar, aunque jamás hubiera ensayado ni un paso de tango y no supiera cómo hacer el ocho.
El lugar no me resultaba ajeno. Conocía las milongas desde mi joven época de cantor. Todavía recordaba alguna que otra letra, y cada tanto, frente a la insistencia de amigos y con el calor del vino, me animaba a entonar algo. ¿Pero bailar? Eso sí que era algo novedoso y extraño, como esta casa en donde vivo en soledad y donde lo único que hago es pensar y pensar. En mi vida el baile había sido mi último gran descubrimiento. Junto a ella, ambos fueron la novedad que con el paso de los días perdí y que hoy busco desesperadamente. ¿Cómo decía la letra? Muchachita de mi barrio. Te busco por el centro. Te busco y no te encuentro. Te busco porque acaso nos iríamos del brazo. Es que así había ocurrido entre nosotros, habíamos dejado que el tiempo nos pasara, como un río que nos arrastró en la corriente y ahora estábamos buscándonos. Pero el río siempre esconde un remanso y allí te ocultaste. En ese refugio de la memoria, de donde parece que no podré expulsarte jamás.
Entonces me toca rearmar mi vida. Deshacerme de las fotos, la ropa y cualquier objeto impregnado con tu esencia. Por suerte la belleza del departamento me ayuda. Por momentos me distrae y me saca a flote de esa melancolía espesa en la que me ahogo con tanta facilidad. A veces en las noches se escuchan murmullos, como si un animal inquieto no pudiera dormir y suspirara a través de las paredes. Es lo único que me molesta. Entonces salgo del cuarto y voy al living. Prendo la luz tenue que ilumina el sillón y la biblioteca, me fumo un pucho (porque ahora puedo fumarme un pucho) y comienzo a repetir los pasos. ¿Cómo eran? Mientras muevo mis pies sobre el piso, casi arrastrándolos, y acaricio el parqué. Eso sí, descalzo, como hacíamos en ese entonces.
Es sorprendente cómo los pequeños rituales se transforman en rutinas sin que uno se percate. Comienzan a repetirse día tras día, y es cuando desaparecen que uno se da cuenta de lo indispensable que eran. Y entonces viene el intento de recrearlos, de traerlos de nuevo hacia un presente en donde obviamente ya nada es igual.
Yo sé que es un trabajo inútil, que en realidad nada gano con actuar así. Me lo han dicho y me doy cuenta cada vez que descubro algún objeto, algún talismán del que no me animé a deshacerme. Me tomó mucho tiempo tirar el espejo en donde nos mirábamos y bailábamos juntos hasta que ya no tuviste más energía ni para mover un brazo. Igual rompí la promesa. Dije que uno nuevo no iba a tener y mírame, acá, vigilando a ese otro yo, del otro lado del vidrio. ¿Estará contento? ¿Cómo será su mundo? ¿Vivirá también dentro de una burbuja de recuerdos? Quizás sea lo contrario. Y él no tenga que olvidar a nadie. Tal vez hasta no se haya mudado. Entonces la repetición que veo, el desdoblamiento del living, de la biblioteca, del silloncito, no sea más que un decorado. Del otro lado, un actor, un intérprete de mí mismo. Repitiendo cada gesto, cada movimiento de la cara o de los ojos. ¿Cómo sabe cuándo empiezan a caer las lágrimas? ¿Cómo sabe cuándo mirar hacia atrás en caso de que la puerta se abra? Porque entrar de repente, lo que se dice armar una gran entrada, era algo que sabías hacer. Ese era otro de tus dones: el de actriz. Aunque es un don que prefiero no rememorar. Sí, me gustaban las máscaras, la práctica de los diálogos. Repetir los parlamentos en el auto, de camino a alguno de tus ensayos. Pero esa máscara también fue lo que oculto el desastre: tus cigarrillos a escondidas, tu deambular por el dormitorio, aunque no te lo permitieran, tratando de vencer la angustia y la ansiedad. Te gustaba romper las reglas y no te importaba hacerlo, incluso en esas circunstancias.
Otra vez, ruidos en el pasillo. ¿Cómo entrenar la cabeza para que olvide sus viejos trucos? Esos meses largos en donde tuvimos que convivir bajo diferentes techos porque tenías que quedarte en terapia intensiva, habían sido desastrosos para ambos. Nunca fui bueno para los cambios drásticos. Y encima la ingenua esperanza del reencuentro, que de un momento a otro me dijeran que podías volver a instalarte en casa. ¿Y ahora? ¿Existía la posibilidad ahora de que regresaras? Me sorprenderías ensayando los pasos, con un tango de fondo y el humo como un fantasma gris sobre los muebles, el sillón, los libros. Qué imagen ridícula. El espejo me lo confirma.
Ya no hay más ruidos. El silencio en la casa nueva es raro. Es como estar en un planeta, donde se puede vivir, pero respirando un aire distinto. Un aire que no es letal. Las pastillas ya no surten efecto. Lo que sí funciona es el alcohol, pero mañana, otra vez, seguro, alguien me regañe por mezclarlos. No puedo estar así, bailando la noche entera, a la espera de tu regreso. Eso ya te lo conté hoy, cuando pasé a dejarte las llaves de la nueva casa. Las apoyé bajo una piedrita y un papel con la dirección, sobre la tierra. Así nadie se las lleva. Estoy seguro que la otra vez ocurrió eso. Algún curioso se las robó y fue por eso que no me encontraste, que nunca pudiste llegar. Aunque en ese sueño profundo del whisky y las pastillas yo te vi. Estabas hermosa, como siempre. No como los últimos días, de luz apagándose. Era tu belleza cotidiana, iridiscente, tu pelo largo sobre la espalda, la boca ancha escondiendo la sonrisa, las manos a mi alrededor, abrazando mi cuerpo. Era la belleza de la primera noche en la milonga. La noche donde me enseñaste los pasos de baile. Distinta a la noche del último baile, en el hospital. Aunque aquella escena escondía lo sagrado del ritual de despedida. Pensarlo todavía me lastima. Aquello fue tan rápido. Y los días, digan lo que digan, desde ese entonces no avanzan. Es como si hubieras muerto ayer, y la sed vuelve. Eso le dije al psiquiatra. Es que la sed no se va. No sé si se va a ir. Mejor voy a la cocina y traigo la botella entera de whisky. Esta noche va a ser larga. Y todavía tengo que perfeccionar los pasos, frente al espejo. La nostalgia es así, bailar a oscuras con un fantasma, hasta que llegue el sol. Si es que llega.
Pablo Jacinto Carrazana es docente de Lengua y Literatura egresado del Instituto Superior de Formación Docente Joaquín V. Gonzalez. Su trabajo en la docencia apunta a vincular el espacio del aula con el ámbito del taller literario y la escritura creativa. Ha realizado talleres tanto de narrativa como de poesía con Osvaldo Bossi, Isabel Vasallo, entre otros. Algunos de sus cuentos fueron publicados en diversos medios digitales (Revista Más Poesía, Revista Zur, Flor de Ave y Revista Jauja). También participó en las antologías ‹‹Coordenadas›› del 4to Festival de poesía de Boedo y ‹‹Toda poesía es hostil al anarcocapitalismo››, publicada por Pixel Editora. Su primer libro Un secreto rumor fue publicado por la editorial Tiempo de Parque, proyecto en donde también se desempeña como editor adjunto. Forma parte del comité de gestión del ciclo de poesía ‹‹El rayo verde››, ciclo poético en CABA con más de diez años de trayectoria.