¿Cómo reconfigura Guillermo Del Toro nuestra mirada de Frankenstein? Por Antonella Finocchi

La adaptación de Guillermo Del Toro desplaza la idea clásica de monstruo para revelar las estructuras que producen, moldean y abandonan cuerpos vulnerables. Entre ética del cuidado, poder que se desentiende de lo que crea y una mirada que vuelve político lo que solemos llamar aberrante, «Frankenstein» reaparece como un laboratorio contemporáneo donde Shelley nos sigue interpelando acerca de nuestras responsabilidades más íntimas.

La nueva adaptación de «Frankenstein» dirigida por Guillermo del Toro no busca repetir el mito ni revestirlo de modernidad. Su gesto es otro: abrir, con una delicadeza casi quirúrgica, las preguntas que Mary Shelley dejó sembradas hace dos siglos y permitir que esas heridas vuelvan a sangrar en nuestro presente. En lugar de actualizar la trama, el director actualiza la mirada: nos conduce hacia aquello que solemos ignorar, los cuerpos que duelen, las vidas que se descartan, los afectos que se niegan.

Lejos de la lectura clásica del científico que pierde el control, «Frankenstein» vuelve a ser aquí un relato sobre la desposesión: lo que ocurre cuando una existencia nace sin lugar, sin nombre y sin refugio. La criatura no es el monstruo, sino la consecuencia. Es el eco incómodo de un sistema que fabrica utilidad y elimina diferencia. El cineasta filma ese cuerpo remendado sin morbo ni distancia; lo mira como se mira algo que merece cuidado. Y en ese gesto, la criatura deja de ser abyección para convertirse en espejo: ¿qué vidas seguimos declarando inconvenientes, impropias o inaceptables?

La criatura no aterra: expone. Su desconcierto, su torpeza y su deseo elemental de ser amada tensionan nuestra comodidad. Encapsulan una pregunta que no ha perdido vigencia: ¿cuánta humanidad necesitamos ver para reconocer la humanidad? La monstruosidad, sugiere la película, no está en la materia del cuerpo, sino en la mirada que decide qué cuerpos importan.

Pero la pregunta por «lo otro» nos deja abierta la posibilidad de un terreno más profundo, frente a un mayor desasosiego. Ya no estamos frente a una categoría abstracta ni de una especie de exotismo moral: la otredad es un régimen, una tecnología social. Funcionando como un engranaje silencioso y separatista. Alguien -una institución, una norma, una sensibilidad entrenada- decide dónde ubicar la frontera de lo aceptable, y esa frontera después se naturaliza como si hubiera existido desde siempre. Foucault lo esgrimió con una claridad feroz: no hay identidad que no sea producida, no hay desviación sin una maquinaria previa que la nombre, la organice y la administre. Del Toro recoge ese gesto. Derriba la ilusión de que la criatura es «lo otro» por esencia; revela que su otredad es un producto cultural, un modo de regulación. Es la materialización de un miedo que no sabe dónde apoyarse y necesita un cuerpo disponible para inscribirse.

La película también ilumina algo que resuena con Judith Butler: la humanidad no es un dato, es una concesión. No todas las vidas se vuelven llorables. No todos los cuerpos reciben el mismo umbral de sensibilidad. La criatura, con su respiración desacompasada, su deseo torpe de pertenecer, su forma de mirar sin comprender por qué no alcanza, encarna esa intemperie: la intemperie del que pide existir en un escenario que no sabe dónde ubicarlo. No reclama amor: reclama legibilidad. Reclama el derecho a ser incluido dentro del marco en el que las vidas cuentan.

Y ahí la película se vuelve punzante. Porque cuando el monstruo se acerca, cuando tiembla, cuando se ofrece con una vulnerabilidad que incomoda, el espectador no puede seguir fingiendo distancia. Del Toro intensifica la pregunta que evitamos todos los días: ¿qué hacemos con aquello que no entendemos? ¿Qué hacemos con lo que se nos parece demasiado o con lo que evidencia nuestros propios límites? La otredad, entonces, no es sólo aquello que expulsamos; es aquello que rechazamos reconocer en nosotros. Es la parte incómoda, la grieta, la fragilidad que negamos y que por eso proyectamos afuera.

