El cucú al final del bosque o ¿Cómo narrar el trauma?
¿Cómo narramos el trauma? Ha sido una pregunta a la que volvemos constantemente desde la dictadura. La muerte no puede ser narrada si no es como un acto ajeno, como un testimonio en el cual la ansiedad suscita al horror de la espera, del observar lo que viene y lo que se fue. Tanto Idelber Avelar como Nelly Richards leyeron a aquellos autores que trabajaron el horror dictatorial, concluyendo que el mismo solo puede ser escrito desde la alegoría, como una forma de hablar única del derrotado en el que lo inenarrable se vuelve carne y compone la literatura a forma de cuestionar la misma realidad en la que se vive[1].
Llamo a esta literatura anterior, ya que aquella inquietud que sentí al leer obras como El Paradero de Juan Balbontín, cuya temporalidad se quiebra en pequeños espacios que no generan más que preguntas y ocultamientos; es la misma sensación que obtuve al leer El cucú al final del bosque de Mariela K. Jara. El ejercicio de abrir el libro no es más que una mentira que reduce al lector a creer que aquella obra en sus manos es una novela de fantasía juvenil, con una portada casi literalmente sacada del título, con un reloj cucú dentro de un árbol, además de flores en las esquinas de cada una de las hojas; pero esto, sea un ejercicio literario o una decisión de diseño, añade a la intriga que se da capítulo a capítulo de las preguntas detrás de la obra fragmentaria.
La juventud utópica se tiñe de un profundo pesar en aquellos fragmentos situados en un presente 2024, con el constante acecho de un <<X años para la desaparición>>. La obra se transforma lentamente de aquello que podríamos situar como novela de formación, con nuestro protagonista narrándonos su crecimiento y paso por la universidad, hacía una obra que no podría leer de otra forma que no fuese como testimonial, con la presencia del horror y la impotencia como el hilo que atraviesa los espacios temporales.
Es desde aquí que se abre el espacio político. Las luchas sociales y de género quedan como palabras vacías cuando las dinámicas del poder se ejercen como una reproducción imposible de detener. La adultez temprana es trabajada a partir de la pedagogía como el espacio en el que se cree poder producir un cambio en el mundo, para ser inmediatamente situado en la realidad como otra forma más de micropolítica en la cual solo se puede agachar el moño ante la dominación.
Finalmente, la fragmentación y la falta de respuestas pasan del acto alegórico a ser la respuesta del enigma. La ansiedad y el horror se vuelven carne cuando el testimonio se queda como la única respuesta posible. No hay manera de describir como esta forma deviene en cuerpo, si no es con la lectura misma de la obra, cuya coloquialidad del lenguaje se torna en un acto metatextual sobre la impotencia del individuo ante aquello que lo somete.
En un buen sentido, El cucú al final del bosque es una obra paradójica. Su forma nos invita a leer con tranquilidad, alejándose completamente de una estilística pulida en el que los diálogos parecen haber sido ejercidos el siglo antepasado, para situarnos en el aquí y el ahora; pero al mismo tiempo dándonos pequeños indicios que nos mantienen alerta y nos acercan al enigma de aquello que falta, aquello que sabemos desaparecerá.
Franco Fuentes.
Editor y escritor.
[1] Esto se puede leer en “Alegorías de la derrota” de Idelber Avelar y “Pensar la Pos/Dictadura” compilado por Nelly Richards.