CON LOS PIES POR DELANTE Y EL CUERPO PODRÍO
Má solía decir cada mañana que para irse de esa casa tendría que ser con los pies por delante y el cuerpo podrío como las vigas de la casa. Tan podrida como el alma de todos los que habitábamos esa dichosa y mugrienta casa de plantación en el sur más rancio de los Estados Unidos.
Con los años, los esclavos se marcharon, junto con el algodón. Pero la casa no. Má tampoco.
Ivette solía decir que la casa se pudrió por el alma envenenada de Má y de los que vinieron antes que ella. Pá se largó de casa con los pies por delante y el cuerpo calcinado por dormir con el tabaco en la boca. Má lo olió, pero siguió cortando los filetes de la cena. Yo vi el humo saliendo desde el porche, donde estaba hablando con Yvette. Ella me miró con su sonrisa torcida y se rio mascando chicle.
Ha sido más listo que tú, hermana.
Yvette siempre encontraba placer en las desgracias ajenas, desde que era una niña. De bebé, con solo 2 años, cogió una lagartija y la metió en el triturador de la basura. Má puso el grito en el cielo porque había ensuciado el techo de la cocina y la columna que separaba la cocina con la despensa, una columna dórica desgastada, con tripas y sangre de reptil. Ninguno de nosotros nos molestamos en limpiar el techo de la cocina y décadas después, ahí siguen las manchas. Como nosotras. Ensuciando y apestando la casa, pudriendo los cimientos del techo al suelo.
Me dais asco. Más asco que la casa, que ya es decir.
Má nos lo repetía cada mañana para asegurarse que no quisiéramos levantarnos de la cama y por la noche para recordarnos que éramos parte de la mugre de la casa. Má solía explayarse conmigo, le gustaba mirarme como uno observa una cucaracha con alas en la suciedad y humedad del cuarto de baño. Algunos días se le antojaba arrojarme platos a la cabeza o esconder sus cosas por los huecos de las escaleras para luego venir insultando detrás y gritando que por qué le cogía sus cosas. Acostumbraba a irme corriendo de la casa y volvía a entrar por un hueco en los cimientos de la casa lleno de ratas y algún pájaro putrefacto descomponiéndose. Al pasar de las horas, entraba en la cocina, muertica de hambre, y ahí estaba Má riendo con Yvette.
¿Dónde estabas niña? Mira te he comprado este vestido nuevo
En aquellos momentos, Má parecía sufrir algún tipo de amnesia
Hija de perra
Y durante unos dos minutos, se quedaba mirándome fijamente mientras tenía en sus manos el mismo objeto que yo le había perdido supuestamente.
Un minuto más tarde, esa mirada de enajenación mental y recelo volvía a sus ojos y Yvette le daba un beso de buenas noches mientras yo cogía provisiones de la nevera para un par de días.
Intentamos matarla varias veces.
Pero la mala hierba nunca muere.
Pá lo intentó por última vez cuando éramos crías.
Le estampó la cara contra la cristalera de la cocina, un fragmento se le clavó en la retina del ojo derecho. Má lo arrancó junto a su ojo y antes de desmayarse, se lo clavó a Pá en la vena femoral.
Nos fuimos a dormir y por la mañana nos encontramos a Má sentada en el porche fumando con un parche en el ojo, y a Pá tumbado en la cama de la que ya no se movería hasta quemarse vivo cinco años más tarde.
Unos años más tarde, Yvette prendió fuego a la cocina con ella y Má dentro. Yo cogí la llave y las encerré dentro. Má salió andando cuando llegaron los bomberos alertados del pueblo por el humo. Yvette no dejó mucho más que un par de huesos calcinados y su cruz en el cuello.
¿De qué te sirve Dios, niña? ¿No ves que eres invisible?
Se jactaba Má cada vez que la veía acariciando el colgante.
Los años pasaron y Má, junto con la deteriorada casa, seguían en pie.
A los dieciséis años, enfermé. El médico del pueblo al que acudí arrastrándome no sabía el origen, pero me estaba pudriendo por dentro.
Un cáncer se come los órganos, lo que tú tienes, eso está vivo y se te come hasta las tripas.
Má me miró fijamente desde el porche cuando regresé, tomándose una copa de vino frizzante. Me arrastré durante doce horas por el suelo desde que me vio hasta que entré a la casa.
Pasaron los años como caen las hojas de un árbol enfermo.
Un día, arrastrándome por la despensa me clave una astilla de madera en la ingle. Parpadeé y apreté más fuerte hasta que la astilla atravesó la carne por el otro lado. No quería desangrarme en el suelo de madera, así que me arrastré hasta el pulcro suelo de mármol de la cocina. Durante horas estuve ahí tirada, manchando de sangre el suelo de mármol, lo único puro que quedaba en la casa. Un agotamiento atroz invadió mi cuerpo y finalmente, cerré los ojos.
Cuando abrí los ojos, estaba en el porche sentada junto a la Abuela.
La abuela vivió hasta que las carnes se le cayeron de los huesos y la usaron para dar de comer a los cuervos que Ivette y yo solíamos ver en las mañanas cuando éramos crías.
Pá e Yvette estaban sentados en el otro lado del porche, Yvette me miró con sorna y se fue corriendo al columpio de la entrada.
Giré para mirar por la ventana de la cocina y allí estaba Má, sentada encima de un charco de sangre y empujando con su chancla mi cadáver. Má se levantó y vino hasta la ventana, usando la astilla que me desangró como a un puerco, para limpiarse las encías. Se acercó todo lo que la ventana le permitía y sonrío.
¿De verdad creías que podrías irte de casa? Niña tonta.
Celia Espadas Robles (Granada, 1993). Filóloga inglesa, profesora, traductora y escritora. Entre sus obras encontramos: la novela distópica El Ascensor de Turing (2023), diversas antologías de poesía y prosa editados por Lermontova Publishing House y Editorial Artificios y su colaboración en diversas revistas literarias como autora y correctora: Revista Autores, etc. También podemos encontrar algunas de sus traducciones al inglés de obras independientes como “Blood Rain” del autor Roberto Villegas o poesía de diversos autores españoles. Taekwondista y ávida lectora de Cormac McArthy, Mary Shelley, Sylvia Plath, Wislawa Szymborska y el eterno Federico García Lorca.