En esa lectura, la criatura deja de ocupar los bordes del relato y se convierte en su centro moral. No como símbolo de lo extraño, sino como recordatorio de que toda comunidad se funda sobre exclusiones que preferimos no revisar. La elección de Guillermo Del Toro de no suavizar la tensión permite su iluminación. Y en ese gesto nos obliga a admitir algo que duele: que muchas veces somos Victor sin darnos cuenta, sosteniendo un mundo que necesita fabricar monstruos para no enfrentarse a su propio miedo a la vulnerabilidad.

Y en este punto, resulta inevitable reflexionar en quienes representan, fuera de la pantalla, esa ética del cuidado que el mundo insiste en relegar. Irene Vallejo lo escribe con una claridad que desarma: cuando la enfermedad rozó a su padre, entendió que las ojeras -«esas negras, majestuosas, hinchadas»- son el verdadero uniforme de quienes sostienen la vida mientras todo alrededor se desmorona. No por vocación sacrificial, sino porque nadie más está dispuesto a cargar con esa responsabilidad invisible. Hay algo de «Antígona» en ese gesto: no es sólo la figura de la rebelde que enfrenta al poder, sino la mujer que abraza lo que la ley considera impropio, inservible, irrelevante. Su cuidado es una forma de desobediencia.

Y cómo no reconocer ahí esos «huesos de la ternura» que Vallejo nombra: esos filamentos gastados del cuerpo que se quiebra un poco cada noche, esos minutos robados al sueño que nadie agradece, ese trabajo no remunerado que sin embargo sostiene al mundo. Todo eso que nuestra cultura etiqueta como secundario, menor, o directamente prescindible. Pero es desde esos restos, desde esa fragilidad activa, que la vida insiste. Hay una danza secreta en esa fuerza: cuidamos aun cuando no sabemos hacia dónde vamos, aun cuando se borran las horas, aun cuando el cuerpo pide pausa. Y en esa insistencia late una lección: lo vulnerable no es lo opuesto a lo humano, es su núcleo más luminoso.

Frente a esta vulnerabilidad expuesta, Victor Frankenstein encarna la estructura que la produce. No como villano de caricatura, sino como heredero de una masculinidad que aprendió a amar la idea de sí misma más que a los otros. Su experimento no es un triunfo científico, sino un acto de desresponsabilización. Crear sin sostener; buscar sin escuchar; dar vida sin ofrecer lugar. Su figura resuena hoy no sólo como símbolo del poder científico, sino como metáfora del poder afectivo que abandona lo que dice querer.

Las mujeres de la película aparecen como la contraescena silenciosa: no imponen, pero perciben. Registran el dolor, leen la amenaza real, distinguen la humanidad que el resto niega. Del Toro no las idealiza: simplemente recupera la sensibilidad que Shelley les otorgó desde el origen. Esa sensibilidad -que no es fragilidad, sino inteligencia emocional- funciona como brújula ética en un relato habitado por hombres que confunden creación con dominio.

En lo visual, la película construye un mundo donde lo bello y lo deteriorado no se excluyen. La textura de la piel cosida, la luz que suaviza lo roto, los espacios densos, casi palpables, hacen que la ternura y el espanto convivan sin anularse. Del Toro no embellece la herida: la vuelve legible.

En esa geometría de luces, el blanco reverbera como un signo inquietante. No es la blancura ingenua ni higiénica de la iluminación convencional, sino un resplandor que el director expande hasta convertirlo en territorio: una claridad que remite al desierto antártico donde se inscriben las cartas de Walton y se enmarca el relato de la novela. Ese blanco del hielo, que también es el blanco de la página, funciona en Shelley como superficie de inscripción, un espacio vacío donde la palabra escrita intenta fijar lo que la experiencia desborda. Del Toro se percata y realiza su desplazamiento al lenguaje visual: su blanco es incisivo, casi clínico, la luz que expone la herida sin suavizar y que al mismo tiempo amenaza con borrar el cuerpo que ilumina. Es un blanco que no sólo ilumina: archiva, conserva, recibe. Como si la película dialogara con el intercambio epistolar recordándonos que todo relato, ya sea escrito o filmado, necesita primero un vacío donde resonar. Así, el blanco no obtiene protagonismo por contraste cromático, sino por función simbólica: es la superficie silenciosa donde la vulnerabilidad se vuelve legible, la lámina de luz donde lo humano y lo monstruoso dejan de oponerse para reconocerse.

