momento
nombre masculino
- Porción de tiempo muy breve. ej.: Yo moriré.
- Oportunidad, ocasión propicia. ej.: Yo me acordaré de ti.
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Entre el momento y yo, aviva una danza. Mov, movēre, momentum: su raíz verbal es el impulso. Cor, corpus, corpóreo: mi sostén vital es la inercia.
El momento es en sí mismo. También yo soy en mí misma. De este baile, como de cualquier otro, me urge surcar su música. No habrá coreografía repetida, como tampoco habrá dos minutos iguales. Tal vez, al final, olvide la exactitud del movimiento, pero confío en que la piel guarecerá su rastro.
Si hay algo que el momento ofrece a la memoria, es su placer evocativo. Lo sensorial, enquistado en los detalles (un olor, un contorno, un amargo), es un efecto colateral, un aditivo parcialmente necesario para afianzar el fin en sí mismo. Para esto, no requiero interferencia ni espectadores por fuera de mí. Y, ante la pregunta por los demás, prefiero el silencio: me resulta imprescindible inhibir la mirada ajena o, por lo menos, descentralizarla.
Vita, vivere. En la intimidad se intensifica el ritmo. Sobre los márgenes de la vida, el momento me guía mientras yo zapateo.
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Atardece. El tranvía sube la pendiente entre casas coloridas. En la cima, una multitud agolpada suspende su embelesamiento para sacar las cámaras y registrar lo que ve. La calle, clic, la luz, clic, la máquina, clic; en definitiva, la manifestación de un panorama vivida a través del lente. Brecha, barrera, corte. Me preparo para imitar la maniobra del resto. Pero, entonces, me detiene el por qué. Intuyo que ya no se trataría de la belleza presente, sino del escapismo: este momento es demasiado hermoso, debo extender su eco. Escape ilusorio al futuro. O, tal vez, se trate de perseguir la inmortalidad: si capturo su imagen, el momento no decaerá.
«No existe nada más difícil que entregarse al instante. Esta dificultad es dolor humano. Es nuestra», dice Clarice Lispector. El sol naranja, las casas, los mosaicos, la ropa colgada, los balcones, el viento suave. La sensación de que tanta belleza me resulta hiriente. ¿Resistiré el dolor? ¿Debería compartirlo con otros? ¿Cómo podría lidiar sola con todo esto? Establezco las bases de mi contradicción sobre pulsiones masoquistas: huyo y, a la vez, ya quiero volver. La acción fotográfica, compulsiva y ansiosa, facilita la irrupción de lo primero, y el objeto fotográfico, perecible, aunque perdurable, asegura la ilusión de lo segundo.
No es la primera vez que lo noto, ni la única forma que adquiere mi paradoja. Hay una generalidad que me atosiga: mi manera de quedarme es, al fin y al cabo, irme. Siempre encuentro el camino para hacerlo. Con las ciudades, como con las personas, requiero poco tiempo para revelar mi deseo de permanencia. Demando una estadía aquí. Pero, entonces, no sé con cuánto me conformaría. ¿Un día, dos meses, cien años? ¿Y dónde queda el minuto que ahora sostengo? Su secuencia de segundos, parcos bajo la exigencia de mi deseo, pasa desapercibida.
Errática, escabullo la ocasión mientras intento ceñirla.
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Lejos de mi país y al filo de un año nuevo, me propongo iniciar un diario. Busco una tienda y compro el cuaderno azul que me acompañará en los próximos meses. Hace dos semanas que estoy en otro continente, fisgando una cotidianidad, una idiosincrasia y una arquitectura ajenas. Tengo siempre a mano la cámara con la que podría capturar los detalles que acontecen a mi alrededor. Sin embargo, el 2 de enero escribo: «He visto muchas cosas lindas y no les he sacado foto. Esta es mi pequeña rebelión con la época». Con esas palabras, inauguro el cuaderno.
