El ruido que dejas
Pasaron ya más de cincuenta primaveras en este remoto lugar dejado de la mano de Dios. Nunca intenté marcharme, él sí. Lo intentó una vez al año, el día de tu cumpleaños, hasta seis veces. Al séptimo, se colgó de la viga de tu cuarto. Lo maldije durante un par de inviernos hasta que una noche lo vi sentado en el porche, allá donde se sentaba a limpiarle los zapatos al señor o donde arreglaba tus vestidos.
De vez en cuando nos sentamos, en las largas y secas noches de verano, sin palabras, pero compartiendo tu recuerdo. Algunas tardes, me siento en la ventana de tu cuarto y oigo el crujir de cada madera de la casa y si pegas la oreja, aún podrías oír a los Señores y sus insultos y a ti, cantando por las esquinas.
La casa de los señores, más que una casa, era un velatorio. Mas no velaban muertos, sino vivos. Allá se encargaban de que sus habitantes y cualquiera que pisara la casa acabaran bebiendo del bote de la vieja, que por mucho que dijeran no era para las fiebres de la Niña. Si entraban en aquella casa, saldrían con los pies por delante, si acaso aún los conservaban. Otros juraban desquiciados que se les pudrían los dedos de los pies y las manos mientras yo te veía apoyada en la ventana de la cocina contando las nubes del cielo.
Yo supe muy bien lo que pasaba, pero nunca dije nada. Mi esposo tampoco. Nosotros no éramos nadie ni nada. Juraría que ni la casa advertía nuestra presencia. Nunca crujía el escalón del porche al pasar por encima ni cuando estábamos recién alimentados con el pavo que el cura traía cada domingo de misa a la casa.
Un domingo, no te encontrábamos. Miramos bajo la escalera, en el porche, en el granero y la cabaña donde todos dormíamos como perros que éramos. Un aullido de dolor nos llevó a la valla del terreno, donde se había enganchado el crío de la Andrea, tenía la barriga rajada, las entrañas se le descolgaban, chorreando sangre como un cerdo en una matanza
La Señora llegó tranquila acompañada del cura, mientras el Señor agarraba a la Andrea, a poco de parir, arrastrándola dentro de la casa, a callarla un rato, con un poco más del bote de la Vieja.
―Otro más. ¿Ve usted nuestra suerte? ―se quejaba la Señora mirando con asco el destrozo que había quedado de su nieto―. Ella parirá otro y con suerte la Niña, cuando sea mayor, parirá unos cuantos más. Con más cabeza que éste.
El cura se acercó al niño y rezó por él. Fue entonces cuando te vimos, sentada en el tejado de la casa. Recogimos con cuidado el cuerpo del niño, cortando lo que quedaba de la verja, ese trozo se quedaría abierto decía mi esposo. Es tarde para ir al pueblo a por más material. Yo no lo escuché, fui a por ti para llevarte a dormir.
Con tu vestido de color turquesa que tanto odiabas que resaltaban tus ojos grisáceos y tus pies sucios casi negros como si tu misma piel fuera la nuestra.
―¿Los espantaste, Ma? ―me preguntaste sin saber muy bien por qué.
Te diste la vuelta y pegaste la oreja a las paredes, las escuchamos susurrar y murmurar.
―Fue la casa, Ma. Como pasó con todos mis hermanos ―dijiste. Me cogiste la mano y bajamos al salón.
Nada fuera lo común parecía haber pasado, los Señores estaban fumando junto a la Vieja, el Cura se había marchado y Andrea, pálida, con la mirada fija y perdida, con saliva cayendo de su boca y balbuceando.
―Te dije que la Andrea se podría quedar tonta, ama ―dijo la Señora
―En esta casa nadie se queda tonta hija, la casa no lo permite ―se levantó la Vieja, callando a su hija. La Vieja agarró la cuerda que hacía sonar la campana que marcaba el fin del día y la orden a todos los esclavos de ir a dormir a la cabaña. La orden era precisa y quien no escuchara, se levantaría con algún dedo menos o pie o quizás era servido de cena.
El mes anterior, la chiquilla que iba al pueblo a por leche, llegó tarde un día con sangre entre sus piernas. La pobre se excusó diciendo que unos blancos la habían cogido. Pero a la Vieja le daba igual por qué fue.
―Bebe un poco, niña ―le dijo la Vieja―. Dormirás.
Aquella pobre alma cayó rendida. Entonces el Señor la cogió en brazos y se la llevó de la casa.
―Tendremos para dos días ―comentó la Señora mientras limpiaba los restos de la cena.
