LA CASA OSCURA
Muchos dicen que los sueños no se cumplen, pero si eso fuera cierto yo no habría podido comprarme esta casa. La diseñé yo misma. Escogí el terreno. Todo, desde cero. Quise que tuviera una escalera grande en la entrada, que llevara desde el antejardín a la puerta principal. La idea es que se viera imponente, como si uno estuviera entrando a un castillo, pero a mi marido nunca le gustó. Me dijo que yo no era arquitecta, y que dejara eso en manos de los especialistas, y que no sabía cómo iba a poder vivir subiendo tantos escalones todos los días. ¿Quién va a pagarle a los arquitectos?, le pregunté yo, porque él no gana ni un tercio de lo que gano yo. Ni siquiera los constructores saben bien lo que hacen, nadie. Justo encima del estacionamiento se proyecta el balcón que sale del living, y todo quedaba volando originalmente. Yo dije no puede ser, pongan un pilar en esa esquina. Y me miraron sin decir nada, un rato, y después el ingeniero se sacó el casco y dijo que esa era la gracia del hormigón armado, que no necesita… Quiero un pilar allí, corté yo, y ahora el pilar está donde debe estar y yo me siento más segura cuando tiembla. Por algo tengo el cargo que tengo. El año pasado estuve en Suiza con los directivos de la empresa. Mi marido es chef, pero no tiene trabajo real. Si alguien va a decidir sobre arquitectos, si la pintura beige es bonita o no, si los techos tienen que ser altos para que entre harta luz (aunque haga frío en invierno), esa soy yo. Además, él es el único que se queja. Durante el poco tiempo que tengo para descansar en esta casa, el único que se queja es él. Mis dos hijas pasan encerradas en sus habitaciones, o en las casas de sus pololos. Yo llego a las nueve de la noche, me fumo un cigarro en mi antejardín y lo único que le pido es que tenga la comida lista. A veces cumple, a veces se queja. Por suerte, no es mucho lo que tengo que aguantar. A las once ya estoy acostada, porque prefiero levantarme más temprano que todos, y me ahorro el taco en la autopista. Desayuno en la oficina, el café de allá es mejor que el mío. El que prepara mi marido es mejor todavía, pero no le gusta levantarse tan temprano. Yo creo que, si limito nuestras interacciones a una media hora diaria, estas quejas de su parte irán disminuyendo al mínimo, o no tendrán por qué afectarme. Imaginemos lo peor: que quiere dejarme, irse de la casa. Si yo me tomara unas vacaciones, y me quedara dos meses encerrada aquí con él, pelearíamos y se iría. Pero si distribuyo esos dos meses en varios años, él se va a ir cuando las niñas ya estén tituladas, y no va a importarle a nadie. Pero por mientras, ellas necesitan a su papá en la casa. Entonces, si se va a demorar dos meses en dejarme, eso serían unos 86.400 minutos. Y si yo le dejo apenas quince minutos para quejarse cada día, más una hora los fines de semana, serían unos 165 minutos a la semana… resultado: le tomará diez años. En ese entonces la Magda ya va a ser doctora, y la Pilar tendrá su magíster. Perfecto. Por algo vendo pólizas.
Estas son las cosas que voy pensando mientras manejo de regreso a casa, desde la oficina. Es viernes, y aunque no me tocaba trabajar por ser feriado, igualmente fui a ordenar unas carpetas y adelantar pega. Total, tengo llaves de la oficina y nadie puede detenerme. Allá, mandar es fácil.
Ahora estoy estacionando mi auto, en mi casa. Levanto el freno de mano, verifico que se cierre el portón automático, veo la hora en la radio: las siete. Salgo del vehículo. Está todo curiosamente en silencio y las nubes se ven rojas, encendidas como si estuviera pasando un cometa inmenso sobre la tierra. Pero esas cosas no pasan. Antes de subir la escalera me detengo a ver las ligustrinas, que se ven moradas con la luz del cielo. Una vez, una colega me preguntó si yo era paisajista, de lo mucho que le gustaron mis plantas. Por suerte ahora no es capaz de ver todas las ortigas que invaden ese rincón. Voy a tener que pedirle a mi marido que desmalece, pero no hoy. Hoy, viendo todo el cielo amoratándose y encontrando todo tan extrañamente callado, estoy sintiendo unas ganas increíbles de mantener ese silencio intacto, como si fuera un globo de cristal. Un globo lleno de ruido que, si rompo, empezará el griterío que me hace doler la cabeza y me obliga a encerrarme y callar hasta el día siguiente, en que la rutina me levanta y me lleva lejos. Unos pájaros que vuelan hacia el rojo me sacan de mi contemplación. Que yo sepa, no hay cuervos en Chile. Pero parecen cuervos, una pareja, volando sin aferrarse a nada.
