Narrativa. Francisco Araya Pizarro

LOS ECOS DEL VIENTO VERDE

 

Nadie recuerda cuándo dejamos de hablar con palabras.
Tampoco cuándo el silencio se convirtió en norma.

Durante siglos, el lenguaje fue refinado hasta eliminar la duda. Cada sílaba de la Lingua Neurónica obedecía un propósito: informar, ordenar, ejecutar. No había lugar para la emoción. En ese mundo crecí, traduciendo pulsos sónicos que no me pertenecían, repitiendo órdenes que no entendía. Me llamo Aila Ferrán, y fui lingüista de la Red Central. Mi vida transcurría entre algoritmos y frecuencias, hasta que algo comenzó a vibrar fuera del rango permitido: una secuencia rítmica, imperfecta, con pausas y respiraciones.

El Consejo la llamó anomalía acústica. Yo la llamé canto.

Las ondas venían del extremo sur, de un territorio borrado de los mapas: el Bosque de los Vientos Verdes. Según los registros, allí habitaban seres que conservaban la voz ancestral, el eco de las aves extintas.

Fui destituida por sospecha de sabotaje. Y aún así, partí hacia el sur.

Mi transporte cruzó los desiertos de silicio, las dunas de polvo radiactivo y los glaciares que aún respiraban bajo capas de plástico. Cuanto más me alejaba del norte, más fuerte era el rumor del viento.

Hasta que un día lo oí.

No eran palabras. Era risa.
Una risa tan humana que me dolió hasta el pecho.

Llegué al bosque, cuando los rayos del sol apenas rozan las raíces y el aire brilla con un tono verdoso. Los árboles eran organismos híbridos, mitad biológicos, mitad metálicos. De sus ramas colgaban nidos de filamentos y circuitos. Los habitantes me observaron sin miedo. Sus ojos eran de cobre, y su piel, iridiscente, cambiaba de color con el sonido. Cada uno llevaba una garganta resonante, una cavidad viva que vibraba con cada respiración.

—Eres la que escuchó —dijo uno de ellos, con una voz que no era voz, sino música.

Así conocí a Karun, el líder. Su tono era grave, templado por años de silencio y viento.

—Nosotros no hablamos —me explicó—. Pero sí, recordamos.

Vivían entre las ramas y el aire. No necesitaban palabras para pensar: se comunicaban en melodías superpuestas. Cada conversación era un coro. Cada emoción, una nota. Al principio, me perdía en la maraña de sonidos. Pero pronto empecé a comprender su gramática sin aprenderla: el lenguaje de la resonancia, de las vibraciones que tocan el cuerpo antes que el oído. Una noche, mientras el viento soplaba desde los glaciares, Karun me llevó a lo alto de una plataforma natural. Desde allí, el bosque cantaba.

Miles de cotorras —reales, vivas, verdes— giraban sobre nosotros, reflejando la luz de la aurora artificial. Y debajo, ellos respondían con sus gargantas resonantes.

El aire entero se convirtió en un solo organismo.

—Esto es el Recuerdo del Mundo —susurró Karun—. El lenguaje que el Consejo quiso borrar.

Yo, que había pasado mi vida interpretando códigos sin alma, lloré sin saber por qué.

Los días siguientes fueron de aprendizaje. Aprendí a respirar con el viento, a dejar que la garganta temblara sola. Este lenguaje que trataba de aprender, no podía enseñarse fácilmente: solo podía contagiarse. Cada vez que hablaba con ellos, algo se abría en mi mente. Sentía los recuerdos de otros: risas, miedos, el aroma de la lluvia, el calor de la infancia. No eran míos y, sin embargo, sentía que me pertenecían.

Entonces lo comprendí: el Efecto Verde que el Consejo temía no era un virus, sino una memoria acústica colectiva. Un intento del planeta por volver a sentir. Pero el Consejo lo había detectado. Los drones llegaron una mañana sin aviso, cubriendo el cielo con sombras circulares. Emitían frecuencias de neutralización: el silencio impuesto.

—Nos escucharon —dijo Karun.
—Entonces cantemos —respondí.

Nos refugiamos en una caverna cubierta de líquenes fosforescentes. En su centro se encontraba el Corazón del Viento: una masa biotecnológica viva, latente, que vibraba con millones de voces dormidas. Era como si cada árbol, cada ave y cada humano que alguna vez existió, respirara allí dentro.

Karun me miró con tristeza.
—Ellos pueden destruir el cuerpo del bosque, pero no su eco. Si cantamos juntos, el mundo recordará.

Supe entonces lo que debía hacer.

Me conecté al Corazón. Las ondas neuronales se entrelazaron con mi sistema auditivo. Sentí una corriente de calor recorrerme. El sonido se volvió materia, y la materia, memoria.

Canté.

Fue un sonido imposible: humano, animal, mecánico y vegetal a la vez. Una nota sostenida que atravesó el aire y se expandió como una aurora. Los drones colapsaron. Los árboles se encendieron. Los satélites del norte captaron la frecuencia y la transmitieron como un error de sistema a toda la red. Durante treinta y tres segundos, el mundo entero escuchó emoción.

No órdenes, no datos. Emoción pura.

Vi cómo los cuerpos de aquellos que me enseñaron su particular idioma se disolvían en partículas verdes, como el viento los recogía y los dispersaba por el horizonte. Karun sonrió antes de desaparecer.

—No temas —me dijo—. La voz nunca muere. Solo cambia de aire.

Sentí mi propio cuerpo transformarse, ligero, translúcido. Mi garganta vibró.
Y entonces, fui viento.

(Transcripción parcial del Archivo 77-A, 216 años después)

Los glaciólogos del Instituto Austral reportaron hoy la detección de un fenómeno acústico anómalo. Entre las corrientes de aire del canal del Beagle se registraron patrones armónicos no naturales. Al amplificar la señal, se reconocen modulaciones lingüísticas no binarizadas, con estructuras similares al habla humana preneurónica. La fuente parece provenir de las raíces fosilizadas del Bosque de los Vientos Verdes. La vibración se repite cada primavera, acompañada por la llegada de bandadas de cotorras australes, que sobreviven a pesar del clima artificial.

Entre las grabaciones destaca una secuencia recurrente. Un tono femenino, casi humano, que se eleva entre los ruidos del viento y repite una frase incompleta:

«No olviden cantar…»

El informe concluye que no se trata de interferencia, sino de una manifestación biolingüística autónoma. Algunos investigadores sugieren que podría ser la memoria acústica residual de una conciencia desaparecida.

Otros, simplemente, la llaman por su nombre.

Aila.

Cada vez que el viento sopla entre los glaciares del sur, las cotorras responden con su murmullo. No es lenguaje, ni canto, ni recuerdo.
Es todo eso junto. Y a veces, si uno se detiene a escuchar sin prisa, puede oír como la Tierra aún respira por dentro, con la voz de una mujer que comprendió que sentir también era una forma de ciencia.

FRANCISCO ARAYA PIZARRO. Nació en Santiago de Chile, en 1977, es Diseñador Gráfico Web, Community Manager y Escritor. Escribió 6 libros, tiene más de 20 cuentos antologados y sus diversos relatos han sido publicados por diferentes revistas literarias en español, cuenta con muchos reconocimientos por su creatividad y calidad literaria, sus relatos se pueden encontrar también en  www.tumblr.com/franciscoarayapizarro

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