Entiendo que «nunca más será este instante/igual de hermoso/ni mirarán tus ojos de esta forma» (Sara Torres), por lo tanto, concentro la mirada sin interferencias. Me dejo encandilar a solas. Seré la única testigo, y está bien.
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Escribo. De mi mano salta un trazo continuo que trama la hoja. Sé que alguna vez aprendí las palabras. Las guarecí adentro. Han pasado treinta años desde entonces y he olvidado el instante primigenio, pero perpetúo su herencia.
Como yo, un marinero también escribe*. Redacta cartas esporádicas que envía a Beatriz, su esposa, mientras trabaja largas temporadas en altamar. Con los dedos, reúne todo el lenguaje posible a fin de describir lo que ve. Detalla imágenes etéreas, balbucea el garabato de una rutina, procura extender a tierra la profundidad de su amor con ayuda del verbo y del adjetivo, y desata sobre el papel las figuras codificadas de una caligrafía prolija. Durante meses, las cartas son la única forma en que seis niños conocen, sienten y viven a su padre. De igual manera, él solo conoce, siente y vive a sus hijos a través de las respuestas de Beatriz. Ella lo sabe y redobla sus esfuerzos. De vez en cuando, una fotografía adjunta a blanco y negro corrobora o contradice la idea nacida de las palabras.
Resulta insuficiente, sin embargo. Pese a todo afán, no existe dimensión lingüística o visual capaz de condensar la materia del fragmento vivo. El espejismo de los niños anclados a una edad estática es un consuelo, mas no una pulsación. Por otra parte, la narración que arriba intermitentemente desde el barco aporta un rigor precario. El mar, sobre el mar, entre el mar, en el mar, con el mar: solo un mar y, sin embargo, un mar distinto para cada mirada.
No renuncio al recurso ni lo juzgo inútil. Aun así, busco reconciliarme con lo perdido. Será posible, incluso, revelar un placer nuevo al diluir los bordes de la imagen presencial. Que de su belleza solo sobreviva un destello abstracto elegido por la memoria o, aun, permitirle una fuga absoluta. Que del suceso no haya evidencia ni retazo. Que la voz de mi relato sea su único vínculo atemporal conmigo y con los demás. Sin pruebas tangibles. Sin simulacros ni simulaciones. Sin el ímpetu compulsivo de injertar mis segmentos en la mirada del otro.
*Alusión a La metamorfosis de los pájaros, obra audiovisual de Catarina Vasconcelos.
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Llevo mi cuaderno azul al puerto. Una neblina espesa cubre la vela de los barcos que flotan sobre la marea. Pienso que me mudaría a Lisboa por una razón: se asemeja a Valparaíso. Las olas atlánticas llegan desde un Chile pacífico y golpean esta orilla para reproducir de súbito la imagen que busco sin saberlo. Es cierto que «todo el mar se parece» (Roy Sigüenza). Esa confirmación me devuelve a un punto geográfico ubicado a más de un oceano de distancia. Sé de espumas y sales, y reconozco el grito de las gaviotas. El mar, mi mar.
Sentada al borde, sujeto el lapicero y comienzo a escribir el paisaje. Diez minutos más tarde, un hombre me interrumpe para pedirme dinero. Le extiendo unos centavos de euro que saco del bolsillo. Me agradece y se sienta frente a mí. Al igual que yo, habla un inglés extranjero y pobre. Me pregunta qué estoy escribiendo. About the landscape1, respondo. Me pregunta qué significa “landscape”. Señalo el horizonte marino con el dedo. This, all this2.
1Sobre el paisaje.
2Esto, todo esto.
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«Adentro es mío» (Anne Carson), como también lo es la superficie que rutila ante mí. No hay repetición posible de la intimidad que nace a partir de mi cuerpo en contacto con el mundo exterior. Se trata de un encuentro único y, a la vez, escueto. El minuto se está yendo. Así, también, yo misma me encamino hacia una hora de partida, fluctuando en las fronteras de la impermanencia.
