Cuanto de mi cuerpo se puede volver la otredad que asimila, la otredad que salva, se lo pensó para si mismo, con la idea dando vueltas por su cabeza. Nunca había sido vegetariano, García siempre lo invitaba a su casa para comer asado los domingos con las niñas y la señora. No sentía culpa, hasta cuando veía aquel marrano en la parrilla horas antes dando vueltas por la finca de García, con sus ojos fijos en lo que el suelo le daba. El animal nunca lo veía a los ojos, por eso no le perturbaba verlo muerto y con sus restos tensos agonizando en las llamas. Después de años García aún seguía siendo tan malo para matar a sus animales, poco tacto, poca diplomacia, porque siempre intuían lo que venía, sabían que la muerte se les acercaba a paso lento, aunque intentase aparentar querer hacerles cariño, con un abrazo que les fijaría el cuerpo antes de correrles la hoja por el gaznate mientras gritaban. Pero Braga no sentía nada, nunca los miraba a los ojos que él juzgaba inexpresivos, revoloteando de un lugar a otro mientras comían cosas de cerdos, raíces o esa mezcla que parecía mugre que les daba de comer García, diciendo que los haría fortachones, gordos y sabrosos.
Son otros, hasta con la cabeza puesta y un fuste que les entra por el hocico y les sale de atrás. Los miro y son otros, se pensaba. Quién hubiese pensado que Braga sintiese lo que siente ahora, con las memorias que lo arrastrarían a la miseria de saber. Quién hubiese pensado que el corazón fallido culminaría en el saber que cambiaría todo, los sueños, esa apertura que lo horrorizaría.
Braga sufría de un corazón débil, mal que heredó de su padre, que remató su vida en una plaza cuando de un golpe se agarró y se reclinó hacia atrás antes de colapsar y ser pronunciado muerto por quién primero fue a revisarlo. Así se lo contaron y el miedo de una vida acortada lo acompañaba sobre todo al pasar una cierta edad y recurrir a numerosas revisiones por parte de su fisioterapeuta. Sentía que la enfermedad lo plagaba, subiendo escaleras al quinto piso de su departamento en el cual se sentía haber corrido una maratón y unos dolores de pecho que en ciertos puntos se acentuaban hasta incapacitarlo.
Pero no fue hasta la primavera cuando el peligro se había hecho tajante, cuando Braga fue hospitalizado por un infarto que casi acaba con su vida y donde se consideró seriamente la opción de un trasplante como un paso lógico para mantenerlo vivo, un hombre que ya veía ojo a ojo con la muerte, quien lo tenía fichado desde el principio de su vida con el estigma de un corazón frágil.
La frustración no dejó de acentuarse, haciéndose más notable al abordar la problemática cuando se buscaba un reemplazo por el corazón dañado de Braga. No se hallaban corazones compatibles con su tipo de sangre, una condición tan extraña que Dr. Saavedra propuso al cabo de un plazo de meses que se considerase el cambio de corazón con el de un cerdo. Postrado en una camilla, Braga tuvo la duda acerca de las enfermedades latentes que podrían residir en el corazón de un cerdo y se podrían desatar en el cuerpo humano al entrar en contacto con la humedad de su carne. Dr. Saavedra miró a Braga con ojos que intentaban, sin lograrlo del todo, espejear la expresión preocupada de Braga, cuyo rostro de desamparo llamó a que su esposa le pusiese la mano en el antebrazo.
―Entiendo su preocupación, los corazones que trasplantamos no muestran las menores magullas de calidad. No va a tener ningún problema y le debo decir además que es la única opción que podemos considerar seriamente.
La recuperación de Braga fue veloz, a las dos semanas, volvió a su casa y a compartir con García y su familia los domingos. En las noches, sin embargo, despertaba y que su esposa consideraba como terrores nocturnos, pesadillas que Braga describía como de manchas de sangre sobre asfalto pintado que se alternaban visiones y sensaciones de hacinamiento de cuerpos que lo enclaustraban y que en las noches lo hacían despertar empapado de sudor, alternadas con visiones de paredes blancas que parecían de clínicas y ojos, miles de ojos mirando el suelo, mirando los alrededores o mirando la nada, despojados de brillos. Sueños que sucedían con cada vez y mayor frecuencia.
Su mano temblaba al tomar el cuchillo, al frente de Braga un plato, una chuleta traspirando grasa con rastros de sangre. Lo miraba sin poder hacer más que el esfuerzo vano de acercar su mano para el procedimiento de cortar y comer, pero no hacía más que temblar, el ensueño del día ahora se llenó de las visiones que en las noches lo aterrorizaban, suelos manchados de sangre por los cuales recorría con muchos como él, como el animal que era en esos lugares que nunca conoció donde iba cuando se ausentaba en instantes breves que lo secuestraban y se volvían horas, dentro de las cuales se acercaba hacia un final que intuía. Secuestros psíquicos intercalados con el plato que tenía frente a él.
―¿Vas a comer? ―una voz distante lo trajo de vuelta.
―¿Por qué lloras?
Gianmarco, alemán en un estado perpetuo de desarraigo ha vivido en muchas partes del mundo, ahora vive en Barcelona. Se ha formado como psicólogo educativo y trabaja de orientador laboral. Es un lector dedicado y la escritura es una obsesión que tiene desde hace años, que cultiva cuando no está en la oficina. Le gusta crear cosas de la nada y las rumiaciones como las de Thomas Bernhard.