El resultado es un «Frankenstein» profundamente contemporáneo. No porque actualice la trama, sino porque desnuda un mecanismo que sigue intacto: la facilidad con la que un mundo apurado etiqueta como monstruoso aquello que no sabe abrazar. En tiempos donde lo distinto se vuelve amenaza con rapidez, la película deja caer su pregunta más incómoda: ¿cuántas veces hemos sido Victor sin darnos cuenta, y cuántas veces hemos dejado de ver a la criatura que teníamos enfrente?

Quizás, después de ver la película, el verdadero desasosiego no provenga de la criatura ni de Victor, sino de ese pequeño temblor que se nos aloja en el interior cuando comprendemos que ninguna de las dos figuras nos es indiferente. Que de alguna manera somos los dos: quienes buscan un cuerpo donde apoyarse, y quienes huyen cuando ese cuerpo exige más de lo que aprendimos a dar. La mirada del director no nos deja cómodos porque no nos ofrece un afuera. Nos obliga a reconocer que la frontera entre humanidad y monstruosidad no es un límite ontológico, sino una práctica cotidiana. Un modo de mirar.

Y ahí aparece algo que incomoda porque es cierto: todos, alguna vez, hemos retirado la mirada justo en el instante en que otra vida pedía ser sostenida. Todos hemos sido demasiado Victor, demasiado apurados, demasiado asustados como para admitir que la vulnerabilidad ajena nos espeja la propia. Y también, alguna vez, hemos sido esa criatura que no comprende qué más debe ofrecer para ser legible, para ser alojada, para ser querida sin peros ni protocolos.

Esa tensión -entre el deseo de ser vistos y el miedo a ver- es el corazón que la película expone con una desnudez que desarma. No hay metáfora que nos proteja: somos responsables de los mundos que fabricamos con nuestras acciones mínimas, con nuestras omisiones más triviales, con los silencios que permitimos caer en el momento preciso en que alguien necesitaba lo contrario. Nada más humano que eso. Nada más frágil. Nada más nuestro.

Quizás la pregunta final no sea quién es el monstruo, sino dónde ponemos hoy la sensibilidad que podría evitar que lo sea. Qué hacemos con esa parte del mundo -y de nosotros- que sigue pidiendo ser reconocida. Qué hacemos con la vida que tiembla en los bordes de lo que consideramos aceptable. Si la dejamos entrar. Si la sostenemos. Si nos animamos a mirar su herida sin retirarnos. O si seguimos repitiendo la coreografía de Victor: crear distancia para no admitir que la ternura también es una forma de responsabilidad.

Porque, al final, tal vez no se trate de entender a la criatura, sino de algo mucho más sencillo y mucho más difícil: aprender a no abandonar. A no abandonar lo extraño, lo roto, lo precario, lo que no tiene nombre claro, lo que todavía busca un lugar. Y, sobre todo, a no abandonarnos a nosotros mismos cuando descubrimos que esa criatura también somos nosotros.

Eso -y no otra cosa- es lo que vuelve contemporáneo este «Frankenstein»: la certeza de que la humanidad no es un don ni una esencia, sino un ejercicio. Un ejercicio que duele, que interpela, que exige la valentía más elemental: la de mirar sin destruir. La de cuidar sin poseer. La de acercarnos sin miedo a la respiración temblorosa de lo que pide existir.

Quizás ahí, en ese gesto minúsculo y tremendo, la obra nos deja su pregunta más urgente: ¿qué mundo construiríamos si dejáramos de temerle a la vulnerabilidad y comenzáramos, por una vez, a honrarla?

 

Antonella Finocchi es una escritora y abogada nacida en Buenos Aires, y residente en la ciudad de Zárate, formada en la UBA (Universidad de Buenos Aires) y con perspectiva de género. Su recorrido académico integra estudios de literatura y el tramo pedagógico, junto con diversas formaciones que amplían su mirada crítica sobre la cultura contemporánea. Publicó dos libros y actualmente trabaja en un nuevo proyecto narrativo, del que solo adelanta que continúa explorando sensibilidades, vínculos y memorias femeninas. Su escritura se caracteriza por una voz precisa e íntima, capaz de articular lo personal con una reflexión más amplia sobre la manera en que habitamos el mundo.

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