Pero aun cuando acepto la premisa, surge una discordancia: me duele la desaparición material del amor. ¿A dónde van los objetos que se pierden en el movimiento? ¿A dónde el tacto? ¿A dónde la cadencia de una risa? Y la secuencia de estímulos que reitero en mi mente, con todos sus elementos custodiados en los límites del recuerdo, ¿a dónde mudará el día que mi cabeza expire? Nadie más tendrá acceso a ese rostro como lo tuve yo una tarde, difuminado y oscilante entre los rayos de las seis. Nadie más podrá recogerse en la ternura que me acunó en esas manos, porque mañana no serán las mismas. Es mía la responsabilidad de lo que sostengo adentro y me invade su carácter intransferible.
Mi muerte no solo será el fin de una voz, sino también la fisura entre un vestigio y la belleza que le corresponde. Algo extinguiré y la tierra carecerá, pero nadie podrá notarlo ni echar de menos lo que desconoce. Y, sin embargo, ante un campo henchido de cruces y nombres inhabitados, yo sí lamento la pérdida de lo anónimo. ¿Cuánta hermosura habrá descompuesta en el cementerio? ¿Cómo sería un álbum fotográfico colmado con los recuerdos extintos, imposibles, de estos cientos de muertos?
El temor de Lis* es un temor poblado: yo moriré y nadie se acordará de mí. Pero Fando lo hará, y, además, promete a ir a verla al cementerio con una flor y un perro. Lo que omite esta situación es que, en realidad, el olvido se cose a la inversa. La muerte abisma la memoria porque alguien muere y me olvida. Soy yo la olvidada y es mi difunto el que apaga una forma de verme.
Algo extinguirá y la tierra careceré. La desaparición material del amor amenaza en el deceso ineludible de la persona que amo. No obstante, retomo el entusiasmo del discurso. Digo: nada desaparece, y quiero creer que es así. Al sur hay una casa a la que ya no podemos volver, pero existe. La carta que escribí, se perdió, pero fue escrita. Pronto vamos a morir y nuestros cuerpos no podrán tocarse, pero incluso ahí, en la desintegración de lo que fuimos, será verdad que alguna vez nos vimos a los ojos.
*Alusión a Fando y Lis, del dramaturgo español Fernando Arrabal.
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El hombre encuentra un euro en el piso, a pocos metros de donde estoy sentada. Eufórico, camina hasta mí. Write about a man that finds money on the ground and your landscape will be more beautiful3, me dice. Asiento con la cabeza y obedezco en seguida. Sé que tiene razón: si escribo su alegría, mi paisaje será más hermoso.
El momento danza junto a sus dos únicos testigos. No habrá otros ni habrá nadie. Mi paisaje oxida su evidencia física en el minuto. Tal vez se diluyan estos colores, estas formas y estos movimientos, al igual que el tiempo propio de este día. De ellos solo quedará la escritura en mi cuaderno, y está bien.
3Escribe sobre un hombre que encuentra dinero en el piso y tu paisaje será más hermoso.
Bibliografía
Arrabal, F. Fando y Lis, Libros del Innombrable, 2015.
Carson, A. Autobiografía de rojo (trad. Tedi López Mills), Calamus, 2009.
Lispector, C. Agua viva (trad. Elena Losada), Siruela, 1973.
Sigüenza, R. Habilidad con los caballos, Severo, 2020.
Torres, S. El ritual del baño, La Bella Varsovia, 2022.
La metamorfosis de los pájaros. Dirigida por Catarina Vasconcelos, Primera Idade, 2020.
Juliana Rangel (Bucaramanga, Colombia, 1993). De vida nómada e intereses eclécticos, estudió Vestuario para Cine y Teatro en Buenos Aires. Paralelamente, desarrolló afinidad con el collage, ámbito en el cual ha expuesto en Ecuador y en Chile. Publicó sus poemas por primera vez en la revista Casapaís. La literatura ha sido una constante en su vida desde la infancia. En la actualidad, escribe.