Nunca supe por qué me quedé allí, por qué nos quedamos en el mismo lugar. Pero yo pensaba:
¿Quién te curará de espanto?
¿Quién te dará de comer y beber?
¿Quién te esconderá y volverá a por ti?
Un lunes al mes, bajé al pueblo a por la harina, porque acá no crecían ni las malas hierbas. Todos se apartaban como si tuviera el mal francés. Un día acudí al mecánico a mandarlo pa’ la casa de los Señores, pero se negó.
―Esa casa está podrida. Podrida por dentro y por fuera. Hasta sus criados. Allá no crece ná. No crece el algodón, ni el trigo, los animales y hasta los niños se mueren, sino de críos de grandes. Esa casa está podrida y no la pisa ni el Diablo.
Al pasar de los meses, empeoraste de las fiebres. Delirando, bailabas por el suelo de la entrada, con las palmas de las criadas y con tu cante. Por la noche, tiritabas con una fiebre que te llevaba más lejos cada noche.
Una noche caí dormida en mi guardia y te escapaste. Subiste al tejado y abriste los brazos como si con alas pudieras escapar de acá. El médico dijo a Andrea y a la Señora que fue rápido y que la fiebre de la niña la habría matado aun estando en cama.
Me quedé en el porche, sentada, en el mismo peldaño donde te arañaste tu rodilla por primera vez. Dentro estaban preparando un banquete para celebrar la llegada de un nuevo varón a la familia. El cura se sentó a mi lado.
―Algunos lo llaman Purgatorio. El lugar donde quedan las almas atrapadas ―refiriéndose a la dichosa casa
―¿Dónde está la niña?
―No lo sé ―murmuró el cura mientras se secaba los labios―. Nunca he sabido a dónde va el alma que escapa del Purgatorio.
Yo sabía que no escapaste. Me consolaba como a una feligresa más, pero mi esposo y yo te habíamos visto en el porche mientras cocinaban tus entrañas y tu madre paría a tu hermano.
Sigo sin saber por qué nos quedamos al morir el niño. La Andrea cogió un cuchillo y se rajó desde el pecho pa’ bajo. Yo lo vi. Yo vi a la Andrea arrancarse su propio corazón y a la Vieja guardándolo mientras el cura santificaba la habitación.
El Cura un día se despertó chillando de horror, con la cara descompuesta y los ojos parecían salirse de su cara.
―¡No veo! ¡Me he quedado ciego! ―chillaba como un puerco a la hora de rebanarle el pescuezo.
Aquel desdichado huyó de la casa en cueros y las malas lenguas dicen que lo encontraron colgado de un árbol, imagínense el escándalo, un cura quitándose la vida.
¿Pero acaso es pecado si Dios no pisa nuestras tierras?
Con el pasar del tiempo, mi esposo se quitó la vida también. En algunas casas, es costumbre casarse. En la casa de los señores, la costumbre era morirse. A saber, cuánto muerto ha pasado por las manos de la Vieja y cuántos han sido emparedados en la misma casa. Tanto susurro, tanto murmullo. De algún lado tendrá que venir.
Tú seguías sentada en el tejado o bailando con tus pies descalzos en la entrada por las noches. Yo perdí la fe, pasaron los meses, los años y me fui secando bajo el tórrido sol de un eterno mes de agosto.
Me fui a las 1 de la tarde de un lunes cualquiera.
Y tú seguiste teniendo fe, no sé muy bien por qué. Se te llevaron las entrañas y, aun así, añorabas el moho de las escaleras, nunca bebiste leche del pueblo, solo del bote de la vieja. Tu inocencia les hacía daño y por eso nunca te curaron. Y tú seguiste bailando al son de una música que solo tú escuchabas, mientras esta casa, esta casa maldita, acabó descomponiéndose con el pasar de los años.
Y tú seguiste teniendo fe, cantando y bailando en el Purgatorio, y nunca necesité cielo ni infierno.
Siempre fue suficiente el ruido que dejas al pasar.
Celia Espadas Robles (Granada, 1993). Filóloga inglesa (2016) y Máster en Profesorado Educación Secundaria, Bachillerato y FP (2018) por la Universidad de Granada. Traductora, correctora y autora. Entre sus obras encontramos: la novela distópica El Ascensor de Turing (2023), diversas antologías de poesía y prosa editados por Lermontova Publishing House y la colaboración en diversas revistas literarias de Autores. Taekwondista y ávida lectora de Cormac McArthy, Mary Shelley, Wislawa Szymborska, Sylvia Plath y el eterno Federico García Lorca.