Estoy subiendo las escaleras. Miro mis zapatos, nunca había visto ese color. Se ve todo tan raro. Entro y el silencio es aún más grande. Sonrío por los pasillos fríos, porque me esperaba otra cosa. Todo está diferente, y quiero mantener y exaltar eso. Mi habitación huele un poco a cemento, como si la casa estuviera recién construida y nunca habitada. ¿Vive, realmente, alguien aquí? Apago mi celular y lo dejo sobre la cama. Si se fueron a alguna parte sin avisar, prefiero no saber nada. Prefiero este silencio.
Voy a la cocina espectralmente, me sirvo una copa de vino blanco y salgo al patio trasero a mirar el cielo. Está oscureciéndose, como si en cualquier momento fueran a aparecer montones de estrellas titilantes, reventando y haciéndome doler la cabeza con sus quejas, pero todavía no. Todavía no pasa nada, solo se oscurecen las cosas y las nubes negras no dejan ver nada de lo que hay más allá, en el vacío. Hasta mis vecinos están callados, ¿qué pasa? Prefiero no saber. Un día de paz, al menos, eso es lo que quiero. Ni siquiera un día, me conformo con doce horas de silencio, aquí en mi propia casa.
No tengo hambre. Hoy no como, porque hoy todo es distinto. Me levanto de la reposera, vuelvo a entrar a la casa. Voy al sillón del living, junto al gran ventanal que lleva al balcón que se proyecta sobre el estacionamiento, desde el cual puedo mirar la calle empinada. El camino baja como un río negro desde nuestros cerros oscuros hasta el bullicio luminoso de la ciudad. Giro la cabeza, me recuesto en el sillón, y recibo la paz del televisor apagado que tengo en frente. Me gusta que esté oscuro, que sus píxeles tan afanados en titilar se estén quietos alguna vez en la vida. Me cubro con un chal y enciendo un cigarro. El humo sube lentamente por el amplio vacío, y por eso es bueno que el techo sea alto. Suben las volutas bien definidas, como personitas buscando a tientas un cielo sin estrellas.
***
Me dormí. Me dormí, y ahora todo es negrura. El cenicero tiene un cigarro que se apagó hace mucho. El silencio continúa y es fantástico, la casa es un mausoleo frío. ¿Cuándo fue la última vez que dormí en un sillón? A los dieciocho años, en una fiesta, en la época de los toques de queda. Dormí en un largo sillón de mimbre, envuelta en un chal de lana con mi pololo. Entonces sonreíamos. ¿Dónde estará? Miro el techo: ya no hay volutas de humo, las personitas se fueron.
Estiro el brazo y abro el ventanal. Salgo al balcón y me siento en la mecedora. Envuelta en mi chal de alpaca, desde mi trono en las alturas, veo la calle empinada. No hay nadie. Hay más luz allá que en la casa. Luz naranja, cálida. Detrás de los velos de concreto, distingo actividad en muchas casas y edificios. Muchas teles encendidas, millones de pixeles, luces cálidas y frías, sombras de personas, voces que no oigo, gente que no puede verme. Alguna de esas personas es mi marido. Otra es mi hija, y mi otra hija…
De pronto escucho voces, los vecinos gritan a coro. ¿Es un partido de fútbol? No, es una cuenta regresiva. ¡Cinco, cuatro, tres…! ¡Feliz blablanuevo! Gritan, eso escucho, y botellas descorchándose también. Gente sale a la calle. Veo algunos vecinos bajando por la calle empinada, frente a mi casa. Algunos bailan. Me ven, me ven claramente. Ya no soy un fantasma. Uno lleva una camisa desabrochada, otro un gorrito de cotillón. Me saludan con la mano. Veo sus dientes brillar de muchos colores, iluminados por los primeros fuegos artificiales. Uno, que va con una especie de antifaz, levanta una copa en mi dirección. ¿Debería responderle algo? Pero no, porque yo no grito y no me gusta el ruido. Enciendo un cigarro. El tipo del antifaz baja la copa y me grita:
—¡Te dejaron cuidando la casa!
Esto lo cambia todo. No, esto lo cambia todo, es una falta de respeto. Es hora de levantarme y prender el celular, las luces, la tele… alumbrar todos los rincones oscuros de la casa y volver a ser quien soy. Es hora de pedir explicaciones.
Tomás Veizaga (Antofagasta, Chile, 1990). Autor de Faunario, Ed. Oso de Agua, 2025. Escritor chileno que cuenta con estudios en Literatura y Derecho. Ha publicado relatos, microficciones, poemas, reseñas y ensayos en diversos medios digitales y escritos, como: Acta Literaria, Oropel, Letras de Chile, Nota al Margen, Carcaj, Casapaís, Montaje, El Coloso; y otros.